Un hombre apenas retiene señal psicológica alguna al someter a una mujer antes que a otra, mientras que las mujeres sí quedan poseídas y marcadas en cierto modo por aquel que las domeña.
Te haces hombre al poseer a la primera mujer. Pero de la primera a la última ya no hay diferencias, excluyendo las desviaciones que a veces se dan con la promiscuidad. Una mujer, sin embargo, se hace mujer cada vez que es sometida, al mutar su personalidad en los distintos encuentros con sus amantes. Si digo que los absorbe por la vagina, ni pretendo vulgaridad ni ensayo metáfora.
Así las cosas, el adulterio es moralmente mucho más grave viniendo de una mujer que de un hombre. Desde un plano ético o religioso ambas situaciones pueden ser equiparables, pero desde el psicológico no hay parangón que valga. El adulterio femenino niega al hombre la condición de hombre y a la mujer la de mujer. Y lo hace sin derecho alguno. En cambio, el adulterio masculino revoca a la mujer su condición plena, pero con el derecho del que antes la otorgó graciosamente.
Esto explicaría la asimetría de la condena tradicional a estas actitudes. Apelar al patriarcado y a la fuerza bruta es un recurso fácil y, de tan fácil, falsario. Precisamente porque las mujeres se someten cuando llega el momento, no tiene sentido presuponer una fuerza uniforme que actúa todo el tiempo a lo largo de la historia. Razonar así es desatender la naturaleza, como quien pretendiera que el crimen es marginal sólo porque hay leyes y jueces. En este caso estaríamos ignorando la condición sociable del hombre, y en aquel la condición sometible de la mujer.
La religión cristiana permite a la mujer alcanzar un estatuto de igualdad que, de no obedecer a un interés superior, repugnaría a la justicia. Prescindir de la solemnidad de sus ritos, o pervertir el nombre de sus sacramentos, conduce sinuosamente no ya a un hipotético dominio patriarcal, sino a la barbarie.
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Propter Sion non tacebis