No hay que ocultar que hubo razones de orden moral y político en la condena del heliocentrismo. Toda sociedad tiene un límite de tolerancia para las doctrinas que la cuestionan, y la convulsa Europa a caballo entre los siglos XVI y XVII no fue distinta en esto. Hoy muchos no admitirían que un científico intentase demostrar la inferioridad de una raza, ni es en general tolerada la menor disensión que cuestione la igualdad moral de hombres y mujeres -tanto menos la jurídica. ¿Es por amor a la verdad que se toma partido de esta manera, o es por amor al orden?
Sin embargo, hoy no entendemos fácilmente que la Iglesia se inmiscuyera en un ámbito que debería haberle resultado ajeno, o arriesgado al menos, a juzgar por su propia naturaleza. Se comprende mejor si se considera que por aquel entonces la ciencia no contaba con un aparato institucional que la resguardase, garantizando su independencia. En este sentido fue hasta cierto punto obligado, dado el vacío de poder académico, que Roma tomara cartas en el asunto.
Además, la teología conlleva una visión integral del mundo, sin constreñirse en consecuencia al ámbito espiritual. El teísmo no es necesariamente refractario a las doctrinas materialistas. Campanella, teísta y defensor de Galileo, fue discípulo de Telesio, un sensualista (ver a este respecto la "Philosophia sensibus demonstrata" del primero). El teólogo y el naturalista -aunados en ocasiones en una sola persona- podían confrontar sus pareceres en busca de una razón común, o refutarse el uno al otro. La escisión dramática de estas dos figuras es sólo un capítulo histórico que, pese a sus múltiples pormenores, muchos quieren elevar a paradigma.
El cardenal Bellarmino sostuvo equivocadamente que, aunque una teoría salve las apariencias en física, debe desestimarse hasta que no esté probada en todos sus extremos, si es que en su enunciación pone en peligro algo de lo contenido en la verdad revelada. No es ésta una actitud anticientífica, sino premoderna. El filósofo renacentista creía que había tanto logos divino en la Biblia, la Palabra de Dios hecha lenguaje humano, como en el llamado Libro de la Naturaleza, el mundo experimentable, esto es, su Palabra hecha realidad fenoménica. Sin embargo, se creía también -y con buen fundamento en base a estas premisas- que, siendo la Palabra revelada más accesible a nuestra débil razón que la Palabra cosificada, aquélla debía tener preferencia en caso de duda. Se trataba de una cuestión de jerarquía gnoseológica y no, pues, de simple y cerril fanatismo y negación de la realidad misma.
En el caso de Bellarmino, que por lo demás nunca fue un literalista, se empleó la autoridad de la Biblia para defender la de Aristóteles, pues Aristóteles significaba también el Aquinate y varios siglos de escolástica. Despojarlo de su prestigio conllevaba admitir que la Iglesia se había fiado de un mal guía, capaz de equivocarse en lo pequeño (la realidad física) y, por ende, también en lo grande (su fundamento metafísico). No era sólo salvar un versículo bíblico, cosa sencilla apelando a la forma de hablar según las apariencias, o al lenguaje condescendiente empleado por Dios para con su pueblo. Ante todo, se trataba de salvar una doctrina y la seguridad moral que derivaba de un tal magisterio. A raíz de la consolidación del copernicanismo, el teísmo católico fue abandonando de forma progresiva su sumisión a Aristóteles. Sin embargo, obligarlo a que lo hiciera de un día para otro era una pretensión que se estimó imprudente e incompatible con la dignidad de la Iglesia, que ya afrontaba grandes turbulencias y profundas reformas a causa del cisma protestante. Podemos conjeturar que en una situación menos comprometida las reacciones habrían estado mejor dispuestas a la moderación, llegándose a alguna solución de compromiso. De ahí que sea injusto universalizar las relaciones entre ciencia y religión a partir de estos sucesos.
