viernes, 29 de octubre de 2010

Verdad y autoridad: El caso Galileo


No hay que ocultar que hubo razones de orden moral y político en la condena del heliocentrismo. Toda sociedad tiene un límite de tolerancia para las doctrinas que la cuestionan, y la convulsa Europa a caballo entre los siglos XVI y XVII no fue distinta en esto. Hoy muchos no admitirían que un científico intentase demostrar la inferioridad de una raza, ni es en general tolerada la menor disensión que cuestione la igualdad moral de hombres y mujeres -tanto menos la jurídica. ¿Es por amor a la verdad que se toma partido de esta manera, o es por amor al orden?

Sin embargo, hoy no entendemos fácilmente que la Iglesia se inmiscuyera en un ámbito que debería haberle resultado ajeno, o arriesgado al menos, a juzgar por su propia naturaleza. Se comprende mejor si se considera que por aquel entonces la ciencia no contaba con un aparato institucional que la resguardase, garantizando su independencia. En este sentido fue hasta cierto punto obligado, dado el vacío de poder académico, que Roma tomara cartas en el asunto.

Además, la teología conlleva una visión integral del mundo, sin constreñirse en consecuencia al ámbito espiritual. El teísmo no es necesariamente refractario a las doctrinas materialistas. Campanella, teísta y defensor de Galileo, fue discípulo de Telesio, un sensualista (ver a este respecto la "Philosophia sensibus demonstrata" del primero). El teólogo y el naturalista -aunados en ocasiones en una sola persona- podían confrontar sus pareceres en busca de una razón común, o refutarse el uno al otro. La escisión dramática de estas dos figuras es sólo un capítulo histórico que, pese a sus múltiples pormenores, muchos quieren elevar a paradigma.




El cardenal Bellarmino sostuvo equivocadamente que, aunque una teoría salve las apariencias en física, debe desestimarse hasta que no esté probada en todos sus extremos, si es que en su enunciación pone en peligro algo de lo contenido en la verdad revelada. No es ésta una actitud anticientífica, sino premoderna. El filósofo renacentista creía que había tanto logos divino en la Biblia, la Palabra de Dios hecha lenguaje humano, como en el llamado Libro de la Naturaleza, el mundo experimentable, esto es, su Palabra hecha realidad fenoménica. Sin embargo, se creía también -y con buen fundamento en base a estas premisas- que, siendo la Palabra revelada más accesible a nuestra débil razón que la Palabra cosificada, aquélla debía tener preferencia en caso de duda. Se trataba de una cuestión de jerarquía gnoseológica y no, pues, de simple y cerril fanatismo y negación de la realidad misma.

En el caso de Bellarmino, que por lo demás nunca fue un literalista, se empleó la autoridad de la Biblia para defender la de Aristóteles, pues Aristóteles significaba también el Aquinate y varios siglos de escolástica. Despojarlo de su prestigio conllevaba admitir que la Iglesia se había fiado de un mal guía, capaz de equivocarse en lo pequeño (la realidad física) y, por ende, también en lo grande (su fundamento metafísico). No era sólo salvar un versículo bíblico, cosa sencilla apelando a la forma de hablar según las apariencias, o al lenguaje condescendiente empleado por Dios para con su pueblo. Ante todo, se trataba de salvar una doctrina y la seguridad moral que derivaba de un tal magisterio. A raíz de la consolidación del copernicanismo, el teísmo católico fue abandonando de forma progresiva su sumisión a Aristóteles. Sin embargo, obligarlo a que lo hiciera de un día para otro era una pretensión que se estimó imprudente e incompatible con la dignidad de la Iglesia, que ya afrontaba grandes turbulencias y profundas reformas a causa del cisma protestante. Podemos conjeturar que en una situación menos comprometida las reacciones habrían estado mejor dispuestas a la moderación, llegándose a alguna solución de compromiso. De ahí que sea injusto universalizar las relaciones entre ciencia y religión a partir de estos sucesos.

Bellarmino mantuvo la actitud de un literalista durante el proceso contra Galileo (no así, insisto, en sus obras espirituales), pero entendiendo este término en la acepción matizada que he dado y que no es en absoluto invención mía, sino que constituye un lugar común en la hermenéutica del Renacimiento. Concedo por igual que el inquisidor esgrimió dogmáticamente la autoridad de los Padres, cuando éstos jamás discutieron de forma extensa y adecuada cuestiones astronómicas, cosa que reprochó con razón Galileo. Con todo, podemos sentar que, al menos formulariamente, estuvo dispuesto a replantearse su opinión si se le ofrecían pruebas incontronvertibles, hecho éste que lo excluye del fideísmo que suele atribuírsele. Fue, por consiguiente, un conservador que se equivocó en cuestiones que no eran de su plena competencia, y con él todo el Santo Oficio, la plana mayor del aristotelismo y buena parte de los eclesiásticos. Ahora bien, un error tan amplia y transversalmente compartido no puede tener una sola causa.

Vuelvo, pues, a Campanella, que en su defensa de Galileo aduce pasajes bíblicos, y a quien cabe llamar no obstante materialista o sensualista, aunque en un grado menor que el doctor paduano Cesare Cremonini, adalid del sistema geocéntrico, el cual tuvo justificada reputación de ateo y de libertino. La Biblia, en general, se contemplaba como autoridad tanto por copernicanos como por anticopernicanos. Salvo que dudemos de la sinceridad de sus palabras, Galileo nunca creyó contradecirla, si bien sí contradijo la comentada hermenéutica por la que se prefería lo directamente inteligible -el texto sagrado- a lo experimentable y conjeturable. No se trata, entonces, de una imposición de Roma en aras de la ortodoxia, sino de una convención aceptada a lo largo y ancho de toda la Cristiandad por razones filosóficas, la cual es armónica en el catolicismo (fe y razón no se oponen) y conflictiva en el averroísmo (teoría de la doble verdad). Fue necesaria la fundación de una ciencia nueva, cuyos cimientos están en Galileo, para alejar de la Biblia toda especulación naturalista, ni siquiera como piedra de toque, declarándosela desde entonces inhábil a estos efectos.

