domingo, 30 de mayo de 2010

Jonás




Tot era al món començament i joventut.
La mar mirallejava només per a un llagut.
Jo veia l'or del dia que sobre el mar s'escola.
En una cala, prop d'un pi, la negra gola
m'havia tirat a l'eixut.
Sentia olor de sal i olor de ginestera;
Huia al sol un home pel turó
i anava a jeure en el tendal d'una figuera;
un fuminyol pujava damunt d'un cabanó.
—Ací, vaig dir, jo restaria
com l'arbre, com el roc. —Pero la Veu vingué:
—Vés a l'esclat de Nínive, Jonàs, no passis dia:
plegats, tu arribarás i Jo diré.

I em vaig alçar. Del roc l'ardència,
del pi l'aroma m'ignoraven el posat.
S'esvaïa tot tracte del lloc amb ma presència
com si ja hagués pres comiat.
Son gust d'embadalir perdia la mar blava;
mudà el jaient un núvol com si l'esquena em des;
sentia l'aire que es desficiava
i la mota de pols em deia: —Vés.—
I en aquell punt vaig ésser
com picat d'escurçó diví:
em va sobtar i em va garfir,
em va corprendre i consumir
la pressa.
En delerosa caminada,
sota l'assolellada
em retornava el brot de romaní;
i en fosquejant, quan em sentia deixondir,
em redreçava el cap l'amor de l'estelada
on era escrit el manament diví.
De mon trigament en revenja
feia com l'home que d'un sol neguit és ple:
dormir com qui no dorm, menjar com qui no menja,
fer via sense veure, sentir sense saber.
Era ma força i ma sola esperança
el mot que Déu m'havia dit.
I aquell mot repetia dia i nit
com un amant llaminejant amb delectança,
com un infant que va cantant per por d'oblit.
Cap arbre no em parava, cap casa no em prenia,
tot quant topava era darrera meu llençat,
i caminava nit i dia:
no veia més que pols roent o fosquedat.
Mon viatge en xardor, perill, dejuni
durà de pleniluni a pleniluni,
i l'esperó diví feia mes plantes lleus.
Amb res mos ulls no feren pacte
ni va tenir ma boca tracte:
soldat complint un manament exacte
no s'entrebanca de lligams ni adéus.

Però tantost la quarta lluna era passada,
malaltia cruel fou mon camí:
si deturava un punt la caminada,
no em sabia tenir.
Vermelles del sol les parpelles,
mes passes eren cada cop menys amatents;
empolsegades la barba i les celles,
feixuges les espatlles i mos badius ardents.
Les coses avinents semblaven en llunyària,
s'esgarriava l'esma dins la cremor del cap;
mon peu sagnava; malgirbaven llur pregària
el tèrbol seny, la llengua eixuta com un drap.
I vaig sentir un matí que la claror del dia
dintre ma testa feia com l'abellot que brum,
i ma mirada al raig del sol s'agemolia,
malrecaptosa de la llum.
Volia tot pensant: —Iahvè t'espera—,
refer-me en nou delit;
però topant en pedra travessera,
a terra vaig trobar-me, colgat en polseguera,
i no sabia com alçar-me, estamordit.
—Fuig Nínive de mi? —vaig saber dir-me encara;
i per fer-me, batut, un poc de nit,
entre les mans vaig recerar la cara.

Darrera meu un vell descavalcà d'un ruc.
—Alça't! Qui cau, si no s'aixeca, algú l'enterra.
Un covenet de figues i una verra
porto a ciutat. Mai no l'has vista? Malastruc,
puja a cavall de l'ase. Poc tires per feixuc!
D'ací s'albira el lloc per on el riu aferra
la gran ciutat que talla i ascla i serra,
i abat les fites en el món poruc.
Ací l'home de cor occeix, empala, aterra;
els himnes de triomf són obra de l'eunuc.
Totes les arts acalen el front davant la guerra
car és l'espasa jove i l'esperit caduc.
I dels mercats emplenen seguidament el buc
amb saques precioses la gent de coll feixuc;
i venen dones de tota la terra,
les més perfectes en pit i maluc.
Assur és immortal, i el món una desferra.

