Mandeville en Chueca




Desde unas coordenadas puramente hedonistas, se podría argumentar que aquel que sufre es porque no sabe divertirse. Incluso cabría plantearse la obligación que tiene la sociedad en estos supuestos de enseñarnos a explotar, y cuanto antes mejor, las potencialidades del cuerpo a fin de disminuir la infelicidad general.

Por descontado, el articulista tiene razón. Placer anal sentimos todos cuando vamos al baño, pero sólo un dos por ciento aproximadamente tiene a bien fundar su vida erótica y afectiva sobre tan sólidos mimbres. Así que si se rechaza tomar parte en determinadas prácticas no es porque no sean en sí placenteras, que lo son, sino por las objeciones morales que nos plantean en el fuero interno. Por ello, cuando admitimos en política como moralmente válidos ciertos comportamientos sólo por ser placenteros, negamos el proceder habitual de nuestra ética, desvinculándola autoritariamente del derecho; y, por querer parecer buenos y carentes de prejuicios, nos confesamos malos e hipócritas, al adoptar en el ámbito público directrices que en la vida privada no seguimos. Perdemos, pues, de esta manera gran parte del criterio para determinar lo punible, e incluso para definir lo agradable, al subordinar un acto intelectivo e individual (el de consentir según un orden teleológico) a otro sensitivo e impersonal (el de gozar según nuestra constitución física).

Ahora bien, tampoco es válido el otro extremo, a saber, que todo lo que nos provoca gusto, aun sin ser útil, resulte merecedor de censura. La utilidad general ennoblece el placer, pero no es la inutilidad la llamada a envilecerlo, sino el no guardar aquél la debida proporción con el fin natural que se le asigna. Comer más allá de la necesidad, y hasta del apetito, es reprochable; preocuparse en exceso de la propia apariencia, dedicándole tiempo en vano, resulta digno de burla; dormir quince horas diarias y ver pasar la jornada entre sábanas lo convierte a uno en un ser risible. Por idénticos motivos, hacer del placer anal o de cualquier otro semejante tomado en sí mismo un caso de autoafirmación, un modo de vida y no digamos ya una forma de ver el mundo es un comportamiento irracional para el que no caben justificaciones.

No hemos llegado a este estado de autonegación en virtud de un indefinido y tal vez extraviado progreso humanista, sino más bien por un imperativo que radica en la esencia del capitalismo: que toda satisfacción individual debe potenciarse al máximo, pues ello ha de redundar en beneficio de la comunidad. Si por fortuna estamos ante el ocaso del modelo económico, sin duda alguna la charlatanería posmoderna sufrirá las consecuencias.

sábado, 30 de mayo de 2009

Inercia


Toda moral que prescinda de Dios explícitamente, en realidad, lo presupone implícitamente; y en la medida en que no viene respaldada por la coacción o por la esperanza de la recompensa, pero tampoco por la fe en una bondad suprema, es una moral supersticiosa. Esto es, que sobrevive maniáticamente a la vieja moral bien fundada, como un manco que intentase rascarse una prolongación imaginaria de su muñón.

martes, 26 de mayo de 2009

Ley y biología




La libertad de la madre -y del padre, cabría añadir- para matar a su hijo es consistente si y sólo si definimos la patria potestad como un derecho de vida o muerte sobre la descendencia. Ahora bien, habida cuenta de esto, y dado que el que puede lo más puede lo menos, entonces también está en la mano de los padres del menor no emancipado el impedir su decisión sobre este extremo.

Cualquier modalización de la patria potestad irá en detrimento de la libertad omnímoda que constituye esa especie de pseudosoberanía en la que se funda el aborto: el derecho al propio cuerpo. En fin, si definimos el cuerpo como aquella estructura física con unidad de voluntad, habrá que conceder que los niños carecen de cuerpo hasta llegar aproximadamente al año; que los paralíticos están desposeídos en mayor o menor grado de ese derecho (pues no se funda en un deber ser, sino en un modo de ser); y que los ancianos lo pierden progresivamente en beneficio de aquellas personas de las que dependen.