Visto así, se trata más de una evolución coherente, aunque lenta, que de una confrontación radical con vencedores y vencidos, racionales e irracionales. La Iglesia pasa de argumentar principalmente con la Biblia (patrística) a hacerlo principalmente con la razón (escolástica); y de observar la concordancia de ambos "Libros" -natural y sobrenatural- a reservar a cada uno de ellos un propósito distinto, y no obstante complementario. Hoy la Iglesia sostiene que la Biblia es, bajo el magisterio, cierta e inerrante en su doctrina moral, en su teología y en su metafísica, pero no en otras cuestiones excusables por nuestra ignorancia -que podría no entenderlas aunque le fueran reveladas- y por su nula transcendencia pastoral. Se afirma al mismo tiempo que nada de lo que la física o cualquier otra disciplina científica postulen puede entrar verdaderamente en contradicción con los presupuestos filosóficos de la Biblia definidos por el catolicismo. En breve: se mantiene la dualidad y se respeta la especialidad. Este equilibrio no se lo debemos ni al ateísmo ni al secularismo reduccionistas. Tampoco al gran florentino que el ateísmo ha pretendido interesadamente convertir en mártir.

Galileo fue a Roma, a pesar del peligro que asumía, porque los científicos del Colegio Romano eran tenidos por los mejores de su tiempo y las máximas autoridades en el campo que Galileo aspiraba a revolucionar. No fue a rendir pleitesía al Papa, ni a humillarse ante oscurantistas de caricatura, sino a departir sobre sus nuevos descubrimientos con los príncipes de la Iglesia, que lo recibieron con toda pompa y entre los vítores del pueblo.




Respecto a Cremonini, es cierto que era amigo de Galileo, como lo era el Papa, que no obstante lo condenó a retractarse. No es inverosímil, pues, que coadyuvase con su gran influencia académica al éxito de la primera interdicción. Le iba en ello la cátedra, ya que si Aristóteles erró, Cremonini devenía maestro de falsedades. Años antes había escrito en una obrita manifiestamente antigalileana que "los matemáticos" no estaban en situación de afirmar con certeza nada sobre aquello que sus sentidos no podían asegurar. Esto es exactamente lo que Bellarmino no se cansó de repetir en la instrucción del caso que desembocó en la censura de las tesis copernicanas (no en la condena de Galileo, que fue posterior a la muerte del cardenal y del peripatético). Así, tenemos una total coincidencia de pareceres entre un reputado filósofo materialista, ferviente partidario de la separación de la filosofía y la teología, y un inquisidor aquejado de excesivo celo literalista y supuestamente ignorante, lo que no ha de dejar de asombrar a quienes ven en la religión el origen de todas las calamidades morales e intelectuales del género humano.

Con gran aplomo, Cremonini prosigue: "Si estuviéramos cercanos a la estrella, no habría dificultad, pero puesto que el entendimiento queda perplejo ante semejantes distancias, sabed, matemáticos, que no partís de los sentidos más de lo que los filósofos lo hacemos". En fin, la famosa anécdota según la cual se negó a mirar por el telescopio es una de las varias leyendas que ha forjado el caso Galileo, en las que indefectiblemente éste aparece como un héroe impertérrito rodeado de siniestros zotes. Cremonini sí observó la superficie lunar por el telescopio, tras lo cual afirmó sentirse abrumado y no poder llegar a conclusión alguna por no saber cómo interpretar aquellos datos ("quel mirare per quegli occhiali m'imbalordiscon la testa: basta, non ne voglio saper altro."), lo que no equivale a rechazarlos y sí a suspender el juicio. Muy probablemente otro tanto sucedió con Giulio Libri, pese a los sarcasmos de Galileo tras su muerte ("ya que nunca quiso verlo desde la tierra, quizá lo vea de camino al cielo").

Cremonini, no menos que Bellarmino, defendía el statu quo de la ciencia vigente y que, pese a sus carencias explicativas bajo el sistema de Brahe, se tenía por suficientemente sólida. Ambos eran muy inferiores en conocimientos matemáticos al especialista Galileo, pero ¿acaso no fue tras la aceptación paulatina de las conclusiones del Diálogo, y no antes, cuando la intelectualidad europea, con Descartes y Leibniz a la cabeza, aceptó que el mundo pudiera estar regido por una "mathesis universalis"? Ergo, Cremonini y Bellarmino, hombres de su tiempo, debieron apreciar en esa cosmovisión matematizante, de platónicos resabios, la hipótesis "ad hoc" que Galileo debía demostrar más allá de las propias matemáticas. Que los guiaran propósitos distintos -la defensa de Aristóteles y la salvaguarda de la Biblia, respectivamente- no convierte al último en más fanático u obstinado que el primero. Y, en suma, no hay que olvidar que Bellarmino actuaba en buena medida como político (aunque se trate de la policía del alma) y no sólo como sabio. Habiendo sido instructor del proceso de Bruno, conocía el potencial herético de la tesis heliocéntrica, sin duda más de lo que la Iglesia podía tolerar en un tiempo de cismas y rebeliones. Este atenuante no sirve para Cremonini, que obró en todo momento como filósofo materialista y por la sola autoridad de Aristóteles, sin importarle lo más mínimo las consideraciones de orden público.

