jueves, 26 de febrero de 2009

Peter Singer según Spinoza




El que se esfuerza, por el solo afecto, en que los demás amen lo que él ama y que los demás vivan según su propia índole, obra por el solo impulso, y por esto es odioso, sobre todo aquellos a quienes agradan otras cosas, y que por esto también se empeñan y se esfuerzan, por el mismo impulso, en que los demás vivan, contrariamente, según su propia índole. Además, puesto que el sumo bien que los hombres apetecen en virtud del afecto es a menudode tal naturaleza que solamente uno puede ser poseedor de él, sucede así que los que aman no son consecuentes consigo mismos, y mientras se gozan en narrar los méritos de la cosa que aman, temen que se les crea. Por el contrario, el que se esfuerza en guiar a los demás según la razón, no obra por impulso, sino humana y benignamente y es en grado máximo consecuente consigo mismo. Además, todo aquello que deseamos y hacemos y de lo que somos causa en cuanto tenemos idea de Dios o en cuanto conocemos a Dios, lo refiero a la religión. Pero al deseo de hacer bien que nace del hecho de vivir según la guía de la razón, lo llamo moralidad. Además, al deseo por el que el hombre que vive según la guía de la razón se siente obligado a los demás hombres por amistad, lo llamo honestidad, y honesto lo que alaban los hombres que viven según la guía de la razón; y deshonesto, por el contrario, lo que se opone a conciliar la amistad. Aparte de esto, también he mostrado cuáles son los fundamentos del Estado. Además, por lo dicho más arriba, se percibe fácilmente la diferencia entre la verdadera virtud y la impotencia; a saber: la verdadera virtud no es nada más que vivir según la sola guía de la razón; y, por tanto, la impotencia consiste en sólo esto, en que el hombre se deja conducir por las cosas que están fuera de él y determinar por ellas a obrar lo que exige la constitución común de las cosas externas, pero no su propia naturaleza considerada sola en sí. Y esto es lo que había prometido demostrar en el Escolio de la Proposición 18 de esta parte; por lo cual es evidente que esa ley que prohibe sacrificar animales se funda más bien en una vana superstición y en una misericordia mujeril, antes que en la sana razón. La norma de buscar lo que nos es útil nos enseña, por cierto, la necesidad de unirnos a los hombres, mas no a las bestias o a las cosas cuya naturaleza es diferente de la naturaleza humana; pero el mismo derecho que tienen ellas sobre nosotros, tenemos nosotros sobre ellas. Más aún, puesto que el derecho de cada cual se define por su virtud o potencia, los hombres tienen muchísimo más derecho sobre los animales que éstos sobre los hombres; no niego, sin embargo, que los animales sientan; pero niego que por esto no nos sea permitido mirar por nuestra utilidad, usar de ellos como nos plazca y tratarlos según mejor nos convenga, puesto que no concuerdan en naturaleza con nosotros y sus afectos difieren en naturaleza de los afectos humanos.


Spinoza. Ética, Proposición XXXVII, Escolio I.

martes, 24 de febrero de 2009

Furores divinos




Isaiah Berlin, incapaz de un análisis más agudo, hizo de De Maistre un precursor del fascismo por discursos como éste, donde fulgura el genio lejano de Heráclito. Ahora bien, nada más extraño al fascismo, a la venenosa retórica del progreso y a la anquilosante ética de las masas que la noción de individuo que aquí se fundamenta. ¡Con qué necia alegría nuestros darwinistas, ayer como hoy, nos narran que somos el resultado casual de un proceso ciego, los autómatas de un algoritmo! ¡Con qué sospechoso fervor aplauden los ateos! Siendo escasos los recursos, nos dicen, sobrevive el que depreda más y mejor; y así como no está en nuestra voluntad existir, epítomes del éxito evolutivo ajeno, tampoco lo está el sentir y actuar de determinado modo.