Ma testa amb pena es redreçà.
D'una torta del riu dellà
blanquejaven casals per la vorada;
i jo, de tort, com bèstia ferida, amb la mirada
que ho veia tot rodar,
vaig alçar el braç amb virior desesperada
del darrer pòsit de mon cor arrabassada:
i malversant-hi un any de vida vaig clamar:
—-Quaranta dies més i Nínive caurà.

Josep Carner

sábado, 29 de mayo de 2010

La caída como verdad y como parábola




Cuando consideramos que la naturaleza del triángulo está contenida, como una verdad eterna, en la naturaleza divina desde la eternidad, decimos que Dios tiene la idea del triángulo o que entiende la naturaleza del triángulo. Pero, cuando observamos, después, que la naturaleza del triángulo está contenida en la naturaleza divina, no en virtud de la necesidad de la esencia y de la naturaleza del triángulo, sino tan sólo en virtud de la naturaleza de Dios; aún más, que la necesidad de la esencia y de las propiedades del triángulo, incluso en cuanto son concebidas como verdades eternas, dependen únicamente de la necesidad de la naturaleza y del entendimiento divinos, y no de la naturaleza del triángulo, llamamos voluntad o decreto de Dios lo mismo que antes habíamos llamado entendimiento divino. Por consiguiente, respecto a Dios, afirmamos una y la misma cosa, cuando decimos que Dios ha decretado y querido desde la eternidad que los trés ángulos de un triángulo sean iguales a dos rectos o que Dios entendió justamente eso.

De donde se sigue que las afirmaciones y negaciones de Dios implican siempre una necesidad o una verdad eterna. Y así, por ejemplo, si Dios dijo a Adán que él no quería que comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal, sería contradictorio que Adán pudiera comer de dicho árbol y sería, por tanto, imposible que Adán comiera de él; puesto que aquel decreto debería llevar consigo una necesidad y una verdad eterna. Pero, como la Escritura cuenta que Dios le dio ese precepto a Adán y que no obstante, Adán comió del árbol, es necesario afirmar que Dios tan sólo reveló a Adán el mal que necesariamente había de sobrevenirle, si comía de aquel árbol; pero no le reveló que era necesario que dicho mal le sobreviniere. De ahí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden a la que sigue cierto beneficio o perjuicio, no por una necesidad inherente a la naturaleza misma de la acción realizada, sino por la simple voluntad y el mandato absoluto de un príncipe. Por tanto, sólo respecto a Adán y por su defecto de conocimiento, revistió aquella revelación el carácter de una ley y apareció Dios como un legislador o un príncipe. Y por este mismo motivo, a saber, por defecto de conocimiento, el Decálogo fue una ley solamente para los hebreos; ya que, como no habían conocido la existencia de Dios como una verdad eterna, no podían menos de percibir como una ley lo que se les revelaba en el decálogo, a saber, que Dios existe y que sólo él debe ser adorado. En cambio, si Dios les hubiera hablado inmediatamente, sin emplear ningún medio corpóreo, lo hubieran percibido, no ya como una ley, sino como una verdad eterna.

(...)

Recorramos las páginas sagradas a fin de comprobar qué nos enseñan acerca de la luz natural y de esta ley divina. Lo primero que encontramos es justamente la historia del primer hombre, en la que se nos cuenta que Dios prohibió a Adán comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Esto parece significar que Dios mandó a Adán que hiciera el bien y lo buscara en cuanto bien y no en cuanto es contrario al mal; es decir, que buscara el bien por amor del bien y no por temor del mal. Ya que, como hemos indicado, quien obra el bien porque conoce exactamente el bien y lo ama, obra libremente y con ánimo constante; quien obra, en cambio, por temor del mal, actúa forzado por el mal y obra servilmente y vive bajo las órdenes de otro. Por eso, este simple mandato de Dios a Adán comprende toda la ley divina natural y está totalmente acorde con el dictamen de la luz natural; no sería, pues, difícil explicar toda esta historia o parábola del primer hombre a partir del principio anterior. Pero prefiero dejarlo, porque, por un lado, no puedo estar absolutamente seguro de si mi explicación concuerda con la mente del escritor; y porque, por otro, hay muchos que no conceden que esta historia sea una parábola, sino que afirman abiertamente que es una simple narración.