Supongamos que Bellarmino hubiera defendido la verdad y Galileo estuviese equivocado. ¿Tendría entonces derecho a censurarlo públicamente, obligándolo a retractarse? Toda persona cabal debe responder de un modo afirmativo, a no ser que se quiera trasladar el relativismo al ámbito científico. Por tanto, la cuestión no es si Bellarmino usó o no medios coactivos para su propósito, sino si tuvo razón en ello. Puesto que no la tuvo, hay que examinar a su vez si tenía derecho a equivocarse o si, por el contrario, erró a sabiendas y con mala fe. Creo haber demostrado que la opinión de Bellarmino respecto a la autoridad de la Biblia y de la física aristotélica estaba lo bastante extendida como para no hacerse acreedor al deshonroso título de fanático o fundamentalista. Pues, al cabo, cuanto más irracional sea Bellarmino, más trivial es Galileo. La grandeza de este último consiste en haber descubierto lo que la mayoría no podía entender ni asimilar, en parte por los nuevos datos desconocidos hasta la fecha (el más importante: la enorme distancia que nos separa de las estrellas fijas), y en parte porque con el descubrimiento iba parejo un nuevo método de investigación. Resulta irónico que quienes menos creen en la infalibilidad de la Iglesia, siquiera en materia de fe, se la exijan precisamente en la tesitura de una revolución científica.

Así, la Iglesia, que ya antes había patrocinado el heliocentrismo, supo rectificar a medida que las pruebas en favor de esta teoría devinieron incontestables, aunque tuviera que pasar cerca de un siglo hasta que el Papa Benedicto XIV excluyó la obra galileana del Index. Galileo sufrió, mutatis mutandi, algo parecido a Pedro Abelardo: fue condenado al ostracismo por la novedad que representaba, y en parte por su gran arrogancia defendiéndola, aun cuando la Iglesia adoptó sus posicionamientos en el siglo siguiente, a saber, el heliocentrismo y la no cientificidad de la Biblia tocante a Galileo; respecto a Abelardo, la confrontación sistemática de la autoridad con la razón.

jueves, 28 de octubre de 2010

Exotismos


En la apologética atea no sólo hay una urgencia en matar al padre, sino que ante todo la hay en encontrarlo. Robredo ha creído hallarlo en una semidesconocida secta india de modo similar a cómo Bayle, en el artículo "Spinoza" de su Diccionario histórico y crítico, lo divisaba en una no menos pintoresca escuela china, la de los adoradores del vacío discípulos de Xe Kia. Sin duda hay que ir a buscar lejos lo que difícilmente se encuentra en casa.

Por otro lado, afirmar que el "sofocado racionalismo del siglo XIII podría considerarse nada menos que un anticipo de la crítica de los dogmas religiosos típica del siglo XVIII francés" equivale a identificar teología y racionalismo, muy a pesar del propósito denigratorio del recuento de "perseguidos" que hace Robredo. No obstante, es arbitrario tomar el siglo XIII como referente, cuando con mucha más razón están el XI de Pedro Abelardo y San Anselmo o el XII de Santo Tomás.

En fin, no podía faltar en el convite historicista el eterno mártir:

Que Galileo no es una "anécdota" (ni su ciencia ni su proceso lo son) lo prueba claramente no sólo la fantástica trascendencia que ha tenido el caso desde entonces, sino la cantidad de atención que ha atraído dentro de la propia iglesia, y de los propios apologista, incluyendo algún "homenaje" (que no rehabilitación) recientes.

En realidad la anécdota no es Galileo, gran figura a la que mal puede reivindicar el ateísmo en su favor, y a la que atacaron eclesiásticos y materialistas por igual, aristotélicos todos. Lo son Charvaca, los ignotos seguidores de Epicuro y los académicos del siglo V, puras potencialidades frente a la actualidad evaluable de dos milenios de civilización cristiana.

domingo, 24 de octubre de 2010

Sobre el fideísmo


La mayoría de cristianos no cree en Cristo de manera distinta a cómo los turcos creen en Mahoma (...) Quien confía la salud al médico de su ciudad, porque es el médico de su ciudad, y no porque lo tenga por buen médico, tanto mejor si esto le resulta, pero es a la suerte y no a la sabiduría a quien deberá dar gracias. Si hubiera sido un mal médico, nuestro enfermo habría perecido por la misma credulidad que lo curó.


Castellion

sábado, 23 de octubre de 2010

Epicurus confutatus




El ateísmo ha contemplado desde Epicuro el problema del mal como la más formidable objeción a la fe en un Dios providente y benevolente en función de nuestros estándares morales. Así, se arguye que la sola muerte de inocentes, que no es excepcional sino estadísticamente constante, prueba mejor la providencia de un mal Dios, o su desinterés, que el cuidado y protección que un Dios bueno debería prestar a la especie humana.

Ahora bien, lo primero que habría de desacreditar a Dios, según este razonamiento, no es que el hombre muera de uno u otro modo, sino el hecho mismo de que sea mortal, ya que indefectiblemente hay entre todos los hombres un gran número de inocentes. Luego, el ateo está obligado a postular a contrario que sólo un Dios creador de criaturas inmortales es moralmente irreprochable, avalando con ello que no hay moral perfecta salvo que presupongamos la inmortalidad. Llegado a este punto viene el ateo a respaldar, por confesión propia, la necesidad ética de la creencia en la inmortalidad del alma.

Por lo demás se contesta a la objeción como sigue. Puede entenderse el mal en dos sentidos: como el acto perfectamente dirigido a un fin imperfecto, o como el acto imperfectamente dirigido a un fin perfecto. En el primer sentido decimos que el criminal es malo porque obra mal, aunque lo haga perfectamente bien según las reglas del crimen, esto es, según la pericia que se espera de sus artífices. En el segundo sentido decimos que el santo es bueno a pesar de sus debilidades y tentaciones, que siendo un demérito en sí mismas constituyen no obstante la condición necesaria para alcanzar merecimiento. Pues bien, el mundo sólo es malo en el segundo de los sentidos, es decir, por el hecho de perseguir fines perfectos por medios muy defectuosos, pero que son por lo demás los únicos que pueden coadyuvar a una tan gran perfección final.