Por otro lado, nótese que nadie hará valer la prerrogativa de su propio cuerpo frente a la autoridad, so pena de ser considerado rebelde. El derecho que sólo se esgrime ante los débiles no es más que fuerza encubierta.

domingo, 24 de mayo de 2009

Moral fundada y moral supérstite




La moralidad y la religión son una sola cosa. Ambas son una intelección de lo suprasensible, la primera por el modo de actuar, la segunda por la creencia. (...) La religión sin moralidad es superstición, que extravía a los infelices mediante una vana esperanza, y los vuelve incapaces de toda enmienda. Es posible, cierto, que una pretendida moralidad sin religión conlleve un modo de vida exterior honorable, puesto que se hace lo que es justo y se evita el mal por miedo a sus efectos en el mundo sensible, pero jamás se ama al Bien, y tampoco se lleva a término por sí mismo. (...) Los que dicen: "aunque alguien dude de la existencia de Dios y de la inmortalidad deberá cumplir con su deber" conjugan dos cosas absolutamente incompatibles. Haz solamente que nazca en ti la intención conforme al deber, y entonces conocerás a Dios, y mientras que para nosotros aparecerás todavía en el mundo sensible, para ti mismo estarás, desde aquí abajo, en la vida eterna. Pero tienen algo más de razón si quieren decir que la intención conforme al deber no se funda en la creencia en Dios ni en la inmortalidad, sino que, al contrario, la creencia en Dios y en la inmortalidad se fundan en la intención conforme al deber.


Fichte

lunes, 18 de mayo de 2009

Parlo, misero






Parlo, misero, o taccio?
S’io taccio, che soccorso avrà il morire?
S’io parlo, che perdono avrà l’ardire?
Taci: che ben s’intende
chiusa fiamma talor da chi l’accende.

Parla in me la pietade,
Parla in lei la beltade,
E dice quel bel volto al crudo core,
Chi può mirarmi e non languir d'amore?

Nacimiento, agonía y muerte de la aristocracia




Pero, sobre todo, es asombroso el recurso que en esta parte hicieron las cosas humanas, ya que en tales tiempos divinos recomenzaron los primeros asilos del mundo antiguo, dentro de los cuales oímos de Livio que se fundaron las primeras ciudades. Porque -al proliferar por todas partes la violencia, rapiñas y asesinatos, por la suma ferocidad y fiereza de aquellos siglos tan bárbaros; y (como se ha dicho en las Dignidades) al no haber otro medio eficaz de frenar a los hombres, desligados de todas las leyes humanas, más que las divinas, dictadas por la religión- naturalmente, por el temor de los hombres de ser oprimidos y asesinados, los más mansos en tanta barbarie iban a los obispos y abades de aquellos siglos violentos y ponían a sus familias, sus patrimonios y a sí mismos bajo la protección de éstos, y eran recibidos por aquéllos; esta sujeción y protección son los principios constitutivos de los feudos. De ahí que en Germania, que debió de ser la más fiera y feroz de todas las demás naciones de Europa, quedaran casi más soberanos eclesiásticos (obispos o abades) que seglares, y como se ha dicho, en Francia todos los príncipes soberanos que había se denominaran condes o duques y abades. Por eso, en Europa se observa un extraordinario número de ciudades, tierras y castillos que tienen nombres de santos; y también lugares yertos o escondidos, con el fin de oír misa y hacer los demás oficios de piedad ordenados por nuestra religión, se abrían pequeñas iglesias, las cuales se puede decir que fueron en aquellos tiempos los asilos naturales de los cristianos, quienes en los alrededores edificaban sus viviendas: de aquí que por todas partes las cosas más antiguas, que se observan de esta segunda barbarie, sean pequeñas iglesias en lugares semejantes, por lo general derruidas.