Spinoza

jueves, 27 de mayo de 2010

El primer Tribunal


Resulta utópico aspirar a una noción común de los derechos humanos, no digamos ya a hacerla efectiva en la práctica jurídica, sin haber llegado antes a un consenso amplio sobre la moral universal. Puesto que en política no hay principios válidos siempre, sino que ésta es una disciplina casuística, sujeta a la provisionalidad o a la mera opinión, sólo puede haberlos en la conciencia del individuo, que precede a la formación de todo gobierno y persiste tras su caída. O están ahí o no hay que buscarlos en ninguna parte.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Gibbon y las hipótesis "ad hoc" en Historia




Es bastante divertido observar cuán disparmente el Señor Gibbon representa el estado del mundo pagano con respecto a la Cristiandad, cuando insinúa una disculpa de la persecución de los cristianos. "Podía esperarse", dice, "que se unirían indignados contra cualquier secta o pueblo que se separara de la comunión con la Humanidad y, reclamando el privilegio exclusivo del conocimiento de las cosas divinas, rechazara toda forma de adoración, excepto la suya, como impía e idólatra".

El Señor Gibbon, supongo, jamás se ha preguntado si fue natural para el mismo tipo de gente recibir una influencia tan absolutamente disímil de idéntica cosa. Pero, por desgracia, su propósito requería que, para dar cuenta de la favorable recepción del cristianismo en base a un número insuficiente de pruebas, algunos de aquellos paganos estuvieran embargados de "una apremiante necesidad de creer" toda nueva religión que se les propusiera, especialmente una que prometiese cosas tan grandes y gloriosas como hizo la cristiana; mientras que, por el contrario, para dar cuenta de la recepción hostil en extremo con la que los predicadores del cristianismo se encontraron (que no puede negar), el resto de aquellos paganos debía estar embargado de una propensión a odiar y detestar a quienes tanto mentían.


Joseph Priestley

domingo, 16 de mayo de 2010

Zefiro torna






Zefiro torna, e di soavi odori
l'aer fa grato, e 'l piè discioglie a l'onde,
e mormorando tra le verdi fronde,
fa danzar al bel suon su'l prato i fiori.

Inghirlandato il crin Fillide e Clori
note tempran d'amor care e gioconde;
e da monti e da valli ime e profonde
radoppian l'armonia gli antri canori;

sorge più vaga in ciel l'aurora, e 'l sole
sparge più luci d'or, più puro argento
fregia di Teti il bel ceruleo manto.

Sol io, per selve abbandonate e sole,
l'ardor di due begli occhi e 'l mio tormento,
come vuol mia ventura, or piango or canto.

Leibniz y el Principio de Razón Suficiente




Spinoza concebía a la naturaleza dotada de una substancia o razón universal, concepto que Leibniz generalizó mediante el Principio de razón suficiente (PRS). A través de éste se mostraba la insuficiencia de la naturaleza para contener sus propias razones, ya que nada contingente puede ser razón de sí mismo. Como sabe cualquiera que los haya estudiado, no distan tanto uno de otro ambos filósofos, a pesar de la heterodoxia del primero.

La filosofía de Leibniz es el mayor intento moderno de extraer consecuencias metafísicas de la mathesis universalis que Galileo estableció como la más sólida base de la revolución científica del siglo XVII. Así, según Leibniz, la realidad y las ideas son isomórficas, comparten una y la misma forma y, en consecuencia, son dos expresiones distintas del mismo ser, que en última instancia se condensa en la summa realitas y la summa veritas representada por Dios.

Mientras que para Spinoza Dios es la substancia del mundo, en el pensamiento de Leibniz Dios es la substancia de la razón, habida cuenta de que el mundo no está constituido por una, sino por miríadas de substancias llamadas mónadas. Ahora bien, la razón sólo puede ser una, a fin de que la fuente de toda razón, la verdad, no resulte autocontradictoria. Por tanto, ya no se definirá más la razón en términos de adaequatio entre hechos y proposiciones, como sucedió en la mayoría de escolásticos en otro tiempo y sucede hoy en los positivistas lógicos. Aquélla no puede consistir en la unión accidental de dos naturalezas distintas, a saber, lo fenoménico y lo lingüístico, pues nos expondría a la falibilidad de la inducción y al engaño de las apariencias, por el que el hombre se finge ídolos más insidiosos que los de Bacon. Debe encontrar sus propios principios o meta-razones en sí misma.