Bellarmino mantuvo la actitud de un literalista durante el proceso contra Galileo (no así, insisto, en sus obras espirituales), pero entendiendo este término en la acepción matizada que he dado y que no es en absoluto invención mía, sino que constituye un lugar común en la hermenéutica del Renacimiento. Concedo por igual que el inquisidor esgrimió dogmáticamente la autoridad de los Padres, cuando éstos jamás discutieron de forma extensa y adecuada cuestiones astronómicas, cosa que reprochó con razón Galileo. Con todo, podemos sentar que, al menos formulariamente, estuvo dispuesto a replantearse su opinión si se le ofrecían pruebas incontronvertibles, hecho éste que lo excluye del fideísmo que suele atribuírsele. Fue, por consiguiente, un conservador que se equivocó en cuestiones que no eran de su plena competencia, y con él todo el Santo Oficio, la plana mayor del aristotelismo y buena parte de los eclesiásticos. Ahora bien, un error tan amplia y transversalmente compartido no puede tener una sola causa.
Vuelvo, pues, a Campanella, que en su defensa de Galileo aduce pasajes bíblicos, y a quien cabe llamar no obstante materialista o sensualista, aunque en un grado menor que el doctor paduano Cesare Cremonini, adalid del sistema geocéntrico, el cual tuvo justificada reputación de ateo y de libertino. La Biblia, en general, se contemplaba como autoridad tanto por copernicanos como por anticopernicanos. Salvo que dudemos de la sinceridad de sus palabras, Galileo nunca creyó contradecirla, si bien sí contradijo la comentada hermenéutica por la que se prefería lo directamente inteligible -el texto sagrado- a lo experimentable y conjeturable. No se trata, entonces, de una imposición de Roma en aras de la ortodoxia, sino de una convención aceptada a lo largo y ancho de toda la Cristiandad por razones filosóficas, la cual es armónica en el catolicismo (fe y razón no se oponen) y conflictiva en el averroísmo (teoría de la doble verdad). Fue necesaria la fundación de una ciencia nueva, cuyos cimientos están en Galileo, para alejar de la Biblia toda especulación naturalista, ni siquiera como piedra de toque, declarándosela desde entonces inhábil a estos efectos.
Visto así, se trata más de una evolución coherente, aunque lenta, que de una confrontación radical con vencedores y vencidos, racionales e irracionales. La Iglesia pasa de argumentar principalmente con la Biblia (patrística) a hacerlo principalmente con la razón (escolástica); y de observar la concordancia de ambos "Libros" -natural y sobrenatural- a reservar a cada uno de ellos un propósito distinto, y no obstante complementario. Hoy la Iglesia sostiene que la Biblia es, bajo el magisterio, cierta e inerrante en su doctrina moral, en su teología y en su metafísica, pero no en otras cuestiones excusables por nuestra ignorancia -que podría no entenderlas aunque le fueran reveladas- y por su nula transcendencia pastoral. Se afirma al mismo tiempo que nada de lo que la física o cualquier otra disciplina científica postulen puede entrar verdaderamente en contradicción con los presupuestos filosóficos de la Biblia definidos por el catolicismo. En breve: se mantiene la dualidad y se respeta la especialidad. Este equilibrio no se lo debemos ni al ateísmo ni al secularismo reduccionistas. Tampoco al gran florentino que el ateísmo ha pretendido interesadamente convertir en mártir.
Galileo fue a Roma, a pesar del peligro que asumía, porque los científicos del Colegio Romano eran tenidos por los mejores de su tiempo y las máximas autoridades en el campo que Galileo aspiraba a revolucionar. No fue a rendir pleitesía al Papa, ni a humillarse ante oscurantistas de caricatura, sino a departir sobre sus nuevos descubrimientos con los príncipes de la Iglesia, que lo recibieron con toda pompa y entre los vítores del pueblo.
Respecto a Cremonini, es cierto que era amigo de Galileo, como lo era el Papa, que no obstante lo condenó a retractarse. No es inverosímil, pues, que coadyuvase con su gran influencia académica al éxito de la primera interdicción. Le iba en ello la cátedra, ya que si Aristóteles erró, Cremonini devenía maestro de falsedades. Años antes había escrito en una obrita manifiestamente antigalileana que "los matemáticos" no estaban en situación de afirmar con certeza nada sobre aquello que sus sentidos no podían asegurar. Esto es exactamente lo que Bellarmino no se cansó de repetir en la instrucción del caso que desembocó en la censura de las tesis copernicanas (no en la condena de Galileo, que fue posterior a la muerte del cardenal y del peripatético). Así, tenemos una total coincidencia de pareceres entre un reputado filósofo materialista, ferviente partidario de la separación de la filosofía y la teología, y un inquisidor aquejado de excesivo celo literalista y supuestamente ignorante, lo que no ha de dejar de asombrar a quienes ven en la religión el origen de todas las calamidades morales e intelectuales del género humano.