Pero ¿es esto un axioma o una verdad de hecho? ¿No es posible para las especies crear sociedades naturales, inmensas simbiosis? ¿Y no está en mano del hombre otro tanto, sin que se vea forzado a legislar y a castigar contra natura? No se trata de que el proceso selectivo, como un agente impersonal y fatídico, grabe a fuego la violencia en los individuos para que éstos lleguen a ser, sino que la individualidad misma preexistente condiciona la selección al enfrentar a universos incompatibles, a seres-mónada excluyentes entre sí. Pues todo en este mundo, sea la economía de principios o la racionalidad de medios, hace que juzguemos inútil la violencia frente al interés común, y no obstante aquélla se impone siempre ante la inercia acumulativa de la materia, presta a fusionarse en un todo indistinto.

Habla de Maistre.

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La misión del soldado es terrible; pero es necesario que se rija por una gran ley del mundo espiritual, y no debe admirar que todas las naciones del Universo hayan estado de acuerdo para ver en esta ley alguna cosa todavía más particularmente divina que en las otras; creed que no sin razón brilla el título de Dios de los Ejércitos en todas las páginas de la Santa Escritura. ¡Culpables mortales y desgraciados, puesto que somos culpables! Esto es lo que nos hace necesarios los males físicos; pero sobre todo la guerra; los hombres se unen ordinariamente a los soberanos y nada es más natural. Horacio decía, burlándose: "Por delirios de reyes los pueblos castigados".

Pero Juan Jacobo Rousseau ha dicho, con más gravedad y verdadera filosofía: "La ira de los reyes es la que arma la Tierra; / mas la ira del cielo es la que arma los reyes". Observad además que esta ley tan terrible de la guerra no es, sin embargo, más que un capítulo de la ley general que gravita sobre el Universo. En el vasto dominio de la naturaleza viviente reina una violencia manifiesta, una especie de rabia prescrita, que arma todos los seres "in mutua funera"; desde que salís del reino insensible, os encontráis con el decreto de la muerte violenta escrito sobre las fronteras mismas de la vida.

Ya en el reino vegetal se comienza a sentir la ley: desde la inmensa catalpa hasta la más humilde hierbecilla, ¡cuántas plantas mueren y a cuántas se les quita la vida! Pero tan luego como entráis en el reino animal, la ley toma en seguida una espantosa evidencia. Una fuerza oculta y palpable a la vez se muestra continuamente ocupada en poner al descubierto el principio de la vida por medios violentos. Cada gran división de la especie animal ha elegido cierto número de animales a los que ha dado el encargo de devorar a los demás; así pues, hay insectos de presa, aves de presa, peces de presa y cuadrúpedos de presa. No pasa un instante sin que un ser viviente sea devorado por otro. Sobre estas numerosas razas de animales está colocado el hombre, cuya mano destructora no deja libre nada de lo que vive; mata para alimentarse, mata para vestirse, mata para resguardarse, mata para atacar, mata para defenderse; mata para instruirse, mata para divertirse, mata por matar; rey soberbio y terrible, necesita de todo y nada le resiste. Sabe que la cabeza del tiburón o de la ballena le proporcionará arrobas de aceite; su delicado alfiler pica sobre el cartón de los museos la elegante mariposa que ha cogido al vuelo en la cima del Mont Blanc o del Chimborazo; diseca el cocodrilo; embalsama el colibrí; a su orden la serpiente cascabel viene a morir en el licor que debe conservarla y mostrarla intacta a los ojos de una larga serie de observadores. El caballo que lleva a su dueño a la caza del tigre se pavonea bajo la piel de este mismo animal; el hombre lo pide todo a la vez: al cordero, sus entrañas para hacer resonar el arpa; a la ballena, sus barbas para armar el corsé de la mujer; al lobo, su diente más mortífero para pulir las obras ligeras del arte; al elefante, sus colmillos para adornar el juguete de un niño; sus mesas están cubiertas de despojos de cadáveres. El filósofo puede hasta descubrir de qué modo la matanza permanente está provista y ordenada en todo el mundo. Pero esta ley, ¿no se cumplirá en el hombre? Sí, sin duda. Pues, entonces, ¿qué ser exterminará a aquel que a todos extermina?

