miércoles, 23 de enero de 2013

Máquinas morales




Siempre me ha parecido que los autores que establecen la voluntad de Dios como primer principio de la moral pecan contra las reglas del buen método. Si no hay obligación sin superior, ¿sobre qué se funda, pues, la obligación de conformarse a la voluntad o a las intenciones de este superior? ¿Dirán estos autores que estamos obligados a hacer lo que Dios quiere, porque Dios lo quiere? 
Exista Dios o no, la existencia del hombre, tal y como nosotros lo vemos, es un hecho igualmente cierto. Es un ser que siente, que piensa, que se ama a sí mismo, que tiende a conservarse, que trata continuamente de procurarse sentimientos agradables, y que, para satisfacer más fácilmente sus necesidades, vive en sociedad con otros hombres, a los que su conducta puede tornar favorables o adversos a él. 
Indicar al hombre sus deberes es indicarle los medios que debe emplear para alcanzar el fin que se propone sin descanso, que es la felicidad. Probar que una acción es su deber es probarle que poniéndola en práctica actuará conforme a sus verdaderos intereses, y que omitiéndola disminuirá el número de sentimientos agradables que se habría podido procurar. Sentirse obligado a una acción es sentir que la misma es necesaria para su felicidad. 
Hay dos maneras de hacer sentir al hombre sus deberes o sus obligaciones. La primera consiste en probarle por el razonamiento o por una especie de cálculo fundado en la experiencia, que se procurará la mayor abundancia posible de sensaciones agradables al conformarse a determinadas reglas. La segunda manera es apelar a ese sentimiento moral que el Señor d'Alembert llama justamente la "evidencia del corazón", sentimiento que podemos suponer aquí como un hecho. Por el primero de estos dos métodos se prueba que una acción nos es útil; por el otro, se nos hace sentir que es bella. 
Todos los razonamientos por los cuales se procura persuadirme para que realice una acción, probándome su utilidad, no son más que cálculos de probabilidades. En la presente constitución de las cosas, el moralista no puede garantizarme el éxito de ninguna de mis acciones; las ventajas y desventajas que de ella resultarán para mí dependen de una infinidad de circunstancias que no se pueden ni prever ni disponer al gusto de uno, y principalmente de la duración de una vida de la que ignoramos el término. Además de esta consideración general, cada hombre tiene otras reglas de utilidad, siguiendo las circunstancias individuales en las que se encuentra. El más prudente es aquel que calcula y compara mejor los resultados posibles de sus acciones en relación a sus intereses, y que se determina en base a las mayores probabilidades. 
Si la moral no tuviera otros motivaciones que proponernos que los intereses de esta vida, sería una ciencia asaz quimérica. Cualesquiera que fueran las reglas que nos prescribiera, sus promesas serían en todo momento desmentidas por la experiencia. La misma conducta que enriquece a uno, sume al otro en la miseria; las mismas acciones que encumbran a uno a la cima de los honores, conducen al otro al  cadalso; las mismas conductas que a menudo me granjean el favor de aquellos seres necesarios para mi felicidad, los indisponen contra mí en una coyuntura distinta; todo depende, menos o más, de las circunstancias, del momento y de la habilidad. Notemos también que estos cálculos de probabilidad que la moral hace sobre los resultados de nuestras acciones son demasiado generales y demasiado complicados para que puedan causar una impresión lo bastante eficaz sobre nuestras voluntades; a menudo y casi siempre sitúan las ventajas lejanas, y por consiguiente inciertas, en oposición a las ventajas presentes que, aunque menos grandes, son más seguras y repercuten tanto más en nuestro espíritu. 
La segunda manera de probar en moral consiste, como ya he dicho, en mostrar la belleza de un cierto sistema de conducta. Se hace sentir al hombre que una acción es bella, como se le demuestra en geometría que una proposición es verdadera. Aquí, se se traen a colación axiomas que se suponen evidentes a todos los hombres; aquí, se apela a los sentimientos universales que podemos llamar los axiomas de los corazones humanos. Se dice con razón que las primeras verdades de todas las ciencias, para ser reconocidas, no requieren más que ser presentadas; que son indemostrables porque, en efecto, constituyen la base de toda demostración y son los límites de todo análisis. Es verdad que el todo es mayor que su parte, que es bello ser agradecido; he aquí, por ejemplo, dos proposiciones que se admiten por su mera enunciación y que, a causa de su simplicidad, no son susceptibles de demostración alguna. El hombre que la solicitara sería un hombre de mala fe o un ser pervertido. 