¿Qué es un principio? Siguiendo a Ortega y Gasset, un principio es lo que antecede en una serie ordenada, conteniendo su consecuencia. De este modo, hallamos principios absolutos, es decir, aquellos que no son consecuencia de principios previos, y principios relativos, esto es, los que necesitan otros principios para ser explicados. Los primeros principios o principios absolutos poseen una suerte de naturaleza monádica, por lo que no pueden ser descompuestos en otros más primitivos, si bien Leibniz recomendaba con frecuencia probar cada principio empleado en una discusión filosófica. Los principios relativos, por otro lado, son reglas secundarias de la razón y comprenden el amplio espectro de fenómenos de todo universo posible. No se da en el mundo ningún acontecimiento completamente excepcional, registrando todos ellos una probabilidad mayor que cero y, por ende, una razón intrínseca computable matemáticamente. Bajo esta luz puede comprenderse la tesis leibniziana que establecía que cada verdad de hecho es reducible a una verdad de razón a través de una demostración infinita. Dicha demostración ha de ser infinita en la medida en que el universo también lo es, siendo necesario el conjunto de todos los fenómenos para explicar uno solo entre ellos. Con Sagan:



Si quieres hacer un pastel de manzana desde el inicio, antes deberás crear el universo.


En otras palabras, los hechos guardan entre sí una relación equivalente a la que vincula a una verdad con otra. No hay verdades aisladas fuera de los susodichos principios absolutos y la más general de las tautologías, identificada ontológicamente con Dios. Todos los hechos pueden explicar un solo hecho, pero ningún hecho puede explicar todos los hechos. Lo mismo vale para las verdades, que remiten a otras hasta alcanzar una instancia autorreferencial y subsistente de por sí. Luego, si puede hablarse de alguna verdad genuina en lo fáctico, los hechos deben estar mutuamente ensartados por un hilo común, al que Leibniz se refiere con el nombre de razón suficiente. La áurea e indestructible cadena de Zeus mantiene la cohesión del universo en la Ilíada, como claro signo de la unidad de su concepción y la sobrenaturalidad de su creación y conservación. Leibniz, teísta avisado, recupera esta noción de las antiguas cosmogonías y la sitúa en el centro de su sistema filosófico. No hay excepción posible a la ley de la causalidad: conculcada una vez, burlada para siempre. Así, la autonomía del universo y su carácter imperecedero son una consecuencia de la perfecta sabiduría de Dios. Dios debería suspender la gigantesca máquina de la naturaleza con tal de introducir un auténtico milagro en ella. Mediante este argumento, Leibniz sostuvo contra Newton la imposibilidad de que Dios opere milagros con regularidad anticipable, ya que los milagros en un mundo regido por el PRS son siempre extraños a la estructura del universo y, por tanto, por completo impredecibles. Si bien, al mismo tiempo, mantuvo contra los jansenistas que otra clase de milagros no precisa estar por encima de la razón, ya que podrían haber sido efectuados por seres superiores, como los ángeles, empleando medios naturales. De esta manera el PRS se sitúa a medio camino entre el deísmo y el fideísmo, permitiendo a Dios rebasar su propia Creación, mas prohibiéndole hacerlo a su antojo y en virtud de su sola voluntad. La razón -natural o sobrenatural- rige siempre, y el mismo Dios puede entenderse en términos de razón pura o absoluta.

Advertidos algunos de que en el sistema de Leibniz la epistemología está estrechamente relacionada con la teología, se han dado intentos de forzarlo hasta posiciones espinosistas. Es de lamentar el simplismo de dichos intentos. Leibniz, a diferencia de Spinoza, es muy cuidadoso a la hora de distinguir lo posible de lo cierto y de lo necesario. Todo lo posible es también necesariamente verdadero (ya que la adaequatio no se toma más como estándar de verdad, como hemos dicho), pero, careciendo de una razón suficiente, no es ni siquiera contingentemente cierto. Se precisa de una decisión para escoger un curso de acción en lugar de cualquier otro posible, un primer motor para dar cuenta del movimiento, y una fuerza para explicar los cambios en la materia. La acción es el comienzo de la razón del mundo, esto es, la razón más allá del mundo platónico de las ideas, en tanto que presupone una substancia individual y la correlación espacio-temporal de conceptos, en lugar de una mera infinidad de relaciones abstractas. Sin ella, la realidad no es más que un nombre para una colección arbitraria de datos fluctuantes, como lo fue para Spinoza y Descartes, cuya res extensa demostró ser un punto de partida demasiado vago para la nueva física.

