Confucio dejó escrito que la responsabilidad del arquero en su tiro es absoluta. Todo depende de él: el grado de inclinación del cuerpo, la dirección, la tensión, la forma y el peso de la flecha; incluso la fuerza y sentido del viento son factores que el buen tirador debe tener en cuenta.
Así, la puntería no es más que el nivel de consciencia óptimo sobre los medios y los fines. La primera sensación al errar un disparo es el arrepentimiento, la necesidad compulsiva de probar de nuevo. Algo nos dice que quisimos fallar cuando, sin embargo, no queríamos fallar. Hubo un momento en el que parpadeamos y nos desentendimos del objetivo que nos habíamos propuesto, quedando escindidos entre el antes y el después de nuestro yerro. El desmayo súbito y silencioso de nuestras facultades -no atribuible a ninguna pasión determinada- se identifica con el pecado original.
¿A quién dar la culpa? Nuestra voluntad era la de acertar, y a tal fin orientamos los medios. ¿Acaso hay una segunda voluntad agazapada en nosotros e ignota como la Antitierra de los pitagóricos? No deben multiplicarse sin razón los entes. Es entonces extraño a la voluntad y a la inteligencia lo que nos empuja a desviarnos, aunque forzosamente cuente con su concurso. Extraño a nuestra naturaleza animal y racional, lo que no significa que sea extraño a nosotros, pues nadie más obra.
Por tanto, tú que te equivocas y te lamentas, conociendo tus debilidades, el alcance de tu acción y el sentido oculto de tus intenciones, no tienes excusa.
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