Creemos en la verdad; nos gusta lo que hallamos bello, y todo amor es un sentimiento agradable. Lo moralmente bello en acción es la virtud. Habiendo unido la naturaleza el carácter de lo bello a todas las afecciones sociales, el hombre virtuoso es aquel cuyas nociones tienden constantemente al bienestar de sus semejantes. El precio de la virtud es ese sentimiento delicioso, ese placer del alma, esa satisfacción interior que llamamos buena conciencia, inseparablemente vinculada a todas las acciones, de la que la virtud es la fuente o el móvil. 
La experiencia enseña a todos los hombres que lo útil y lo bello, la prudencia y la virtud, se encuentran muy a menudo en conflicto. Las sensaciones agradables, de las que la virtud exige tantas veces el sacrificio, son placeres tan reales como aquellos que se derivan de una buena conciencia; las penas del cuerpo, a las que la práctica de la virtud puede a menudo exponerme, no ceden en realidad al sentimiento desagradable que excitan los remordimientos. Mi naturaleza me obliga a amar mi bienestar; sólo puedo, pues, contemplar la virtud como mi deber, en tanto que estoy convencido de que ésta me hace más feliz que la búsqueda de mi interés personal. Estando la magnitud de los placeres y de las penas en general en razón compuesta de su intensidad y duración, me pasaré al bando en el que crea que tengo más a ganar. Corresponde a la moral hacer este cálculo por mí. 
¿Dirá el moralista que los placeres que nacen de los sentidos, y que el hombre busca tan ávidamente, no son verdaderos placeres? Se burlarán de él, como se burlaron del estoico que pretendía que la gota no era un mal. ¿Pretenderá acaso que los placeres del alma son más vivos que los del cuerpo? La experiencia también lo desmentirá. La satisfacción que sintió Escipión por haber sacrificado su interés a la generosidad no iguala por su intensidad al placer del que habría podido gustar con su bella cautiva. Otro tanto ocurre en relación a las penas. Los horribles tormentos en los que expiró Régulo fueron ciertamente más dolorosos de lo que habrían podido ser los remordimientos de haber traicionado a su patria. Añadamos todavía que hay medios de silenciar la mala conciencia, o de no pararle mientes, mientras que respecto a los dolores del cuerpo somos enteramente pasivos. 
Los placeres del alma comparados con los placeres del cuerpo perderán, pues, de ordinario, si no se tiene en cuenta más que su intensidad. Por el contrario, sobrepasan en mucho a éstos por su naturaleza y la longitud de su duración. Los placeres sensuales disminuyen a medida que duran; el uso demasiado prolongado o frecuente los hace propensos a debilitar el alma o destruir el cuerpo. Los placeres del alma son duraderos, aumentan con su disfrute y, en lugar de enervar al hombre, le dan fuerza y vigor. 
Pero, ¿me demuestra bastantemente todo esto que estoy obligado a ser siempre virtuoso? Por de pronto, toda vez que la virtud exige el sacrificio de mi vida, la moral no dispone de absolutamente ningún motivo capaz de determinarme a ella. ¿Me prometerá una satisfacción interior de la que gozaré cuando cese de existir? Ello sería absurdo sin duda. En todos los otros casos donde la virtud deviene un obstáculo invencible para la felicidad que mi corazón no cesa de buscar (y estos casos se dan con excesiva frecuencia), ¿la contemplación del bien moral será lo bastante fuerte para mantenerme por encima de las solicitaciones de mis sentidos? No dejaré nunca de encontrar bella a la virtud, la amaré siempre, pero me parecerá irrazonable amarla hasta el punto de negligir lo necesario. Haré como un hombre que, gran amante de la música, se va bruscamente en mitad de un concierto porque le han dicho que el fuego ha tomado su casa; no es que ese hombre no sienta los encantos de la música, sino que el deseo de conservar su casa es todavía más fuerte. No se trata sólo de un intercambio de placeres; a menudo he de comprar la satisfacción del alma a precio de dolor, y a precio de todo lo que la naturaleza me ha hecho más querido. 