Un universo en el que no cupiera el mal debería ser ajeno al cambio y al movimiento, ya que toda alteración de los cuerpos delata una carencia en ellos. Sería también extraño a la multiplicidad, y no pudiendo dar lugar a fenómenos (ya que no se da lo fenoménico sin lo plural), resultaría un puro noúmeno accesible sólo al pensamiento puro. En suma, sería un universo inmaterial e indivisible, semejante a su hacedor, en el que Dios gozaría contemplándose, aunque sin posteridad ni fruto; un universo, pues, muy superior en perfección al que conocemos, pero incomparablemente inferior en lo que se refiere a sus fines.

Hasta aquí lo relativo al mal metafísico. Paralelamente, el mal moral surge, como es sabido, gracias a la libertad. Pero no es la libertad la que inclina a la mala elección, sino la que la permite. El sentirse atraído por lo malo antes que por lo bueno es un error del entendimiento en primer lugar (culpa), y una delectación en el error en segundo lugar (dolo).

Edipo, por desconocer la verdadera identidad de su madre, se deshonra desposándola. Sin embargo, Ixión insulta a los dioses a sabiendas. El crimen del primero es la ceguera, y el del segundo la obstinación. De uno puede decirse que es enemigo de sí mismo, al tiempo que del otro se sostiene que es enemigo de todos; uno no conoce y el otro no ama; uno se aproxima a las bestias, el otro a los demonios. En el hombre se mezclan ambas desviaciones, pues nace débil e ignorante primero, y crece vicioso y rebelde después. El origen del mal es la lejanía respecto a Dios, causada por el excesivo amor propio.

Ser libre conlleva poder elegir entre un sí y un no, y entre un más y un menos. Así, cuanto más interesado está nuestro deseo en un objeto, menos repara nuestro espíritu en sí mismo y en lo que lo rodea, de modo que el interés deviene la medida del olvido y la ingratitud. Sin embargo, un hombre por completo desinteresado sería igualmente incapaz del bien y hasta de la propia autoconservación. Por tanto, la libertad no puede por sí sola encontrar el justo medio entre extraviarse en el mundo y abandonarse a la nada. Ha de conocer y desear el único bien que lo es por su propia naturaleza y de manera plena, a saber, Dios.

Por otro lado, un mundo en el que las almas sólo pudieran obrar bien privaría a éstas de todo interés y las sujetaría a Dios únicamente, lo que desposeería al mundo de sentido moral. Más aun: la propia existencia de unas tales almas sería superflua, ya que carecerían de fines propios y, por consiguiente, de auténtica individualidad.

Puede que estas razones hubieran confundido a Epicuro.

viernes, 22 de octubre de 2010

Agricultura de las almas




Si conviene vivir según la naturaleza, ¿entonces qué fin tiene enseñar la doctrina? En efecto, la propia doctrina nos informa de que la naturaleza es un maestro muy adecuado para nuestra guía, y de que los brutos, sin recibir enseñanza alguna, conocen naturalmente su deber, tal y como vemos a las golondrinas, las grullas, las abejas y las hormigas cumplir con su deber siguiendo la naturaleza, formar entre ellas una sociedad, reunirse como para deliberar y ostentar una suerte de república.

(...)

Dios y la naturaleza no hacen nada en vano. Ahora bien, si todo estuviera de natural a disposición del hombre, sin ningún recurso a su razón, no habría entonces ocasión alguna de emplear su razón ni su mano, y por tanto una y otra le habrían sido dadas vanamente por la naturaleza. Mas como la naturaleza dio con sabiduría al hombre esta razón y esta mano, quiso que hubiera circunstancias en las que tales dones pudieran mostrarse y ejercerse; y que si quizá alguna vez extendía sus dádivas sin que el hombre fuera requerido, en otras compartiera el trabajo con él y se hiciese su compañera y su ayuda, dejando a su razón y a sus manos ciertas partes a corregir o a mejorar, y ello tanto en las cosas del cuerpo como en las del alma. De donde se sigue esta diferencia entre lo que es necesario para el hombre y lo que lo es para los brutos: al primero la naturaleza no ha dado el pan y el vino, los vestidos y las casas, sino más bien el trigo y las uvas, la lana, la madera y la piedra, a fin de que produzca para su uso pan, vino, vestidos y casas, por la razón y por su mano. Además, estas mismas materias no las ha querido dar siempre al hombre sin trabajo de su parte: ni el trigo, ni la viña, ni los rebaños prosperan sin la obra y la cultura humanas; los manzanos, los perales y otros árboles no dan en verdad buenos frutos sin injertos, que es cosa del arte y no de la naturaleza. Mientras que a los animales la naturaleza los ha dotado para la subsistencia y el abrigo con inmediatez; ha concedido por adelantado y espontáneamente a la mayor parte de ellos sus moradas; y si precisaran de algo, ha dado a cada animal la habilidad que necesita para procurarse él mismo aquello de lo que carece. Si, pues, en lo tocante al cuerpo humano, no dejamos de ver cómo a la naturaleza se une la ayuda de la razón y de la mano del hombre, no es ni sorprendente ni absurdo que suceda lo mismo con el alma humana. La naturaleza ha querido, en efecto, que, así como en la tierra y en los árboles, haya también algo en el alma del hombre que deba ser cultivado con celo y corregido por la razón. Si se admite que la naturaleza es sabia en el primer caso, fuerza es reconocer que lo es también en el segundo, donde no se comporta de manera distinta. Ya que, si se dijera que el hombre debe vivir según su naturaleza, debería entenderse en el mismo sentido que si se dijera que el campesino debe cultivar su terreno según la naturaleza; ello no significaría que el campesino no debe ayudar o corregir en nada a la naturaleza (pues el acto mismo de cultivar su terreno consiste en ayudar o corregir la naturaleza), sino que debe, en todas las cosas, tener a la naturaleza por guía y por aliada. Todo lo hace, en efecto, por la fuerza de la razón, que es natural, y si por ventura hace algo contra la naturaleza (como los injertos en los árboles, que la propia naturaleza no sabría injertar), esto mismo díctaselo la razón natural, y la naturaleza enseguida se ocupa de su obra y la remata, no menos que si fuera la suya propia. Así, el árbol injertado contrariamente a la naturaleza crece acto seguido y da fruto según la naturaleza, y surge entre el injerto, que pertenece al arte, y el crecimiento, que pertenece a la naturaleza, una suerte de unión intimísima y, por decirlo así, de matrimonio. Ahora bien, afirmo que lo mismo sucede en las cosas del alma y, por tanto, sostengo que la doctrina de la justicia es una suerte de agricultura de las almas.