Él mismo. El hombre es quien está encargado de degollar al hombre. Pero ¿cómo podrá ejecutar esta ley, él, que es un ser moral y compasivo; él, que ha nacido para amar; él, que llora por los demás como por sí mismo, que encuentra placer en llorar y que acaba por inventar ficciones que le hacen llorar; él, en fin, de quien se ha dicho que "será responsable hasta de la última gota de sangre que haya derramado injustamente" (Gen. 9:5)? La guerra es la que está encargada de ejecutar el decreto. ¿No oís la Tierra que grita y pide sangre? La sangre de los animales no le basta, ni aun la de los culpables, vertida por la espada de las leyes. Si la justicia humana hiriese a todos, ya no habría guerra; pero no hace más que concretarse a un pequeño número sin tener en cuenta que la ferocidad humana contribuye a hacer más necesaria la guerra. La Tierra no ha gritado en vano, la guerra se ha encendido. El hombre, inflamado de repente con un furor divino, extraño al odio y a la cólera, se arroja al campo de batalla sin saber lo que quiere, ni aun lo que hace. ¿Qué significa, pues, ese terrible enigma? Nada hay para el hombre que sea más contrario a su naturaleza, y nada le repugna menos; hace con entusiasmo aquello de que se horroriza. ¿No habéis notado alguna vez que sobre el campo de la muerte el hombre no desobedece jamás? Podrá muy bien asesinar a Nerva o a Enrique IV; pero el más abominable tirano, el más insolente carnicero de carne humana no oirá jamás allí: "Nosotros ya no queremos serviros". Un motín sobre el campo de batalla, una conjuración para derrocar al tirano reinante es un fenómeno que no se presenta a mi memoria. Nada resiste, nada puede resistir a la fuerza que arrastra al hombre al combate; inocente mortal, instrumento pasivo de una mano terrible, "se arroja con humildad en el abismo que él mismo se ha abierto; recibe la muerte sin dudar que es él mismo quien se ha llamado a la muerte".

De este modo se cumple sin cesar, desde el más pequeño insecto hasta el hombre, la gran ley de la destrucción violenta de los seres vivientes. La Tierra entera, empapada continuamente en sangre, no es más que un ara inmensa donde todo lo que vive debe ser inmolado sin fin, sin medida, sin descanso, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte (1Cor 15:26). Pero el anatema debe herir más directa y visiblemente al hombre: el ángel exterminador gira como el Sol alrededor de este desgraciado globo, y no deja respirar a una nación sino para herir a otras. Mas cuando los crímenes, y sobre todo los crímenes de cierto género, se han multiplicado, el ángel emprende su rápido vuelo. Semejante a la ardiente antorcha agitada vivamente, la inmensa velocidad de su movimiento le hace estar a la vez sobre todos los puntos de su terrible órbita. Hiere en un instante a todos los pueblos de la Tierra; otras veces, ministro de una justa venganza, se ceba sobre ciertas naciones y las deja bañadas en sangre. No esperéis que ellas hagan ningún esfuerzo para escapar a su reprobación o para abreviarla. Se cree ver a estos grandes culpables, iluminados por su conciencia, que piden el suplicio y lo aceptan para encontrar en él la expiación. Mientras a ellas les quede sangre vendrán a ofrecerla; y bien pronto una escasa juventud contará estas guerras desoladoras producidas por los crímenes de sus padres.

La guerra es, pues, casi divina en sí misma, puesto que es una ley del mundo. La guerra es divina por sus consecuencias de un orden sobrenatural, tanto generales como particulares; consecuencias poco conocidas porque son poco investigadas; pero que no son por eso menos incontestables. ¿Quién podrá dudar que la muerte en los combates tiene grandes ventajas? Y ¿quién podrá creer que las víctimas de esta espantosa condenación hayan vertido su sangre en vano? Pero no es tiempo de insistir sobre esta clase de materia: nuestro siglo no está bastante maduro para ocuparse de ellas; dejémosle su física y tengamos, sin embargo, siempre fijos nuestros ojos sobre ese mundo invisible que todo lo explica. La guerra es divina por la gloria misteriosa que la rodea y por el atractivo no menos inexplicable que a ella nos conduce. La guerra es divina en la protección otorgada a los grandes capitanes, aun a los que se arriesgan, que rara vez son heridos en los combates. La guerra es divina por la manera en que se declara. No quiero excusar a nadie fuera de propósito; pero ¡cuántos a quienes se mira como autores inmediatos de las guerras son ellos mismos arrastrados por las circunstancias! En el momento preciso, acarreado por los hombres y prescrito por la justicia, el mismo Dios se adelanta para vengar la iniquidad que los habitantes del mundo han cometido contra Él. La Tierra, ávida de sangre, como hemos oído hace algunos días, "abre la boca para recibirla y sepultarla en su seno hasta que llegue el momento en que debe enjuiciarla".