En la medida en que vea la utilidad unida a las acciones benevolentes, no podré albergar dudas sobre el partido que me conviene tomar; mi deber es claro, y mi obligación indudable. Pero cuando mi bienestar se encuentra en conflicto con el de mis semejantes, no hay ya regla general. Entonces, soy reducido a calcular, y este cálculo variará no solamente de hombre a hombre, sino también de circunstancia a circunstancia para el mismo individuo. Todo depende de la intensidad y de la duración de los placeres que se trate de sacrificar, y de aquellos que este sacrificio me prometa, de la magnitud de las penas que me amenacen al determinarme de un modo o de otro, de la delicadeza y vivacidad de mis sentimientos morales; en fin, de la distinta perspectiva en la que los resultados buenos o malos de mi determinación se presenten. Se hallará en un caso particular que, hechas todas las cuentas, obtengo más placer a esperar o menos penas a temer aficionándome a mis propios intereses que prestándome a los de los otros. La virtud, por más que siempre bella y amable, no me parecerá ya oportuna; me reservaré a gustar de sus encantos en casos menos comprometedores. Es así que puedo encontrarme en mil circunstancias en las que los atractivos de lo moralmente bello perderán ante el tribunal de una razón fría que analiza y calcula. Contrarrestarán éstos todavía más raramente las pasiones que se erigen independientemente de nuestros razonamientos, y nos llevan con tanta violencia a preferir nuestros intereses particulares a la felicidad general. 
Hasta el momento he visto sólo obligaciones puntuales, mas ningún sistema de conducta que pueda convenir ni a todos los hombres ni a las diferentes situaciones en las que el mismo individuo pueda encontrarse. Querría poderme unir a la virtud que amo; mi corazón me habla sin descanso en su favor; mas, por otro lado, la razón y las pasiones me apartan de ella en una infinidad de casos, y la moral no posee ni los argumentos lo bastante fuertes para reducir la razón al silencio, ni los contrapesos capaces de inclinar la balanza y vencer a las pasiones. Siento que sin la virtud no puedo jactarme de perseguir la felicidad, pero no dejo de ver que ella sola no es capaz de hacerme por completo feliz. Sea cual fuere la manera en que me conduzca, mi felicidad será siempre muy imperfecta; es difícil, o más bien imposible, determinar con justeza la dosis de vicios que puedo razonablemente permitirme, y el grado de virtud que los debe acompañar. Mientras permanezca en esta incertidumbre, los momentos que me quedan por vivir se suceden con rapidez, y falto de máximas seguras, acepto el consejo provisional de las circunstancias y de mi temperamento. 
Todo cambia con la persuasión de que la virtud es la voluntad de un Dios, al que debo todo, que no quiere más que mi felicidad, que observa mis más secretos pensamientos, que desaprueba hasta los deseos viciosos, que será el remunerador infalible del hombre de bien, y que castigará al malvado. Adoptado este sistema, ya no dudo ni un momento de la naturaleza de mis deberes. Puedo en adelante librarme a los encantos de la virtud, sin el menor temor de perder algo en ello; lo moralmente bello, conciliado con la razón, es la única regla de mi conducta, y la obligación de conformarme a ella es completa. Los atractivos naturales de la virtud son entonces infinitamente realzados por la idea de un Ser que me ha dado la existencia, que es mi benefactor y que merece el más alto grado de mi amor y reconocimiento. Opongo los intereses de la eternidad a los del momento presente; mi conciencia, revestida de la autoridad del Ser supremo, habla más alto; no puedo ya hacer nada en secreto: mi benefactor y mi juez es testigo de todos mis pensamientos y de todas mis acciones. Amar a Dios de todo corazón y amar a los demás hombres como a mí mismo, he aquí los solos medios de hacerme feliz, he aquí, pues, mis deberes y mis obligaciones. 
Es así que la religión da a la moral su consistencia, o más bien su ser. Sin las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma no puedo formarme ningún sistema razonado; encuentro ventajas y desventajas tanto en el vicio como en la virtud; la diversidad de circunstancias en las que puedo encontrarme, sea voluntariamente, sea involuntariamente, no me permite obtener un resultado exacto. ¡Y cómo podría calcular la suma de los bienes y de los males que deben acarrearme mis acciones en una existencia cuya duración y acontecimientos se encuentran en la más profunda incertidumbre, y bien a menudo al margen de mis máximas y de mi conducta!

Georg Jonathan von Holland

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