Ahora bien, si restringimos el primer principio a no matar sin razón justa, es decir, para proteger un bien equivalente que no es posible conservar de otra manera, ninguno de ellos cae fuera de la observancia de los brutos animales en su práctica totalidad. Eso es admirable y debería movernos a reflexión: aunque no sean racionales cumplen con una ley racional. Mientras que en el hombre sucede justo lo contrario, ya que continuamente son traspasados, y lo serían en mayor medida si no hubiera leyes o costumbres que obligasen a refrenar el deseo de perturbar el orden.
En efecto, las criaturas asociales sobre las que nos ha sido dado dominar y disponer a nuestro antojo jamás guerrean, y por cierto casi nunca a muerte, si no es por defenderse de peligros inminentes, disputarse la supervivencia con otros depredadores o rivalizar por una hembra con elementos de su misma especie. Tampoco estiman de ordinario ninguna comida o bien que no proceda de su trabajo. Carecen de la doblez de las personas. No contemplan el sexo vago, sino que lo restringen a la búsqueda de descendencia, evitando el derroche de energía. Desprecian, en fin, los placeres superfluos.
De lo que se deduce que, existiendo esa ley eterna de la que hasta las bestias son peritas, y que el hombre, la más racional de las criaturas que deambulan por la tierra, infringe como si desconociera (aunque el error resulte inexcusable), en base a esa norma grabada en nuestras entrañas y perfectamente comprensible incluso por el más ignorante, digo, podemos inferir que algo ofusca nuestra inteligencia de forma permanente como para no cumplirla con la fidelidad debida.
Encontramos, es cierto, animales cuyo comportamiento -regular o esporádico- parece ir contra los principios naturales. Pero son la excepción que confirma la regla, al revés de lo que sucede con el hombre. Si los crímenes fuesen algo marginal y extraordinario, no se precisarían las leyes que los previenen, pues, como dice el brocardo, la ley no se ocupa de lo insignificante.
¿Qué es, en definitiva, lo que embota nuestros sentidos y discernimiento hasta colocarnos por debajo de las fieras salvajes? ¿Se trata del albedrío, del que nosotros disponemos y ellas no? Sería como culpar al cuchillo del acuchillamiento. No es por la conciencia que caemos, sino a pesar de ella. No por la inteligencia, que tiende a lo razonable, ni por el deseo, que desea lo inteligible. Lo que nos oprime, entonces, no está en la voluntad, como creyeron los budistas; más bien es previo a sus estímulos. Los teólogos se referían al pecado original para designar esta postración vergonzosa. El Islam lo niega, lo que habría de valer como prueba de falsedad de dicha religión. Pero no es el asunto que corresponde tratar aquí.
No ha visto jamás la luz una generación de hombres ajena a la ira, a la envidia, a la mentira, a la vanidad y a la vileza. Aceptado el axioma según el cual el mayor bien para un animal sociable es cooperar socialmente, ¿cómo justificar una violación constante de esa regla en las criaturas inteligentes, que en sí constituiría la frustración voluntaria de los fines de la humanidad?
El hombre es el único animal dañino para su especie, capaz de destruirse si no se somete a principios superiores. Sin duda, como ser finito, nada hay en él que sea óptimo o infalible. Pero si comparamos la suma perfección de sus órganos y lo robusto de su salud física con la debilidad de su alma, asombra ver que su sentido moral, pese a resultar innato y por ende natural, pese a ser el rasgo más característico y determinante de su especie y condición necesaria de su índole sociable, sea tan endeble, vacilante y propenso a recaídas como para precisar de los continuos estímulos o amenazas de la ley y la religión, y aun con todo ser deficitario y capaz de las mayores aberraciones. Es impensable que el hombre yerre más donde menos debería y encuentre en el error moral un placer y una condescendencia que no halla en ningún otro error cognitivo.
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