De Maistre

Satanás




El Diablo es el numen más incomprensible de cuantos se conocen, no obstante ser aquel que mejor se compadece con lo oscuro de nuestra naturaleza. Falaz y, con todo, portador de cierta gnosis, no está falto de bellos apellidos que denotan su esplendor, como el de lucero del alba, aunque sean más los que señalan su repulsiva afinidad con las tinieblas.

Siendo rebelde a la autoridad suprema, se lo ha nombrado dios y príncipe de este mundo, en el que, en lugar de reinar, parece estar en un exilio perpetuo. El poeta Prudencio lo compara a las Furias, que tienden trampas crueles a los hombres. San Antonio el ermitaño, despectivo, dijo que era como un perro encadenado, carente de peligro para quienes no se le acercaban. Cristo lo vio descender como un relámpago y le da el nombre terrible de adversario, si bien Lutero creía poder espantarlo con una simple lira.

Así como los rasgos que hacen de él una paradoja viviente, mezcla de debilidad y omnipotencia, sorprende en su figura la ausencia de genealogía y de fin. Está en lo más alto sin ser el más alto; su destino no es ni la obediencia perfecta de los espíritus superiores, ni la salvación hipotética de los espíritus medios, ni la mera pasividad de los espíritus inferiores. ¿Para qué fue creado? Ni siquiera los ateos saben dar cuenta de él como placebo, puesto que su función es la de atormentar a las criaturas, mas no para conducirlas al orden, sino a la perdición.

No hay nada igual en la mitología clásica. Los Titanes, con los que a menudo lo ha equiparado el burdo deísmo, fueron convertidos, encerrados o confinados tras su derrota. Él es, en cambio, un caos persistente y preeminente, sin resultar por ello una amenaza para la Providencia.

Odia la religión y se oculta en los ídolos para ser adorado en vano. Cree en Dios, pero con fe falsa, en la desesperación, siendo la auténtica fe la de esperar lo inesperado. Anonada a la generación perversa que lo conoce, y extravía al erudito que lo ignora. Sucumbe, sin embargo, ante el hombre íntegro, en el que no encuentra pliegues en los que adherirse y por el que no puede más que resbalar.

Baudelaire dijo que es más difícil amar a Dios que creer en él, mientras que es más fácil amar al Diablo que darle crédito. Su poder, inmune al conocimiento, está circunscrito a nuestra miseria como una sombra.

Cultura de la muerte




Para los gnósticos Dios, el dios bueno, era sólo un creador parcial, un creador impotente del que emanaban las almas humanas, pero no el cuerpo ni el mundo temporal que las acogía. Sin embargo, el Gran Arconte o dios malo era el autor del universo, el tirano que aprisionaba a los espíritus en la cárcel de la materia, oprimiéndolos con la violencia y la mentira. Puesto que este dios monstruoso no era el artífice de la vida, tampoco podía quitarla; y puesto que el dios pasivo, ausente y bondadoso no era autor del mundo, no podía mejorarlo. Así pues, la única salvación pasaba por el abandono voluntario de la vida y el triunfo sobre lo creado. La ética estoico-maniquea que deriva de estas fabulaciones metafísicas es, en cierta medida, la que ha animado infinidad de insurrecciones antisistema, aunque ella misma -que finge una perfectibilidad en la que no cree- sea susceptible de convertirse en sistema, institucionalizando lo que el anterior Papa bautizó como la cultura de la muerte.

Todos vivimos en Dios


¿Cuál es la esencia de la filosofía? Unos dirán que la felicidad, y tienen razón: Dios no filosofa, porque es completamente feliz. Pero ser feliz no significa otra cosa que ser lo que se es, o en otras palabras, ser para el ser.