Leibniz vio que en el más pequeño fragmento de materia podemos encontrar infinidad de máquinas naturales, que poseen un número infinito de componentes y fines. A diferencia de las máquinas artificiales de Turing, ni pueden entrar en un bucle infinito y suspender su acción, en la medida en que poseen una inercia perpetua, ni prescindir por completo de la percepción, ya que está en su naturaleza el mantenerla hasta ser radicalmente destruidas, lo que sólo sucedería tras una intervención milagrosa de Dios a estos efectos. Leibniz supo que el materialismo sólo podía fundarse en el atomismo, una vez expulsadas las substancias metafísicas y las causas finales, restando sólo los elementos de la materia, que actuarían en ocasiones al azar, esto es, sin leyes eternas que los dirijan. Una concepción tal sólo puede sobrevivir en el limbo epistemológico que hace de los hechos el sujeto y el predicado en las funciones de verdad, compuestas así por simples descripciones y verificaciones (adaequatio). Los sistemas de Hume y de Darwin asumen los prejuicios de Epicuro, quien rechazó el PRS y cualquier clase de supervisión providente del destino del mundo. Darwin, más inconsistente que éste, ignora qué precede a la evolución -el origen y las características primitivas de la vida- e imagina que la selección natural puede modelar sin fin ni propósito una realidad finita, siendo la única razón del cambio estable en la misma. Con todo, Darwin acepta que natura non facit saltum, al tiempo que ofrece múltiples experiencias que prueban la solvencia del PRS. Esto nos muestra hasta qué punto el PRS puede ser filosóficamente cuestionado, mas no es posible ignorarlo mientras se hace ciencia. Epicuro puede intentar explicar el problema del mal en el universo, pero se ve impotente cuando se le pide que ilustre la declinación de los átomos en el vacío.

El PRS, sentará Leibniz, puede resolver problemas físicos y teológicos, dado que el movimiento no es matemáticamente deducible (no hay diferencias materiales entre un universo inmóvil y otro cambiante), y en consecuencia la mera realidad, desprovista de un principio de acción, no nos permite concluir nada a priori o more geometrico sobre sí misma. Este impetus reside en el mismo núcleo de todo estado de cosas ordenado, yendo más allá de cualquier límite particular que podamos imaginarnos, implicando al universo al completo. Por este motivo nadie puede efectuar un juicio moral sobre el universo a no ser que conozca todas sus razones. Aun así, Leibniz es lo bastante osado como para permitirse afirmar que éste es el mejor de los mundos posibles. Para probarlo, debería demostrarse que un mundo donde rija el PRS es moralmente preferible a cualquier otro que lo excluya, lo que podría hacerse como sigue:

1) Todo existe por una razón (según el axioma: ex nihilo nihil fit).

2) Todo lo que existe tiene más razones para existir que para no existir (según 1).

3) No hay diferencia alguna entre existir y seguir existiendo. Ergo, cuantas más razones se necesiten para existir, más se precisarán para continuar existiendo. E converso, cuantas menos razones se necesiten para existir, menos harán falta para seguir existiendo.

4) Los estados de cosas ordenados, siendo racionales en sí, necesitan menos razones externas para seguir existiendo (según 3).

5) Existir es mejor que no existir.

6) Los estados de cosas ordenados tienen más razones para existir (según 2) y para seguir existiendo (según 4) que los desordenados y, por tanto, un mundo regido por el PRS es el mejor de todos los mundos posibles (según 5).

Luego, aun siendo contingente para Dios el crear un mundo según el PRS, esto es, siendo Dios libre para crearlo o no -pues no hay nada en el PRS que lo convierta en un principio necesario, como el principio de no contradicción-, no debe sin embargo crear otro mundo que uno por completo racional. En breve, no hay razón para que Dios desprecie la razón. Leibniz infiere que el mejor de todos los dioses posibles (y el único, en base al monoteísmo) debe crear el mejor de los mundos posibles; un mundo donde nada suceda por azar, comprendiendo el mayor número de fenómenos en el menor número de principios, y que no puede ser mejor porque no puede ser más racional. De esta manera, toda queja contra el universo existente incurrirá en la irracionalidad y carecerá de toda consistencia, estando apoyado por meras apariencias y prejuicios.