Sebastián Castellion

sábado, 16 de octubre de 2010

Perplejidades democráticas




La única norma esencial en una democracia es aquella que establece que el pueblo es soberano. Esto no puede entenderse en un sentido meramente jurídico -es soberano según la norma-, sino que ha de tomarse en un sentido ideológico, por el cual el pueblo es soberano según él mismo. A partir de este último sentido, toda constitución que no reconozca dicha prerrogativa viola el derecho natural, que es de carácter originario y, en cuanto tal, eterno. No siendo, pues, la soberanía derivada o graciable, se es soberano por naturaleza o por voluntad.

Si el pueblo es soberano por naturaleza, debería existir un pueblo natural y, como tal, no dependiente de unas fronteras ni de un censo establecido, esto es, de un Estado previo que lo declare como pueblo. Ahora bien, no existe ningún pueblo de esta índole, ya que todos son agregados de poblaciones en torno a un poder preexistente. Así, no dándose sociedad humana alguna en la que no sea observada sumisión frente a los que ostentan la suprema potestad, la soberanía natural sólo puede identificarse con la autoridad directa de los gobernantes, o con la de aquellos por la que los mismos obtuvieron el poder.

Si, por otro lado, el pueblo es soberano por voluntad, no lo es por naturaleza, sino por fuerza, en la medida en que la voluntad se ejerce siempre sobre algo distinto a ella. Y en tanto que la voluntad del pueblo difícilmente será unánime, la soberanía procede de la fuerza que, autodeterminándose, una parte del pueblo ejerce sobre la otra, que debe claudicar. Pero, incluso si dicha voluntad fuera unánime en virtud de un contrato, lo sería por un tiempo y no por siempre, pasado el cual debería ejercerse la fuerza para mantenerlo en vigor. Es decir, habría desde ese momento una parte del pueblo que sería soberana sin serlo por naturaleza ni por voluntad, lo que es imposible. Con todo, si se da una sola parte del pueblo a la que no pueda atribuirse la condición de soberano, no puede afirmarse que la totalidad lo es. Por tanto, el pueblo no es soberano.

viernes, 15 de octubre de 2010

Habe deine Lust an dem Herren






Habe deine Lust an dem Herren,
der wird dir geben, was dein Herz wünschet,
befiehl dem Herren deine Wege und hoffe auf ihn,
er wirds wohl machen.
Erzürne dich nicht über die Bösen,
sei nicht neidisch über die Übelthäter,
denn wie das Gras werden sie bald abgehauen,
und wie das grüne Kraut werden sie verwelken.
Hoffe auf den Herren und tue Guts,
bleib im Lande und nähre dich redlich.
Habe deine Lust an dem Herren,
der wird dir geben, was dein Herz wünschet.
Befiehl dem Herren deine Wege und hoffe auf ihn,
er wirds wohl machen.
Alleluja.

* * *

Que el Señor sea tu único deleite,
y Él colmará los deseos de tu corazón.
Confía en el Señor tus caminos y cree en Él,
y Él hará su obra.
No te exasperes a causa de los malos,
ni envidies a los que cometen injusticias,
porque pronto se secarán como el pasto
y se marchitarán como la hierba verde.
Cree en el Señor y obra bien.
Habita en la tierra y vive tranquilo.
Aleluya.

jueves, 14 de octubre de 2010

Distopías




La necesidad orwelliana de reeducar al vulgo sólo es sentida por los ideólogos de la democracia. Los talantes más conservadores se conforman con contenerlo en los límites de la sensatez y el orden, lo cual pasa por negar su soberanía y, por ende, su sabiduría y autotutela intelectual.

El demócrata cree que el pueblo ha de estar a la altura de su propio arquetipo, por lo que confiere al poder público una facultad omnímoda para reformarlo y amoldarlo según determinadas expectativas. Paradójicamente, el Estado democrático acaba descubriendo en la instrucción de los ciudadanos una facultad de control mucho mayor que la que el déspota obtenía de la ignorancia de los súbditos. Y así, el gobierno que menos debía injerirse en la vida de sus administrados es el más insolente celador de su conciencia; al tiempo que la república que más debía estar sujeta al constante escrutinio de sus miembros pende del ligero azar de cómo sea concebido el ideal de la educación por parte de la elite dirigente.