Existe una delgada línea entre la introspección y la mística. Afirmemos en primer lugar que todo el que se conoce a sí mismo desaparece. Sólo somos, pues, en tanto que somos opacos para nosotros mismos. En nuestra imperfección está nuestra diferencia, y en nuestra diferencia podemos apreciar nuestra individualidad. Ahora bien, conocernos a nosotros mismos significaría ser más que nuestra propia noción, que quedaría comprendida por nosotros, lo cual es contradictorio; y una contradicción conduce al no ser.

Todo hombre es un extraño para sí mismo. Podría sostenerse este nuevo axioma existencial: no me comprendo, luego soy. Cuando el hombre se comprenda, dejará de ser y se fundirá con Dios. Sin embargo, eso es imposible y sólo puede aceptarse como tendencia, aunque la mística lo acepte no sólo potencialmente, sino también como acto. Por eso la mística es vivir la contradicción: hablar del mundo desde fuera del mundo, parafraseando a Wittgenstein; al contrario que la teología, que habla del extramundo desde el mundo.

Pues bien, todo positivismo científico que pretenda conocer al hombre escatológicamente y agotarlo en todas sus posibilidades se equivoca. En el momento en que el hombre conozca al hombre, ya no será el hombre al que ha conocido, sino un nuevo hombre superior; y, cuando se conozca a sí mismo, ya no será hombre.

La mística es la constatación sobrenatural de que mi mente y la de Dios son la misma. Tal pensamiento fue tenido por herético, porque suprimía la justicia divina aplicada a los individuos. No obstante, Dios puede prescindir de su justicia por un acto de gracia, y no hay que olvidar que toda su Creación es graciable, esto es, gratuita, o lo que es lo mismo, contingente.

A pesar de que nuestra mente no sea eterna y sí lo sea la de Dios, bien podría ser que hubiera identidad de substancia entre ellas, en el sentido de la "imagen y semejanza" que narra el Génesis. Los gnósticos pensaban que el alma era la chispa divina que habitaba en cada hombre, una especie de ángel caído en el abismo ciego de la materia. Siendo Dios simple y no susceptible de división, ¿por qué no podría, con todo, reproducirse en el tiempo, si lo hace eternamente en la generación del Hijo? No es absurdo, y para Dios todo es posible.

Atracción de lo alto




Éste es el motivo por el que las máquinas nunca podrán equipararse al hombre: son incapaces de elevación. Pueden proceder en círculos cada vez más amplios; pueden hacer complejas deducciones y aumentar de modo exponencial el número de premisas; pueden incluso adquirir nueva información continuamente, pero no son capaces de ascender hasta los primeros principios ni de obtener una creatividad genuina, más allá del cruce combinatorio. Ven las consecuencias, suponen la causalidad y prescinden del sentido, expresado en el memorable aforismo según el cual lo semejante atrae a lo semejante.

Lo indeducible excede cualquier previsión racional; la excede igualmente el impulso innato a actuar, o los fines que lo mueven (el amor al mal, el amor al bien), que no se reducen ni a lo imitativo ni a lo empático. Existe en el plano de la praxis una separación infinita entre la voluntad y el deber, entre lo contingente y lo necesario. Pues, si todo puede hacerse, nada se debe; si no hay voluntad absoluta, no procede hablar de obediencia ni de auténtica rectitud de ánimo, con lo que el autómata más esclarecido sería tan amoral como el animal más bajo.

Locke y su posteridad-II




De Maistre no se conforma con el escarnio de las habilidades filosóficas de Locke, en contraste con lo mucho que se las sobreestimó (al margen: ¿qué diría hoy de un Dawkins?). Ha denunciado ya el escaso mérito del inglés y lo desproporcionado de su reputación, atribuyendo la anomalía al esfuerzo propagandístico del patriotismo británico y el materialismo continental, que trabajaron al alimón a fin de contrarrestar la marea racionalista y el teísmo a ella asociado (brecha abierta, al menos, desde la polémica entre Leibniz y Newton sobre el tiempo y el espacio como categorías relativas o absolutas). Llegado a este punto, por no parecer un censor malicioso y huero, ofrece una impugnación breve y contundente de los pilares principales del pensador empirista, que es al mismo tiempo una exposición elegante de la doctrina platónica de las ideas. Se excusa, con todo, por no poder ocuparse sistemáticamente en una taxonomía de los errores lockeanos -no se olvide que las discusiones se desarrollan supuestamente entre tres amigos que se reúnen en sucesivas veladas- y anuncia que tal vez haya un hombre "de talento superior" que tome en un futuro esa tarea para sí. Ese hombre fue Leibniz un siglo atrás con los Nuevos Ensayos (va un capítulo en el enlace), aunque su publicación póstuma y tardía impidiera su correcta difusión, como prueba la laguna en este extremo de alguien tan preparado como De Maistre.