Con gran aplomo, Cremonini prosigue: "Si estuviéramos cercanos a la estrella, no habría dificultad, pero puesto que el entendimiento queda perplejo ante semejantes distancias, sabed, matemáticos, que no partís de los sentidos más de lo que los filósofos lo hacemos". En fin, la famosa anécdota según la cual se negó a mirar por el telescopio es una de las varias leyendas que ha forjado el caso Galileo, en las que indefectiblemente éste aparece como un héroe impertérrito rodeado de siniestros zotes. Cremonini sí observó la superficie lunar por el telescopio, tras lo cual afirmó sentirse abrumado y no poder llegar a conclusión alguna por no saber cómo interpretar aquellos datos ("quel mirare per quegli occhiali m'imbalordiscon la testa: basta, non ne voglio saper altro."), lo que no equivale a rechazarlos y sí a suspender el juicio. Muy probablemente otro tanto sucedió con Giulio Libri, pese a los sarcasmos de Galileo tras su muerte ("ya que nunca quiso verlo desde la tierra, quizá lo vea de camino al cielo").
Cremonini, no menos que Bellarmino, defendía el statu quo de la ciencia vigente y que, pese a sus carencias explicativas bajo el sistema de Brahe, se tenía por suficientemente sólida. Ambos eran muy inferiores en conocimientos matemáticos al especialista Galileo, pero ¿acaso no fue tras la aceptación paulatina de las conclusiones del Diálogo, y no antes, cuando la intelectualidad europea, con Descartes y Leibniz a la cabeza, aceptó que el mundo pudiera estar regido por una "mathesis universalis"? Ergo, Cremonini y Bellarmino, hombres de su tiempo, debieron apreciar en esa cosmovisión matematizante, de platónicos resabios, la hipótesis "ad hoc" que Galileo debía demostrar más allá de las propias matemáticas. Que los guiaran propósitos distintos -la defensa de Aristóteles y la salvaguarda de la Biblia, respectivamente- no convierte al último en más fanático u obstinado que el primero. Y, en suma, no hay que olvidar que Bellarmino actuaba en buena medida como político (aunque se trate de la policía del alma) y no sólo como sabio. Habiendo sido instructor del proceso de Bruno, conocía el potencial herético de la tesis heliocéntrica, sin duda más de lo que la Iglesia podía tolerar en un tiempo de cismas y rebeliones. Este atenuante no sirve para Cremonini, que obró en todo momento como filósofo materialista y por la sola autoridad de Aristóteles, sin importarle lo más mínimo las consideraciones de orden público.
Supongamos que Bellarmino hubiera defendido la verdad y Galileo estuviese equivocado. ¿Tendría entonces derecho a censurarlo públicamente, obligándolo a retractarse? Toda persona cabal debe responder de un modo afirmativo, a no ser que se quiera trasladar el relativismo al ámbito científico. Por tanto, la cuestión no es si Bellarmino usó o no medios coactivos para su propósito, sino si tuvo razón en ello. Puesto que no la tuvo, hay que examinar a su vez si tenía derecho a equivocarse o si, por el contrario, erró a sabiendas y con mala fe. Creo haber demostrado que la opinión de Bellarmino respecto a la autoridad de la Biblia y de la física aristotélica estaba lo bastante extendida como para no hacerse acreedor al deshonroso título de fanático o fundamentalista. Pues, al cabo, cuanto más irracional sea Bellarmino, más trivial es Galileo. La grandeza de este último consiste en haber descubierto lo que la mayoría no podía entender ni asimilar, en parte por los nuevos datos desconocidos hasta la fecha (el más importante: la enorme distancia que nos separa de las estrellas fijas), y en parte porque con el descubrimiento iba parejo un nuevo método de investigación. Resulta irónico que quienes menos creen en la infalibilidad de la Iglesia, siquiera en materia de fe, se la exijan precisamente en la tesitura de una revolución científica.
Así, la Iglesia, que ya antes había patrocinado el heliocentrismo, supo rectificar a medida que las pruebas en favor de esta teoría devinieron incontestables, aunque tuviera que pasar cerca de un siglo hasta que el Papa Benedicto XIV excluyó la obra galileana del Index. Galileo sufrió, mutatis mutandi, algo parecido a Pedro Abelardo: fue condenado al ostracismo por la novedad que representaba, y en parte por su gran arrogancia defendiéndola, aun cuando la Iglesia adoptó sus posicionamientos en el siglo siguiente, a saber, el heliocentrismo y la no cientificidad de la Biblia tocante a Galileo; respecto a Abelardo, la confrontación sistemática de la autoridad con la razón.
