Cuando consideramos que la naturaleza del triángulo está contenida, como una verdad eterna, en la naturaleza divina desde la eternidad, decimos que Dios tiene la idea del triángulo o que entiende la naturaleza del triángulo. Pero, cuando observamos, después, que la naturaleza del triángulo está contenida en la naturaleza divina, no en virtud de la necesidad de la esencia y de la naturaleza del triángulo, sino tan sólo en virtud de la naturaleza de Dios; aún más, que la necesidad de la esencia y de las propiedades del triángulo, incluso en cuanto son concebidas como verdades eternas, dependen únicamente de la necesidad de la naturaleza y del entendimiento divinos, y no de la naturaleza del triángulo, llamamos voluntad o decreto de Dios lo mismo que antes habíamos llamado entendimiento divino. Por consiguiente, respecto a Dios, afirmamos una y la misma cosa, cuando decimos que Dios ha decretado y querido desde la eternidad que los trés ángulos de un triángulo sean iguales a dos rectos o que Dios entendió justamente eso.
De donde se sigue que las afirmaciones y negaciones de Dios implican siempre una necesidad o una verdad eterna. Y así, por ejemplo, si Dios dijo a Adán que él no quería que comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal, sería contradictorio que Adán pudiera comer de dicho árbol y sería, por tanto, imposible que Adán comiera de él; puesto que aquel decreto debería llevar consigo una necesidad y una verdad eterna. Pero, como la Escritura cuenta que Dios le dio ese precepto a Adán y que no obstante, Adán comió del árbol, es necesario afirmar que Dios tan sólo reveló a Adán el mal que necesariamente había de sobrevenirle, si comía de aquel árbol; pero no le reveló que era necesario que dicho mal le sobreviniere. De ahí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden a la que sigue cierto beneficio o perjuicio, no por una necesidad inherente a la naturaleza misma de la acción realizada, sino por la simple voluntad y el mandato absoluto de un príncipe. Por tanto, sólo respecto a Adán y por su defecto de conocimiento, revistió aquella revelación el carácter de una ley y apareció Dios como un legislador o un príncipe. Y por este mismo motivo, a saber, por defecto de conocimiento, el Decálogo fue una ley solamente para los hebreos; ya que, como no habían conocido la existencia de Dios como una verdad eterna, no podían menos de percibir como una ley lo que se les revelaba en el decálogo, a saber, que Dios existe y que sólo él debe ser adorado. En cambio, si Dios les hubiera hablado inmediatamente, sin emplear ningún medio corpóreo, lo hubieran percibido, no ya como una ley, sino como una verdad eterna.
(...)
Recorramos las páginas sagradas a fin de comprobar qué nos enseñan acerca de la luz natural y de esta ley divina. Lo primero que encontramos es justamente la historia del primer hombre, en la que se nos cuenta que Dios prohibió a Adán comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Esto parece significar que Dios mandó a Adán que hiciera el bien y lo buscara en cuanto bien y no en cuanto es contrario al mal; es decir, que buscara el bien por amor del bien y no por temor del mal. Ya que, como hemos indicado, quien obra el bien porque conoce exactamente el bien y lo ama, obra libremente y con ánimo constante; quien obra, en cambio, por temor del mal, actúa forzado por el mal y obra servilmente y vive bajo las órdenes de otro. Por eso, este simple mandato de Dios a Adán comprende toda la ley divina natural y está totalmente acorde con el dictamen de la luz natural; no sería, pues, difícil explicar toda esta historia o parábola del primer hombre a partir del principio anterior. Pero prefiero dejarlo, porque, por un lado, no puedo estar absolutamente seguro de si mi explicación concuerda con la mente del escritor; y porque, por otro, hay muchos que no conceden que esta historia sea una parábola, sino que afirman abiertamente que es una simple narración.
Spinoza
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