* * *



EL CONDE.- ¡Lástima que no tenga yo tiempo para profundizar toda su teoría de las ideas simples, complejas, reales, imaginarias, adecuadas, etc., que provienen, las unas, de los sentidos, y las otras, de la reflexión! ¡Que no pueda yo, sobre todo, hablaros a mi gusto de esas ideas arquetipos (o modelos), palabra sagrada para los platónicos, que la habían colocado en el cielo, y que ese imprudente británico sacó sin saber lo que hacía! (...) Locke es quizá el único autor conocido que se ha tomado el trabajo de refutar su libro entero, o de declararlo inútil desde el principio, diciéndonos "que todas nuestras ideas proceden de los sentidos o de la reflexión". Pero ¿quién ha negado nunca que ciertas ideas proceden de los sentidos y qué es lo que Locke quiere enseñarnos?

El número de simples percepciones es nulo comparado con las innumerables combinaciones del pensamiento, y queda con esto demostrado desde el primer capítulo del segundo libro que la inmensa mayoría de nuestras ideas no procede de los sentidos. Pues ¿de dónde viene? La cuestión es embarazosa, y de ahí dimana que sus discípulos, temiendo las consecuencias, no hablan ya de la reflexión, lo que está muy bien hecho. Habiendo Locke principiado su libro sin reflexión y sin ningún conocimiento profundo de la materia, no es extraño que constantemente haya delirado. Desde luego había sentado por tesis que todas nuestras ideas proceden de los sentidos o de la reflexión.

Perseguido por su obispo, que le acosaba muy de cerca, y tal vez por su conciencia, convino, al fin, en que las ideas generales (que constituyen ellas solas el ser inteligente) no procedían ni de los sentidos ni de la reflexión, sino que eran invenciones y creaciones del espíritu humano. Porque, según la doctrina de ese gran filósofo, el hombre forma las ideas generales con las ideas sencillas como forma un buque con tablas; de suerte que las ideas generales más elevadas no son más que colecciones, o como dice Locke, que busca siempre las expresiones ordinarias, compañeras de las simples ideas. Si queréis poner en práctica estos altos conceptos, considerad, por ejemplo, la iglesia de San Pedro en Roma. Es una idea general pasadera. En el fondo, todo se reduce a piedras, que son las ideas sencillas. No es gran cosa, como veis; y con todo eso, el privilegio de las ideas sencillas es inmenso, puesto que Locke ha descubierto que son reales todas, exceptuando todas.

No exceptúa de esta pequeña excepción más que las primeras cualidades de los cuerpos. Mas os ruego que admiréis aquí la marcha luminosa de Locke: sienta, desde luego, que todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos o de la reflexión, y aprovecha este aserto para decirnos que entiende por reflexión "el conocimiento que adquiere el alma de sus diferentes operaciones". Aplicándolo en seguida a la tortura de la verdad, confiesa "que las ideas generales no proceden de los sentidos ni de la reflexión, sino que son creadas" o, como ridículamente dice, "inventadas" por el espíritu humano. Luego, toda vez que la reflexión acaba de ser expresamente excluida por Locke, resulta que el espíritu humano "inventa" las ideas generales "sin reflexión"; es decir, "sin conocimiento alguno o examen de sus propias operaciones". Pero toda idea que no proviene del comercio (o trato) del espíritu con los objetos exteriores ni del trabajo consigo mismo, pertenece necesariamente a la sustancia del espíritu. Hay, pues, ideas innatas o anteriores a toda experiencia: no veo consecuencia más inevitable; pero esto no debe admirar.

(...)

