miércoles, 28 de enero de 2009

Una vieja verdad




Ved, pues, lo que creo sobre los puntos principales, cuya simple consecuencia ha llamado vuestra atención. La esencia de todo ser inteligente es el conocer y el amar. Los límites de su esencia son los de la naturaleza; el ser inmortal no aprende nada; sabe por su propia esencia todo lo que debe saber. Por otra parte: ningún ser inteligente puede desear el mal por su naturaleza o en virtud de su esencia; sería necesario para ello que Dios lo hubiese hecho malvado, lo que es imposible. Si el hombre, pues, está sujeto a la ignorancia y al mal, esto no puede ser sino en virtud de una degradación accidental que no podría ser sino consecuencia de un crimen. Esta necesidad, esta sed de ciencia que agita al hombre, no es sino la tendencia natural de su ser que le lleva hacia su estado primitivo y le anuncia lo que es.

Se dirige continuamente hacia las regiones de la luz. Ningún castor, ninguna alondra, ninguna abeja sabe más que sus antepasados. Todos los seres permanecen tranquilos en el lugar que ocupan. Todos son degradados pero lo ignoran; sólo el hombre posee el conocimiento de su propia existencia, y ese sentimiento es a la vez la prueba de su grandeza y de su miseria, de sus sublimes derechos y de su increíble degradación. En el estado a que se halla reducido, no tiene ni aun la triste felicidad de ignorarlo: se contempla sin cesar, y no puede hacerlo sin avergonzarse; su misma grandeza le humilla, pues sus luces, que le elevan hasta la región de los ángeles, no sirven más que para demostrarle inclinaciones abominables que le hacen descender a la región de los brutos. Busca en las profundidades de su ser alguna parte sana, sin poderla encontrar: el mal lo ha corrompido todo, y el hombre entero es una enfermedad. Agregado inconcebible de dos poderes diferentes e incompatibles, centauro monstruoso, conoce que es resultado de alguna prevaricación desconocida, de algún injerto detestable que ha viciado al hombre hasta en su esencia más íntima. La inteligencia es por su misma naturaleza resultado, a la vez ternario y único, de una percepción que siente, de una razón que afirma y de una voluntad que obra. Las dos primeras potencias están debilitadas en el hombre; pero la tercera está suelta, y, semejante a la serpiente del Tasso, se arrastra a sí misma, avergonzada de su dolorosa impotencia. En esta tercera potencia es donde el hombre se siente herido de muerte. No sabe lo que quiere; quiere lo que no quiere, y no quiere lo que quiere; quisiera querer. Ve en sí mismo cierta cosa que no es él, y que es más fuerte que él. El sabio resiste y exclama: “¿Quién me librará?” (Rom. VII, 24); el insensato obedece, y llama felicidad a su cobardía; pero no puede deshacerse de esa otra voluntad incorruptible en su esencia, aunque haya perdido su imperio; e hiriéndole el corazón, el remordimiento no cesa de exclamar: Haciendo lo que tú no quieres obedeces a la ley (ibid., 16). ¿Quién puede creer que tal haya salido en este estado de las manos del Criador? Esta idea es tan repugnante, que aun la filosofía, por sí sola (hablo de la filosofía pagana), ha adivinado el pecado original. ¿No decía el viejo Timeo de Locres, de acuerdo con su maestro Pitágoras, “que nuestros vicios provienen menos de nosotros mismos que de nuestros padres y de los elementos que nos constituyen”? ¿No dice también Platón “que debemos atender más al generador que al engendrado”? Y en otro punto, ¿no ha añadido que “el Señor Dios de los dioses, viendo que los seres sometidos a la generación habían perdido (o destruido en ellos) el don inestimable, había determinado someterlos a un tratamiento propio eternamente para castigarles y regenerarles”? Cicerón no se separa del sentir de estos filósofos, y de los iniciados que habían pensado que estábamos en este mundo para expiar algún crimen cometido en otro mundo. Ha citado, y aun adoptado en cierta parte, la comparación de Aristóteles, a quien la contemplación de la naturaleza humana le traía a la memoria el espantoso suplido de un desgraciado atado a un caballo y condenado a pudrirse con él.