Lo que sostenía de los gobernantes el sofista Trasímaco, a saber, que sólo procuran por su interés, es más cierto en democracia que en cualquier otro régimen, ya que incluso los ideales están sujetos a definición por la potestad política, en lugar de ser ésta el medio para realizarlos. Es distópico, pues, que lo racional, que es perseguir un fin fijo con medios variables, se invierta para justificar un sistema de gobierno en el que fines variables son perseguidos con medios fijos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Turing se equivocaba




Vuelvo a un viejo tema. Que las máquinas no piensan es tan claro como que los títeres no hablan más que por boca del ventrílocuo. Sin la existencia previa de una inteligencia biológica, de la que aquéllas resultan imitación y eco, jamás tendríamos ejemplo de la llamada inteligencia artificial, que es en realidad una pseudointeligencia que toma el nombre de su modelo por burda analogía. Muéstrese una sola máquina en cuya historia no quepa rastrear intervención humana de ninguna clase y reconoceremos que sólo a ellas deben imputarse sus acciones, de modo semejante a como admitiríamos que goza de autonomía una sombra a la que observásemos moverse sin cuerpo.

La máquina no hace nada de lo que falsamente le imputamos, porque la máquina no es nadie. Represéntate una cadena de montaje: ¿Dónde empieza y dónde termina el robot? ¿Hay verdaderos individuos robóticos o más bien cabe hablar de un individuo global? No tenemos una respuesta cierta: depende del observador. Luego no se da un auténtico sujeto, sino uno imaginario. Sin embargo, es de todo punto indubitable que esta máquina es instrumento del obrar racional del hombre, que en determinado momento inició el proceso de programación que ha desembocado en computaciones tan complejas como se quiera, pero que resultan humanas al cabo, como lo sería el obrar del títere accionado por una sucesión de títeres hasta llegar a la mano del titiritero.

Por el contrario, el cuerpo humano es una máquina cuyo fin primario es sobrevivir, para lo cual se esfuerza aun en contra de nuestra voluntad. A partir de este conato solidario observable en todas las partes de nuestro organismo, incluso en las microscópicas, definimos una estructura biológica y la diferenciamos de sus competidoras. Ahora bien, el fin primario de una máquina no suele ser sobrevivir, sino realizar tareas útiles. Y aunque lo fuera, lo sería por designio accidental de los hombres, no de manera inherente a su constitución. Por tanto, en la medida en que su fin y su individualidad dependen de nuestro capricho, no son verdaderos individuos, pues por lo expuesto sólo pueden serlo los individuos naturales.

De una planta se puede decir con propiedad que crece y no que se multiplica, ya que por más que se replique en sus partes la identificamos como unidad vital y no sólo como unidad funcional. Es decir, podemos trazar una línea de continuidad desde el último desarrollo de la misma hasta su primer brote de vida, en cuya virtud estuvo el fin propio de sobrevivir y reproducirse; propio, digo, en tanto que no le fue extrínsecamente impuesto. En cambio, en la máquina el impulso de perpetuar la vida no existe, porque no hay en ella vida, la cual implica un origen absoluto e indivisible, sino una reunión accidental de partes, lo que conlleva una subordinación absoluta al agente.

Hay muchísimas dificultades que oponer a la proposición “La materia piensa”, y ninguna prueba a su favor más que las triviales y obvias relaciones del cerebro y la actividad psíquica, sobradamente conocidas desde hace siglos. El cuerpo es condición necesaria y no suficiente del pensamiento, así como a cualquier acción finita se le presupone una pasión que la concrete y la circunscriba. Con todo, de la correlación no se sigue la identificación, salvo que se incurra en petición de principio o se apele arbitrariamente a la navaja de Ockham. Ésta sirve para eliminar hipótesis superfluas y no para resolver dilemas racionales. Ahora bien, lo inmaterial nada tiene de superfluo si nos ayuda a explicar un estado de hecho y a atajar la sucesión infinita de causas que explican el movimiento. Luego, si algún uso cabe hacer del principio de razón suficiente es en favor del teísmo (“entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem… ergo ita sunt multiplicanda propter necessitatem”).

Lo inmanente y lo abstracto


Este principio de la incomunicabilidad de las ideas materiales unas con otras nos da lugar a añadir que es indiferente que el pensamiento material se afane en reunir una pluralidad de ideas para compararlas y formar de las mismas un juicio y un raciocinio, pues ni siquiera puede comparar a un tiempo las partes de su objeto, ni ensamblarlas para obtener un objeto total.

Prueba de ello es que, puesto que el pensamiento y su objeto son ambos materiales, es preciso que las diferentes partes del objeto respondan a diferentes partes del pensamiento, del mismo modo que las distintas partes del rostro están representadas en distintas partes del espejo. Así, cada parte del pensamiento no conoce más que la parte del objeto por la que está afectada, y no puede conocer en absoluto las otras partes que no la afectan, por cuya razón no puede componer a partir de las mismas un objeto total. De manera que, viendo una parte del pensamiento el ángulo A, viendo otra parte el ángulo B, y otra el ángulo C, estos tres ángulos no pueden reunirse en un mismo pensamiento material para formar un triángulo.

(...)

Aplicando este principio al empleo de los sentidos, es sencillo demostrar que un alma material no ha de sentir la discordancia de una mala música ni la armonía de una música perfecta. Un hombre que asista a un festín acompañado por una excelente música no podrá juzgar cuál de las dos sensaciones le causa más placer, ya que ello exige una comparación de la que el alma es incapaz: la parte del alma material afectada por el placer causado por los manjares no es la parte afectada por el placer causado por la música. Cada una de estas partes se distingue de la otra como vuestra alma se distingue de la mía. Cada una de estas partes ignora qué sucede en la otra como vuestra alma ignora qué sucede en la mía.


Laurent François

jueves, 7 de octubre de 2010

Carta a un positivista a propósito de la causa primera


Estimado J.,

Supones que el universo es contingente, pues tal significa que de las propiedades matemáticas de una teoría no se sigue la existencia de lo teorizado por ella. No entiendo, entonces, por qué la hipótesis del creador no te parece forzosa, habida cuenta de que el universo indudablemente existe. Es decir, aceptado que ningún objeto se explica a sí mismo, y que las teorías no tienen poder para causar nada; aceptado también que si lo contingente existe es porque existe igualmente lo necesario, ¿qué te impide reconocer la necesidad de una causa incausada distinta de este y de cualquier otro universo?