Giambattista Vico

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Y ¿qué fueron las Cruzadas? Un levantamiento de gran parte de Europa para arrojarse sobre el Asia, con la idea de rescatar de manos de los infieles los santos lugares. A primera vista se observa que este solo hecho debía de causar una tal fermentación en el espíritu de todos los pueblos, debía de dar tanto vuelo a la imaginación y al sentimiento, debía, en una palabra, poner tal movimiento en todas las facultades del alma, que era imposible que un gran paso hacia la civilización y la cultura no fueran su efecto inevitable. Levantarse cada pueblo de por sí para una empresa tan osada y gigantesca, marchar a las órdenes de un caudillo hasta la orilla del mar para reunirse a los ejércitos de los demás pueblos, hacerse a la vela para un país lejano y desconocido, do aguardaban mil azares y peligros; ¡qué sacudimiento tan grande!

Pero analicemos más menudamente los efectos. Este roce tan vivo e inesperado de tantos pueblos tan numerosos y diferentes, la comunicación de tantos idiomas y dialectos distintos, la vista y cotejo de tan distintos hábitos y costumbres, debía de producir una revolución de ideas y sentimientos, dando ensanche a la mente, vuelo a la fantasía, flexibilidad y fuego al corazón. Por más que las artes y ciencias estuvieran en gravísimo atraso, por lo menos se reunía en un foco común todo lo que se sabía entonces, y esta sola convergencia de las luces bastaba para aumentar su brillo y acrecentar su fuerza. El espíritu de viaje que debía dejar en pos de sí una empresa semejante, las fuertes y numerosas relaciones que debía arraigar, esto solo bastaba para cortar todo aislamiento, para que siguiesen siendo más frecuentes las comunicaciones de todas clases, y para que entablasen entre sí un vivo cambio de ideas y sentimientos. Las ciencias, artes y el comercio debían recibir un vigoroso impulso, y los adelantos que hicieron en seguida fueron un efecto muy natural y muy sencillo. La duda era hija del roce de las ideas y de la contradicción de los juicios, y el calor de las discusiones debía prender naturalmente en muchos entendimientos, y los pueblos que se hallaban de repente, y como por una transformación los unos enfrente de los otros, comunicándose sus ideas y mostrándose usos y costumbres, debían entrar por fuerza en un sinfín de comparaciones y cotejos, y debían sentir un sacudimiento muy saludable para el progreso de todo linaje de conocimientos.


Jaime Balmes

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En Francia es marqués quien lo desea; y quienquiera que llegue a París desde el fondo de una provincia con dinero para el dispendio y un apellido terminado en "ac" o en "ille", puede decir "un hombre como yo, un hombre de mi calidad", y despreciar soberanamente a un negociante. Éste escucha tan a menudo hablar con desprecio de su profesión, que es lo bastante tonto como para ruborizarse por ello. Por consiguiente, no sé qué es más útil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe con exactitud a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza desempeñando el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un hombre de negocios que enriquece a su país, da órdenes desde su gabinete a Surat y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.


Voltaire

Redenciones laicas


El progresismo entiende el avance de la moral como un aumento indefinido de la libertad, la igualdad y -dejemos la fraternidad a un lado, ya que nadie parece reclamarla- la comodidad. Por ello la idea del mal y su persistencia le resultan tan molestas. De ahí sus constantes esfuerzos racionalizadores a través de la sociología y la psicología evolutiva, cuyo cometido principal es disgregar aquélla en una multiplicidad de conceptos secundarios y subproductos históricos. Sin embargo, una noción innata de pecado, más o menos estática, previa a cualquier consenso cultural y empeño civilizador o represivo, niega en primer lugar que seamos igualables, puesto que la educación ha de reconocer sus límites; en segundo lugar, refuta que la libertad individual sea un bien en sí, con independencia de los fines metafísicos que se pretendan con ella; por último, cuestiona que el placer -el perfecto analgésico- constituya la medida de toda dicha, y el dolor la de toda desgracia.