En vano Locke, siempre interiormente agitado, quiere hacerse ilusiones con la declaración expresa de que "no porque se niegue una ley innata significa esto que se niegue una ley natural; es decir, una ley anterior a toda ley positiva". Esto es, como ya veis, un nuevo combate entre la conciencia y la porfía. ¿Qué es, efectivamente, esa ley natural? Y si no es ni positiva ni innata, ¿qué es? Que nos indique un solo argumento contra la ley innata que no tenga la misma fuerza contra la ley natural. "Esta -nos dice- puede ser reconocida por la sola luz de la razón, sin necesidad de una revelación positiva". Pero ¿qué quiere decir la "luz de la razón"? ¿Viene de los hombres?, es positiva; ¿viene de Dios?, pues es innata. Si Locke hubiera tenido más penetración o más cuidado, o mejor buena fe, en lugar de decir "tal idea no está en el espíritu de tal pueblo, luego no es innata", hubiera dicho al contrario, "luego es innata para todo hombre que la posee"; porque es una prueba que, si no preexiste, no le darán nunca origen los sentidos, puesto que la nación o pueblo que carece de ella tiene también sus cinco sentidos como las demás; y hubiera indagado cómo y por qué tal o cual idea ha podido ser destruida o desnaturalizada en el espíritu de tal familia humana. Pero está muy lejos de un pensamiento fecundo el que se deja llevar nuevamente hasta llegar a sostener que un solo ateo en el Universo le bastaría para negar legítimamente que la idea de Dios sea innata en el hombre; es decir, que un solo niño monstruoso nacido sin ojos, por ejemplo, probaría que la vista no es natural al hombre; pero nada detenía a Locke. ¿No os ha dicho intrépidamente que la voz de la conciencia nada prueba en favor de los principios innatos, visto que cada uno puede tener la suya?

Es cosa muy extraña que no haya sido nunca posible hacer entender ni a ese gran patriarca ni a su triste posteridad la diferencia que se advierte entre la ignorancia de una ley y los errores admitidos en la aplicación de esta misma ley. Una mujer india sacrifica a su hijo recién nacido a la diosa Gonza. Dicen ellos: "luego no hay moral innata"; al contrario, es preciso que se diga: "luego es innata", puesto que la idea del deber es muy poderosa en esta desgraciada madre para determinarla a sacrificar a ese deber el sentimiento más tierno y más poderoso del corazón humano. Abraham obtuvo un mérito inmenso al resolverse a ese mismo sacrificio, que creía, y con razón, realmente mandado; precisamente decía como la mujer india: "La Divinidad ha hablado; es preciso cerrar los ojos y obedecer". El uno, humillándose ante la autoridad divina, que sólo quería probarle, obedecía a una orden sagrada y directa; la otra, ofuscada por una superstición deplorable, obedece una orden imaginaria; pero en el uno y en la otra la idea primitiva es una misma: es la del deber, llevada a su más alto grado. ¡Debo hacerlo!: esa es la idea innata, cuya esencia es independiente de todo error en la aplicación. Los errores que los hombres cometen cada día en sus cálculos, ¿probarían acaso que no tienen idea del número? Luego si esta idea no fuese innata, nunca podrían adquirirla, nunca se engañarían, porque engañarse es separarse de una regla anterior y conocida. Lo propio sucede con las demás ideas, y añado, lo que me parece claro de suyo, que sin esta suposición se hace imposible comprender al hombre; es decir, la unidad o la especie humana, y, por consiguiente, ningún orden relativo a una clase dada de seres inteligentes.

(...)

