martes, 30 de diciembre de 2008

De príncipes y espadas


Los asiduos de esta bitácora saben que no suele ocuparse de política. Su editor no ve las noticias ni lee con regularidad prensa de ningún tipo desde los 18 años, lo que a algunos parecerá ridículo. He intentado evitar así esos pequeños actos de autodefensa que cotidianamente merman nuestra energía intelectual hasta extremos insospechados, según sintetiza Nietzsche en un ignoto pasaje que, como se ha visto, al menos a mí me impresionó.

Con todo, prescindiré del veto en esta ocasión, forzado por las circunstancias. Se trata de dilucidar no si hay una ética superior a la estatal, a lo que respondo que sí, sino si cualquier ética -incluso la mejor o más consensuada- es superior al principio de la autoridad terrenal suprema del ente soberano. A esto respondo que no, por las razones que siguen.

* * *



La soberanía es al Estado lo que la autotutela al individuo. Ahora bien, mientras que el individuo renuncia al estado de naturaleza para obtener comodidad y derechos, el Estado, garante de la seguridad del anterior, vive permanentemente inmerso en ese estado primario mientras nadie lo avasalle, en cuyo caso dejará de ser Estado, por la misma definición de soberanía.

Menciono también que el enemigo interno es en lo esencial distinto al enemigo externo. El primero está sometido a la ley: ésta se hizo contemplándolo como supuesto de hecho en los diversos delitos con el propósito de defender así al resto de ciudadanos. Por el contrario, el segundo no sólo escapa a la ley "ratio personae" (pues un Estado no puede enjuiciar a otro), sino que además atenta contra ella, es decir, aspira a dejarla potencialmente sin efectos atacando su raíz, que es de nuevo la soberanía como voluntad última y unilateral de una comunidad políticamente organizada. Por tanto, al enemigo externo no se lo combate con la ley, que de ordinario limita la fuerza, mas con toda la fuerza, con tal de que la ley pueda seguir siendo ley. Los terroristas nacionales serían un caso límite o intermedio entre los dos citados.

Por último, una jurisdicción supraestatal, si es preciso que la defina, es aquella que ha recibido poder delegado de los Estados para sujetarlos a ciertos principios comunes y decidir sobre el grado de su cumplimiento, lo que antaño era el derecho de gentes y hoy llamamos derecho internacional.

A partir de estas definiciones procedo a perfilar mi conclusión.

En los Estados existe la noción del orden público, esto es, la normalidad jurídica de las instituciones expresada mediante su continuidad sin interrupción en el tiempo, así como por el ejercicio efectivo del imperio de la ley sobre un conjunto homogéneo de ciudadanos. En el derecho internacional, en cambio, no existe tal "continuum" ni tal homogeneidad, o son factores meramente metafóricos. Aludirían a la convivencia "de facto" de las naciones soberanas, que se dotan de recursos jurídicos para reconocerse pacíficamente entre sí y cooperar cuando se aprecien intereses comunes. No obstante, el único interés de esta índole que puede tenerse por universal, y cuya coordinación y aseguramiento resulta por tanto de suma prioridad, es la conservación de las respectivas soberanías, el "statu quo" irrenunciable, auténtico centro de gravedad de la agrupación factual que integra la sociedad de las naciones.

Existen además -subrayo "además"- casos tasados, supuestos de emergencia, en los que la comunidad internacional decide "a priori" (lo que ni mucho menos implica que acabe haciendo en la práctica) que, dada una eventualidad lo suficientemente grave y contraria a los principios comunes más básicos, se actuará solidariamente hasta que el equilibrio sea restaurado. Doy los ejemplos del genocidio, la anarquía (que entiendo como ausencia indefinida de soberanía) y, en menor medida, el incumplimiento de tratados sobre seguridad o derechos humanos cuando no lo justifique un cambio en las circunstancias que dieron lugar al compromiso.

Este segundo orden de principios es mucho más débil que el anterior, que lo vertebra y hace posible. No puede pretenderse, entonces, que el respeto a formas contractuales de Derecho (los tratados, los acuerdos...) eclipse la supremacía absoluta y genérica, con las debidas excepciones puntuales, de las formas substanciales de Derecho, los Estados, que, pese a lo que Rousseau crea, no son contratos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sostengo que en tu texto -interesante, como el blog entero- tiene como principal falacia el suponer que existen dos órdenes de principios: uno más sustancial que otro. ¿Cómo pasar a la realidad la teoría (no más que eso) del sujeto que pasa de un estado de naturaleza a constituir sociedad voluntariamente por un acuerdo? ¿Cómo sostener que en los hechos la noción de orden público existe?
Saludos cordiales.
http://chesterthomas.wordpress.com

Anónimo dijo...

El Derecho internacional me genera un inevitable escepticismo, y es lo mucho que tiene de Uso y lo poco de Derecho.

Y no menos sucede con uno de sus pilares, la proclamada igualdad soberana de los Estados. Poco saco en claro de ella más allá de la constatación de que depende de la fuerza con que cada Estado lo defienda: su proclamación en el Derecho Internacional sólo sirve para afear conductas a aquellos Estados que lo desprecian de manera demasiado temeraria.

La Autoridad Palestina carece de soberanía plena: su estatalidad es cuestionable, cierto. Pero en tanto tiene pretensiones de estatalidad, es lógico que reclame la soberanía plena sobre su territorio. Por lo tanto, el problema de apelar al principio de soberanía en Israel/Palestina es que ambos actores se pueden servir y se sirven de él para justificar sus actos y el estado de guerra no declarado: Israel interfiere en los asuntos palestinos -y viceversa- de una manera tan intensa que en una relación entre dos otros Estados cualesquiera se consideraría intolerable.

Colonias y atentados, controles policiales y conspiración con potencias extranjeras: es evidente que los actores no luchan con las mismas armas, pero la afirmación de la propia soberanía sirve para defender tanto la actuación israelí como la provocación palestina que la forzó como la intervención israelí que la justificó anteriormente, etc...

Por lo tanto, parece más adecuado juzgar la intervención israelí por su eficiencia y eficacia. Lo segundo implica saber si detendrá los ataques. Lo primero, si el coste será asumible -desprestigio de la causa israelí, repercusiones internacionales, etc.

La razón por la que considero que la intervención israelí tal y como se ha desarrollado será contraproducente es que la respuesta a estas dos preguntas es "no".

Como expectador externo y no involucrado, me es fácil opinar e ir a otra cosa. Pero son muchos años siguiendo el conflicto árabe-israelí. Ya estaba en marcha cuando nací, y todo indica que seguirá en marcha cuando haya muerto. Cada vez me convenzo más de que la postura correcta es la suya: intentar mantener la distancia con el presente y, sobre todo.

Saludos,

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Gracias a los dos por vuestras respuestas.

Chesterthomas:

Las teorías sobre el origen del Estado, al no contar con una base histórica, son poco más que aplicaciones retrospectivas del principio del que se parte. No creo que haya habido nunca un contrato social, pero sí reconocimientos tácitos o expresos de situaciones de hecho. Al mismo tiempo, tampoco doy fe al estado de naturaleza hobbesiano de guerra de todos contra todos.

Lautréamont:

Muy de acuerdo con las premisas, con las conclusiones no tanto. Las relaciones entre Estados (o entre Estados y entes parasoberanos) han de estar regidas por una mínima buena fe, que en el caso palestino brilla por su ausencia. Si Israel se equivoca tal vez en los medios, Hamas es sin duda aberrante en los fines. Aquí radica la diferencia cualitativa.