Observemos la variedad de soluciones que el Estado ha ofrecido ante la existencia de sujetos criminales. Se reducen a dos: ejecución y privación de libertad. Ahora bien, mientras que aquélla es vista como una purga del cuerpo social, esto es, como un retorno al statu quo de sus miembros, ésta se contempla modernamente como la purificación del condenado y, por tanto, como una mejora de la generalidad. En otras palabras, el ideal de reforma antropológica prevalece frente al de orden político. Y algo es reformable sin demolición cuando sus cimientos son o se presuponen sólidos. La opción progresista no cuestiona la consciencia en sí, sino la estructura que la conduce a un estado de falsedad; es decir, el uso instrumental de la misma, que se tiene por desviado. De modo que no hay, según esta doctrina, intenciones intrínsecamente perversas en las personas sanas, mas sólo entornos inadecuados o incívicos, siendo esta inadecuación e incivismo variables cambiantes y dinámicas. Será legítimo decir que el capitalismo está enfermo, pero no que el hombre está enfermo. Se impondrá -así lo exige la ideología- el uso metafórico del lenguaje sobre su uso empírico.

Así, probando al inadaptado a través de su sufrimiento, de la alienación y suspensión de sus facultades autónomas, excepto la consciencia (por lo que se excluyen la religión y el conductismo), el poder público pretende no tanto satisfacer la justicia como promover la redención. Con todo, tal Auto de fe iuspositivista ignora el inicio de dicho proceso transformador, que no puede ser el asentimiento al decreto formal de una autoridad; y desconoce igualmente que no bastan el dolor ni la razón para disuadirnos de hacer el mal. Se sitúa, pues, el origen de la maldad en la degeneración de las pasiones y en una suerte de voluptuosidad, lo que es hasta cierto punto correcto. Pero, en tanto que se entiende que la causa del extravío es externa, se fija su término en un momento arbitrario, que coincide con el cumplimiento de la pena establecida según las circunstancias del delito. Luego, en suma, cuanto más se procura ennoblecer al hombre desde premisas neutras, más se lo embrutece entre los bastidores de un perdón y un arrepentimiento ficticios.

jueves, 14 de mayo de 2009

Vindicación de la sociedad natural




Cuán lejos la mera naturaleza podría llevarnos es algo que podemos juzgar por el ejemplo de esos animales que aún siguen sus leyes, e incluso de aquellos a los que ha otorgado una disposición más fiera y armas más terribles que las que la naturaleza ha pretendido que usáramos nosotros. Es una verdad incontestable que los hombres han causado más estragos entre los hombres, en un año, que el que han causado todos los leones, tigres, panteras, onzas, leopardos, hienas, rinocerontes, elefantes, osos y lobos en sus varias especies desde el comienzo del mundo, aunque se lleven muy mal entre sí y tienen una proporción mucho mayor de rabia y furia en su naturaleza que nosotros. ¡Pero qué decir de vosotros, legisladores, civilizadores de la humanidad, de Orfeo, Moisés, Minos, Solón, Teseo, Licurgo, Numa! ¡Si hablamos de vosotros, vuestras regulaciones han causado más perjuicio a sangre fría que el que ha causado o podría causar toda la rabia de los más fieros animales en sus mayores terrores o furias!


Burke, parodiando a los defensores de una moral instintiva extraña a la idea de pecado. En ella la culpa jamás es del hombre natural, sino de la cultura.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Sumario




Una moral subjetiva no se distingue en nada de la inmoralidad (Chesterton). Sin embargo, la objetividad moral no está en la naturaleza, que apela al egoísmo (Smith, Lucrecio), ni en la costumbre, que fija el falso paradigma de la normalidad (Arendt). Ni siquiera está en las ideas, por ser éstas limitadas en relación al bien que se persigue (Abbadie), o recíprocamente contradictorias, ya que nadie puede negarse a sí mismo sin afirmarse, ni afirmarse sin negarse (Kierkegaard). Por tanto, está en Dios o en ninguna parte.

