sábado, 11 de julio de 2009

Antinaturalidad del hombre




No todo acto inmoral va en la misma dirección ni tiene parejas consecuencias. No puede decirse siquiera que cada conducta antisocial obedezca a mecanismos similares desde los que pueda rastrearse su causa genérica. Por el contrario, la mayor prueba de la libertad humana es su consciente irracionalidad, su carácter en parte inexplicable y en parte predecible. Tal se muestra más a las claras en los defectos que en las virtudes, pues mientras que éstas son en cierta medida universales -como la tendencia a la conservación y a la memorización de soluciones inteligentes-, aquéllos le resultan lacras particulares que la diferencian con nitidez de las otras especies.

La envidia es, incluso etimológicamente, la aversión que nos produce contemplar el bien ajeno o la mera reflexión al respecto. No es el resultado de un juicio en términos de suma cero, ya que también se presenta en aquellos que nada tienen que temer a propósito de la seguridad de sus bienes. Se odia la prosperidad del prójimo no porque pueda ir en detrimento de la nuestra, sino aun a sabiendas de que coadyuve a ella. Así, el procedimiento por el que innumerables seres humanos llegan a la conclusión de que es más correcto odiar en estos términos que no hacerlo -conclusión que aprueban provisionalmente en la medida en que obran en dicho sentido- no es reducible a un silogismo, pero tampoco a un hábito adquirido o a una estrategia selectiva privilegiada. Es el mal, pequeño o grande, dado en su más pura y opaca gratuidad.

Pero tomemos otro aspecto de la debilidad humana. La lujuria, que hasta cierto punto es un arrebato de raíz animal, se reproduce empáticamente en los hombres, de suerte que la imaginación del éxito ajeno es como una prefiguración del propio, por la cual se participa de aquel placer. Esta actitud no es menos absurda que la envidiosa, que presupone un perjuicio donde no lo hay, pues aquí se asume un beneficio propio donde a todas luces no existe. La búsqueda irrefrenable del mayor número de coitos entre toda suerte de participantes es el rasgo más característico de esta pasión, por lo que tal exceso empático o autoengaño dañino se encuentra en la base de la variedad de las perversiones sexuales.

Por consiguiente, ningún fin guía al hombre cuando hace el mal. Ninguna intención manifiesta ni latente, ninguna ventaja evolutiva; nada que no sea vanidad y vacío.

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