Leibniz estaba tan seguro de la eficacia del PRS que pudo afirmar de antemano que no podían hallarse dos hojas exactamente iguales en ningún árbol. Pues, si fueran idénticas, no habría razón alguna para que estuvieran en un lugar distinto en lugar de ser una y la misma hoja (el espacio es relativo e ideal, no una característica de la materia, sino lo caracterizado por ella). Debe haber, pues, alguna razón para que se encuentren separadas; una razón investigable por los sentidos, que señale a cada hoja con un signo concerniente a su origen separado. Esto lo condujo a postular la infinita ductilidad y divisibilidad de la materia. Vivimos en un mundo sin límites espaciales interiores: hay un universo en cada gota de agua, con una infinidad de animales en él, y todavía infinitos otros universos en el interior de estos seres microscópicos. Si nuestro mundo no fuera infinitamente complejo, sería infinitamente recurrente, a no ser que fuese finito en el tiempo. Pues en un universo eterno compuesto por átomos no es posible responder por qué determinado acontecimiento sucedió en un momento particular y no más temprano o más tarde, ya que en la ilimitada extensión de tiempo se daría una probabilidad infinita para que sucediera indiferentemente en cualquier instante. El tiempo dejaría de ser una línea recta y, en vez de ello, procedería en círculos, repitiéndose in aeternum la misma serie de eventos.

Leibniz mostró que un mundo concebido sin el PRS operando en él sería demasiado imperfecto, más un objeto de la imaginación que un objeto de la ciencia. Por otro lado, un mundo regido por el PRS no puede ser descifrado por el solo examen de la materia. Siendo contingente, necesita una razón otra que él mismo para explicar por qué éste universo y no otro ingresó finalmente en la existencia. Y, dado que es infinitamente complicado, necesita una infinidad de razones primitivas para no quedar diluido en un océano de fenómenos sin comienzo, dirección ni fin. La razón primera de la que hablamos es Dios; el resto son las mónadas, "pequeños dioses" o almas (si bien no tan completas como las almas humanas), las cuales desafían la explicación mecánica del universo, actuando como conatus o fuerzas que determinan a la materia a organizarse en torno a múltiples centros metafísicos o entelequias.

Los auténticos seres no crecen como los cristales, por acumulación de materia, sino siguiendo un proceso de desarrollo según su identidad y sus fines como miembros de una especie. Son individuos, no meros agregados o nubes de fenómenos. Sin embargo, no se da un estado de perfección definitiva en ningún ser, ya que los límites de su especie pueden ser constantemente superados. No hay tampoco una completa aniquilación de los mismos. Todo lo que va a ser ya ha sido, y nada cuanto existe puede dejar de existir sin violar el PRS.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Universo mundo, universo inmundo




Complejidad no implica orden, siendo sólo éste índice de perfección. Varias melodías superpuestas no aumentan su respectiva belleza: antes bien la disminuyen, si no hay entre ellas una relación armónica; y una novela no es más interesante, sino más prolija, cuando crece en extensión sin que el autor haya sabido trabar correctamente sus partes.

Por perfección entiendo una cualidad positiva, y el desorden -la mera acumulación de fenómenos- no lo es, si es que el orden significa algo para nosotros. Un agregado o bien tiene un nexo de unión para todas sus partes y se lo llama CUERPO, o bien es un flatus voci, un objeto de la IMAGINACIÓN sin otras relaciones internas que las que caprichosamente queramos atribuirle.

En un universo donde o bien se dieran excepciones a la ley de la causalidad, o bien todo tomase una configuración indiferente a principios uniformes y estables, no habría objetivamente nada que admirar por vasto que el campo de observación fuera. Sería a pesar de todo un ámbito incorporal e imaginario, ya estuviese constituido de materia y lo percibiésemos por nuestros sentidos. Sin embargo, Leibniz sostuvo que no se daba en este mundo caso tan singular que no pudiera ubicarse en una ley más amplia, en tanto que, por el Principio de razón suficiente, nada absurdo sucede.

Confieso que no alcanzo a comprender el planteamiento de Kolmogorov. Si no hay códigos imposibles de descifrar, por la misma definición de código, entonces tampoco hay fenómenos verdaderamente aleatorios. Luego, la diferencia en la complejidad sería de grado y, por ende, relativa a la inteligencia del descifrador. De donde se sigue que para una mente infinita todo lo ordenado es igual de sencillo.