Qué cabe esperar de la empatía-II




Pero, siendo nuestro objeto más la parte especulativa de la moral que su parte práctica, bastará con señalar lo que fácilmente se concederá, según creo: que no hay cualidades que sean más acreedoras de la buena voluntad y la aprobación del género humano que la beneficencia y la humanidad, la amistad y la gratitud, los afectos naturales y el espíritu público, o cualesquiera otras que procedan de una tierna simpatía para con los demás, y de una preocupación generosa hacia nuestra estirpe y especie. Éstas, dondequiera que se encuentren, parecen comunicarse entre ellas de un modo tal en cada observador que reclaman en su propio nombre los mismos sentimientos favorables y afectuosos, que son así ejercidos en derredor suyo.


Hume

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Revolviendo los vientos las llanuras
del mar, es deleitable desde tierra
contemplar el trabajo grande de otro;
no porque dé contento y alegría
ver a otro trabajando, mas es grato
considerar los males que no tienes.


Lucrecio

El mal como límite




Puesto que buscamos la causa de nuestros desórdenes, cierto es que no resulta preciso detenerse en ninguno de ellos en particular, salvo que influya sobre todos los otros. Es evidente que la raíz de nuestra malicia natural no consiste en ninguna disposición particular del temperamento, dado que aquellos que cuentan con el temperamento opuesto no dejan de estar corrompidos. Tampoco el interés está en el principio de nuestra malicia, ya que de ordinario posee algo incompatible con el orgullo. Y no lo está el orgullo, porque de algún modo se opone al interés.


Jacques Abbadie

domingo, 3 de mayo de 2009

La regla




Durante el juicio, Eichmann intentó aclarar, sin resultados positivos, el segundo punto base de su defensa: “Inocente, en el sentido en que se formula la acusación”. Según la acusación, Eichmann no solo había actuado consciente y voluntariamente, lo cual él no negó, sino impulsado por motivos innobles, y con pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos. En cuanto a los motivos innobles, Eichmann tenía plena certeza de que él no era lo que se llama un “inner Schweinehund”, es decir, un canalla en lo más profundo de su corazón; y en cuanto al problema de conciencia, Eichmann recordaba perfectamente que hubiera llevado un peso en ella en el caso de que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de llevar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad. Evidentemente, resulta difícil creerlo. Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre “normal”. “Más normal que yo tras pasar por el trance de examinarle”, se dijo que había exclamado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanos, hermanas y amigos era “no sólo normal, sino ejemplar”. Y, por último, el religioso que le visitó regularmente en prisión, después declaró que Eichmann era un hombre con “ideas muy positivas”. Tras las palabras de los expertos en mente y alma, estaba el hecho indiscutible de que Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral. (…) Peor todavía, Eichmann tampoco constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina. “Personalmente” nunca tuvo nada contra los judíos, sino que, al contrario, le asistían muchas “razones de carácter privado” para no odiarles. Cierto es que entre sus más íntimos amigos se contaban fanáticos antisemitas, como, por ejemplo, Lászlo Endre, secretario de Estado encargado de asuntos políticos (judíos) en Hungría, que fue ahorcado en Budapest el año 1946. Pero estas amistades podian ser englobadas en aquella frase tan usual que expresa cierta postura social: “Por cierto que algunos de mis mejores amigos resulta que son antisemitas”.

Pero nadie le creyó. El fiscal no le creyó por razones profesionales, es decir, porque su deber era no creerle. La defensa hizo caso omiso de estas declaraciones porque, a diferencia de su cliente, no estaba interesada en problemas de conciencia. Y los jueces tampoco le creyeron, porque eran demasiado honestos, o quizá estaban demasiado convencidos de los conceptos que forman la base de su ministerio, para admitir que una persona “normal”, que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal. Los jueces prefirieron concluir, basándose en ocasionales falsedades del acusado, que se encontraban ante un embustero, y con ello no abordaron la mayor dificultad moral, e incluso jurídica, del caso. Presumieron que el acusado, como toda “persona normal”, tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que “no constituía una excepción en el régimen nazi”. Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres “excepcionales” podían reaccionar “normalmente”. Esta simplísima verdad planteó a los jueces un dilema que no podían resolver, ni tampoco soslayar.


Arendt