El plano lógico y el físico han de mantenerse separados en la medida de lo posible para no dar lugar a galimatías filosóficos. Luego, no he de reconocer, puesto que siempre lo di por cierto, que necesario tiene distintas acepciones según el contexto, como por lo demás ocurre con tantas otras palabras. Eres más bien tú quien debería aplicarse esta lección y apostar por la polisemia que predicas, lo que despejaría de inmediato los falsos dilemas que te planteas.

En primer lugar, declaro que tu estipulación de lo necesario en sentido lógico me parece correcta y la comparto. Pero, como tú mismo te encargas de señalar, los usos de la palabra no se agotan ahí, aunque te quedes a medias y no expliques qué otros usos son posibles y válidos (no en vano militas en el positivismo lógico, cuyos límites no estás autorizado a superar so pena de rebasar tu propia metodología). Añado, pues, que en un sentido físico y no lógico lo necesario es lo que sólo requiere de sí mismo para ser comprendido, ya que no mantiene vínculos de subordinación con ningún otro elemento. En lógica, sin embargo, lo necesario no tiene por qué coincidir con lo autoevidente inmediato, esto es, con el principio de no contradicción, sino sólo contemplar mediatamente dicho principio, subordinándose a él en tal manera que negar la subordinación equivalga a violar el principio.

En Derecho -y lo jurídico no es más que una transposición idealizada de lo físico- hablamos de principios absolutos o fundamentales y de disposiciones derivadas de o acordes con aquellos principios, que en sí no están sometidos a censura ni escrutinio, puesto que se dan por buenos sin discusión. Tales principios no son actos de voluntad a los que se pueda imputar dolo o negligencia, ni proposiciones descriptivas de estados de hecho de cuya exactitud quepa dudar. Tampoco son tautologías, ya que de lo vacuo no se sigue ningún deber que obligue a nuestra conducta a decantarse en un sentido antes que en otro. Son, pues, absolutos semejantes a los absolutos físicos, aunque operando en el reino de los fines en lugar de en el de las causas.

Dicho esto, ¿quién se atrevería a replicar que con las nociones de lo necesario físico o de lo necesario jurídico estoy proponiendo absurdos o expresiones insólitas, ajenas por tanto a la práctica común de los hombres? Es concebible una necesidad física del mismo modo que, a contrario sensu, se concibe sin dificultad la contingencia física, entendida como el estado de dependencia o atadura de un ente con todos los demás. Escribo "con todos los demás" porque si esta dependencia se predicase de un ente respecto a unos y no respecto a otros entes, cabría afirmar que algunos entes son absolutos en cierto sentido y no absolutos en otro, lo que nos obligaría a explicar el por qué de lo absoluto en el primer caso, cuando por definición, según se ha dicho, lo absoluto es lo que no puede explicarse de forma extrínseca. Luego, si un ente está atado, no puede estar al mismo tiempo suelto, y tampoco puede estar atado a sí mismo más allá de la constatación obvia de que todo lo está (la ipseidad escolástica), ya que por el hecho de ser se es forzosamente con uno mismo.

De esta serie de razonamientos resulta claro como el sol que lo contingente o atado no puede darse sin lo necesario o suelto. Ya que, para estar algo propiamente atado, la atadura debe remitir a otra cosa a la que se sujete, a no ser que se pretenda que expresiones como "el átomo se autosubordina y se autosustenta" nos ofrecen algún dato sobre la realidad fenoménica (la única, añado, que debería interesar a un positivista). Y si lo que sujeta, a su vez, es sujetado, repitiéndose este extremo indefinidamente, la sujeción es ilusoria. Tomemos un conjunto de tres elementos al que llamaremos universo. Si A se sujeta a B, B a C y C a A, es patente que C se sujetará a B por medio de A, A a C por medio de B, y B a A por medio de C. De esta manera, todo elemento se sujeta al otro y lo sujeta, se subordina y se supraordina, es causa y efecto a la vez, lo que es posible en parte pero no en términos absolutos, excepción hecha de que se demuestre tal substancialidad y completa autonomía, lo que no ha de presuponerse. Con todo, dado que no hay más elementos que los mencionados, hay que afirmar absolutamente que en el universo que tales constituyen lo causal y lo causado son lo mismo.

En suma, si no hay causa primera o trascendente, se admitirá que la causalidad no es veraz sino fingida; y si no hay un ente cuya necesidad se dé por sentada, confesaremos que los entes llamados contingentes son en realidad causa de sí, sólo por sí mismos explicables y, por tanto, necesarios. No obstante, tú niegas la consecuencia -a saber, que el universo sea necesario-, por lo que, insisto, no acierto a adivinar cómo te zafas de estas aporías.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Del parentesco entre moral y verdad




Cuando Popilio Lena ordenó que Cicerón fuera proscrito, y que fuese hallado y ejecutado, ¿no habrían tales prendas significado para cualquiera que fuese ignorante del caso, que Tulio o bien era un hombre en extremo perverso, merecedor de la pena capital; o que había ofendido a Popilio gravemente; o bien al menos que no había salvado su vida, ni tenía bastantes razones para esperar sus favores y buenos oficios dado el caso, ni Popilio los de Tulio? Y siendo todas estas cosas falsas (1), ¿acaso su comportamiento y actos no son expresivos de lo falso, o contradicciones respecto a la verdad? Es cierto que Popilio obró como si estas cosas hubieran sido verdad, cuando no lo eran, y como si aquellas que lo eran no lo hubieran sido (en esto consiste la falta de su ingratitud); y si hubiera dicho mediante palabras que eran o no eran verdad, no habría hecho más que hablar como si así fueran las cosas. Luego, ¿por qué obrar como si fueran verdad y como si no fueran verdad, cuando son de otro modo, no debería contradecir la verdad tanto como decir que las cosas eran así, cuando no lo eran?