En otra parte dice explícitamente que la Naturaleza nos ha tratado como madrastra más que como madre, y que el espíritu divino que existe en nosotros está como sofocado por la inclinación que ella nos ha imbuido hacia todos los vicios. Y ¿no es cosa singular que haya hablado Ovidio en los mismos términos que San Pablo? El poeta crítico ha dicho: “Yo veo el bien, y lo amo; y el mal, sin embargo, me seduce”; y el Apóstol, tan elegantemente traducido por Racine, ha dicho: “Yo no hago el bien que amo, / y hago el bien que aborrezco”. Finalmente, cuando los filósofos que acabo de citaros nos aseguran que los vicios de la naturaleza humana pertenecen más bien a los padres que a los hijos, es claro que no hablan de ninguna generación en particular. Si la proposición permanece vaga, es porque no tiene sentido; de manera que la naturaleza misma de las cosas la relaciona a una corrupción de origen y, por consiguiente, universal. Platón nos dice: “Que al contemplarse a sí mismo, no sabe si ve un monstruo mayor, más malvado que Tifón, o bien un ser moral, dulce y bienhechor, que participa de la naturaleza divina” (el veía lo uno y lo otro). Añade que el hombre, llevado así por sentimientos contrarios, no puede obrar bien y vivir dichoso “sin reducir a esclavitud aquel poder del alma en donde reside el mal, y sin poner en libertad aquel en el que está la mansión y el órgano de la virtud”. Esta es precisamente la doctrina cristiana, y no puede confesarse con más claridad el pecado original. ¿Qué importan las palabras? El hombre es malo, horriblemente malo. ¿Lo ha creado Dios tal? Ciertamente que no; y el mismo Platón se apresura a responder: “Que el ser bueno no quiere ni hace mal a nadie”. Somos degenerados, y ¿de qué manera? Esta corrupción que Platón veía en él no era evidentemente cosa particular a su persona, y seguramente no se creía peor que sus semejantes.

(…)

En fin, señores, nada hay más confirmado, nada tan universalmente creído bajo una u otra forma; nada, en fin, tan intrínsecamente admisible como la teoría del pecado original.


Joseph De Maistre.

2 comentarios:

A.S.G. dijo...

Hola ,

despues de llevar un tiempo siguiendo su blog (me parece fantastico) quisiera hacerle una pregunta que quizás le parezca algo infantil, pero puede que nos sea muy util a los que no estamos tan metidos en filosifia.

A veces leo una y otra vez algunos de los textos y no alcanzo a comprenderlo por completo, por eso,¿tiene vd. alguna "tecnica" para estos casos?

Se lo puedo preguntar de otra forma¿cómo lee ó estudia?

Se que le puede parecer algo tonta la pregunta, pero quizás me pueda ayudar.

Un fuerte abrazo.
A.S.G

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Hola, A.S.G.

Muchas gracias por tu amabilidad. Sí tengo una técnica para escribir, consistente en descomponer e invertir lo que escribo antes de reescribirlo, recompuesto y revertido. Esto puede fortalecer la lógica, pero hace que el estilo se resienta. A partir de aquí hay formas de sugerir sentidos sin agotarlos en silogismos implícitos: la amputación intencionada de cadenas semánticas, los finales abruptos, la elipsis de lo superfluo, la redundancia de lo relevante, etc. Se trata de que el lector, llevado por una impresión vaga de convencimiento o duda, piense y complete; o al menos ése es el ideal, aunque no siempre lo logre.

Ahora bien, creo que el método dialéctico más fructífero es el de Sócrates, y a él me atengo. En lugar de empeñarse en defender una tesis, se toman principios básicos que nadie puede negar, anticipando que nos insten a retroceder hasta los fundamentos. Una vez sentados los mismos, ya se declaren o no, comprobamos a dónde nos conducen. Si es cierto que toda verdad remite a otra y que éstas no se contradicen entre sí, el resultado no debería desagradarnos.

Un abrazo.