5 comentarios:
Muy completo y sutil texto, aunque echo de menos alguna que otra fuente para contrastar. Me quedo con estas palabras:
Hoy muchos no admitirían que un científico intentase demostrar la inferioridad de una raza, ni es en general tolerada la menor disensión que cuestione la igualdad moral de hombres y mujeres -tanto menos la jurídica. ¿Es por amor a la verdad que se toma partido de esta manera, o es por amor al orden?
Me ha recordado un texto de Frithjof Schuon que aborda el asunto desde un ángulo digamos "gnóstico". Paso a reproducirlo:
Los "errores científicos" debidos a una subjetividad colectiva (por ejemplo, el del género humano que ve evolucionar el sol alrededor de la Tierra) traducen un simbolismo adecuado y, por consiguiente, unas "verdades", que no obstante son independientes de los simples hechos que las vehiculan de un modo totalmente provisional. La experiencia subjetiva, como la que acabamos de mencionar a modo de ejemplo, no tiene, con toda evidencia, nada de fortuito, pues de lo contrario no se produciría para especies enteras. Es, pues, legítimo para el hombre admitir que la Tierra es plana, puesto que lo es empíricamente; en cambio, es completamente inútil saber que es redonda, puesto que este saber no añade nada al simbolismo de las apariencias, sino que lo destruye inútilmente para sustituirlo por otro que, por su parte, no puede expresar otra cosa que las mismas verdades (o verdades análogas) al tiempo que presenta el inconveniente de ser contrario a la experiencia humanada inmediata y general. El conocimiento de los hechos por sí mismos no tiene ningún valor fuera de las aplicaciones prácticas de un interés siempre limitado; dicho de otro modo, o bien uno se sitúa en la Verdad absoluta, y entonces los hechos ya no son nada, o bien se sitúa en el terreno de los hechos, y entonces se está de todos modos en la ignorancia.
Te agradezco la valoración. Que yo sea consciente, sólo he recurrido a un libro y ha sido para informarme sobre las opiniones de Cremonini. Se trata de Galileo: a life, de James Reston, parcialmente disponible en Google Books. En lo demás el escrito es una refundición de la mayor parte de la polémica mantenida sobre este tema en el blog La revolución naturalista, referenciado por mí en el anterior post (en la que, por cuestiones protocolarias algo incómodas de explicar participo como "Miguel").
Comparto la reflexión de Schuon, y muy en particular las últimas líneas. El hombre sólo puede entender lo parcialmente falso.
Añado dos párrafos (quinto y penúltimo).
Daniel, un escrito muy agudo. La verdad, me pareces muy buen abogado. Igual, aunque todo el lío de Galileo pueda ser muy explicable, ahí yo si hubiera querido que hubiese habido un milagro como esto: que Galileo dijo lo que dijo, y a nadie le importara y que él hubiera seguido tan pancho como antes. Ya lo he dicho, un milagro. Tampoco habría yo esperado que alguien le hubiese dado una beca para seguir investigando, vamos, pero... que lo dejaran libre y tranquilo. Habría sido un bonito milagro. Pero ya sabemos que la historia fue distinta,... y cómo se la han cobrado larga a la iglesia por esa metida de pata. Comprensible, hasta cierto punto, pero igual: antipática.
Gracias, Luis. Yo también habría deseado un desenlace menos aprovechable para el anticristianismo. Pero quizá no fue posible ni -quién sabe- deseable. Así pensó Novalis:
Con razón se oponía la prudente cabeza de la Iglesia a una descarada educación de las disposiciones humanas a costa del sentido divino y de descubrimientos inoportunos y peligrosos en el campo del saber. De este modo prohibió a los atrevidos pensadores afirmar que la tierra sea un astro movedizo sin importancia, ya que sabía bien que los hombres perderían, con el respeto hacia su morada y su patria terrenal, el respeto de la patria celestial y su linaje, y antepondrían el saber limitado a la infinita fe y se acostumbrarían a menospreciar todo lo grande y lo digno de admiración y a considerarlo como efecto causal carente de vida.
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