Wollaston

(1) Pues Cicerón sí le salvó la vida, y no lo había ofendido, etc. (Nota mía).

domingo, 3 de octubre de 2010

Llull y el cadí


 

"El cadí le dijo: "Así, si crees que la ley de Cristo es verdadera, y tienes por falsa la ley de Mahoma, aduce una razón necesaria que pruebe esto". Pues aquel cadí era conocido como versado en filosofía. Ramon respondió: "Convengamos ambos en algo común; después te daré una razón necesaria". Como esto agradó al cadí, Ramon lo interrogó diciendo: "¿Dios es perfectamente bueno?".

El cadí respondió que sí. Entonces Ramon, queriendo probar la Trinidad, comenzó a argüir de este modo: "Todo ente perfectamente bueno es tan perfecto en sí mismo que no necesita hacer ni mendigar el bien fuera de sí. Tú dices que Dios es perfectamente bueno desde siempre y para siempre. Luego no necesita mendigar ni hacer el bien fuera de sí, porque, en este caso, Dios no sería perfectamente bueno sin más. Y porque tú niegas la Santísima Trinidad, suponiendo que ésta no existiera, Dios no sería perfectamente bueno desde siempre hasta que produjo el mundo en el tiempo.

Y tú crees en la creación del mundo. Y por esto, Dios fue más perfecto cuando creó el mundo en el tiempo que antes, ya que la bondad es mejor cuando se difunde que cuando existe ociosa. Esto lo digo en cuanto a ti. Pero en cuanto a mí, digo que la bondad desde siempre es difusiva. Y esto pertenece a la razón del bien que es difusivo de sí, y así Dios Padre bueno, de su bondad engendra al Hijo bueno y de ambos es espirado el Espíritu Santo bueno".

El cadí, estupefacto por este razonamiento, no replicó ni una sola objeción, sino que mandó trasladarlo inmediatamente a la cárcel. Una multitud de sarracenos estaba fuera esperando para matarlo. Pero el cadí hizo publicar un edicto ordenando que nadie conspirara para matarlo, pues él mismo pensaba sentenciarlo a una muerte condigna".


Ramon Llull (Vida coetánea)


La libertad, el amor y el castigo




Entiendo las reservas filosóficas contra el dogma de la eternidad de las penas. Yo mismo las he compartido en algún momento, por lo que creo conveniente explicar a qué solución llegué para abandonarlas.

Desde una perspectiva humana es difícil entender que seres que gozan de albedrío, como los demonios y el resto de criaturas condenadas, se mantengan durante toda la eternidad en una obstinación que es irrazonable y que los perjudica. Además, si Dios nos profesa un amor infinito, ¿por qué no ama a los condenados del mismo modo que nos pide a nosotros que amemos al pecador?

Se responde a la primera duda del siguiente modo. La libertad puede entenderse en dos sentidos, extensivo e intensivo. La libertad en sentido extensivo es aquella que aumenta en proporción al número de posibilidades de elección contempladas por el individuo. Por el contrario, la libertad en sentido intensivo es mayor en la medida en que sus fines son perfeccionados por la actividad que les es propia. Así, un magistrado, sujeto a determinadas funciones y actos debidos según su dignidad, tiene menos libertad extensiva que un simple ciudadano, ya que deberá guardarse de ciertas actitudes en su vida pública; no obstante, su libertad intensiva es mayor, puesto que posee un poder del que el común de hombres carece. Del mismo modo, un bachiller dispone antes de elegir licenciatura de infinidad de opciones de futuro, pero conforme avanza por una de ellas decrece la probabilidad de que pueda completar las demás alternativas.

Luego, cuanto mayor es la libertad intensiva, menor es la extensiva, y viceversa. La libertad en sentido extensivo se vincula a la indeterminación y a la condición menesterosa de un ser en germen y sin atributos concretos. Ahora bien, la libertad en sentido intensivo consiste en llevar hasta las últimas consecuencias la propia naturaleza, plasmada en actos libres realizados desde un comienzo. En Dios, el ser más libre y más perfecto, sólo hay un acto posible: Él mismo, el acto puro. Análogamente, lo que una naturaleza angélica o demoniaca decida puede comprometerla para siempre, dado que la intensidad del decidir restringe la amplitud de la decisión; y hay que pensar de manera semejante para con la naturalezas resucitadas.

A la segunda duda se responde así. El amor, no menos que la libertad, puede entenderse extensiva o intensivamente. Es amor extensivo en grado máximo o infinito aquel que se despliega sobre el mayor número de criaturas en un mayor número de casos. Es intensivo en grado sumo, en cambio, el que sacia por completo la aspiración de amor en la criatura, no dejándole nada que desear. El amor intensivo, a diferencia del extensivo, no puede ser infinito, ya que se mide según la capacidad de quien lo recibe, que es siempre finita en las criaturas. Cuenta además con límites lógicos, pues no es posible amar a la vez la virtud y el vicio, esto es, una cosa y su contraria. Por ello, ni Dios puede amar a los seres viciosos en tanto que viciosos, ni éstos poseen la capacidad de recibir su amor, habida cuenta de que no lo desean. De donde se infiere que, mientras se mantengan en la maldad, las criaturas son extrañas a la gracia y al perdón de Dios. Se ama al malvado por lo que puede llegar a ser, no por lo que es. Ahora bien, si éste ya ha llegado a ser todo lo que es, pues no hay en ningún individuo finito una potencia de ser infinita, no es posible amarlo jamás.