Toda doctrina racional está fundada en un conocimiento anterior, porque el hombre nada puede aprender sino por lo que sabe. Partiendo, pues, siempre del silogismo y la inducción de principios asentados, como ya conocidos, preciso es confesar que antes de llegar a una verdad particular la conocemos ya en parte. Mirad, por ejemplo, un triángulo concreto o tangible: seguramente lo ignorabais antes de verlo; no obstante, conocíais ya no este triángulo, sino el triángulo o la trigonometría; y ved de qué manera puede conocerse e ignorarse una misma cosa bajo diferentes aspectos. Si se niega esta teoría, viene uno a caer en el dilema insoluble de Menón y de Platón, y se verá obligado a convenir en que, o el hombre nada puede aprender, o que todo lo que sabe no es más que una reminiscencia. Negándose a admitir estas ideas primeras ya no hay demostración posible, porque faltan los principios de donde pueda derivarse. En efecto: la esencia de los principios está en que sean anteriores, evidentes, no derivados ni demostrables y causados respecto a su conclusión; de otro modo necesitarían ellos mismos ser demostrados; es decir, que dejarían de ser principios, y sería preciso admitir lo que la escuela llama los progresos al infinito; cosa imposible. Observad, además, que esos principios en que se fundan las demostraciones han de ser, no sólo conocidos naturalmente, sino más conocidos que las verdades descubiertas o halladas por su medio, porque "todo lo que comunica una cosa lo posee necesariamente en mayor medida respecto al objeto o materia que la recibe"; y así como, por ejemplo, el hombre a quien amamos por amor de otro es siempre menos amado que éste, del mismo modo toda verdad adquirida es menos clara para nosotros que el principio que nos la ha hecho visible, siendo el que ilumina por naturaleza más luminoso que el iluminado; no basta, pues, creer en la ciencia, es preciso creer más en el principio de la ciencia, cuyo carácter es ser a la vez necesario y necesariamente creído; porque la demostración nada tiene que ver con la palabra exterior y sensible que niega lo que quiere; ella procede de esta palabra más prufunda que se ha pronunciado en el interior del hombre, y que no puede contrariar la verdad.

Desde que el hombre dice "esto es", habla precisamente en virtud de un conocimiento interior y anterior, porque los sentidos nada tienen que ver con la verdad, que solamente el entendimiento puede alcanzar; y como lo que no pertenece a los sentidos es extraño a la materia, resulta que hay en el hombre un principio inmaterial en donde reside la ciencia; y no pudiendo los sentidos recibir y transmitir al espíritu más que impresiones, no solamente la función cuya esencia es la de juzgar no está ayudada por esas impresiones, sino que, antes bien, se halla embarazada y turbada. Debemos, pues, suponer, con los hombres más célebres, que tenemos naturalmente ideas intelectuales que no han pasado por los sentidos, y la opinión contraria ataca al buen sentido tanto como a la religión. He leído que el célebre Cudworth, disputando un día con uno de sus amigos sobre el origen de las ideas, le dijo: "Os ruego que toméis un libro de mi biblioteca, el primero que os venga a la mano, y abridlo al azar" (o por cualquier parte). El amigo dio con los ejercicios u oficios de Cicerón, al principio del primer libro: "Aunque hace un año", etc. "Basta -dijo Cudworth-: decidme cómo habéis podido adquirir por los sentidos la idea de 'aunque'". El argumento era excelente bajo una forma sencilla: el hombre no pudo hablar; no pudo articular el más pequeño átomo de su pensamiento.

EL CABALLERO.- Me habéis dicho al comienzo: "Habladme con toda conciencia". Permitidme que os diga lo mismo: "Habladme con toda conciencia". ¿No habéis escogido los párrafos o cláusulas de Locke que más se prestaban a la crítica? La tentación es poderosa cuando se trata de una persona a quien no se quiere.

EL CONDE.- Puedo aseguraros lo contrario; y aún más: os aseguro que un detallado examen del libro me daría abundantísima materia; pero para refutar un tomo "en cuarto" se necesita mucho tiempo. Cuando un libro malo ha chocado alguna vez a algunos, para desengañarlos no hay otro medio que el de demostrar que el espíritu general que lo ha dictado, clasificar los efectos, indicar únicamente los más clásicos, y, por lo demás, fiarse de la conciencia de cada lector; para que el de Locke fuese intachable bastaría, a mi juicio, cambiar dos palabras. Se intitula "Ensayo sobre el entendimiento humano"; pongamos solamente "Ensayo sobre el entendimiento de Locke". No habrá habido nunca un libro que haya merecido mejor su título. La obra es el retrato completo del autor, y nada le falta. Fácilmente se reconoce que la ha escrito un hombre de bien y aun de buen sentido, pero engañado por el espíritu de la secta, que lo arrastra sin que él lo conozca o sin que quiera conocerlo; falto, por otra parte, de la erudición filosófica más indispensable y de un talento profundo. Es verdaderamente farsante cuando nos dice muy seriamente que ha tomado la pluma "para dar reglas al hombre por las cuales pueda una criatura razonable dirigir con prudencia sus acciones", añadiendo que para conseguir este objeto "se le había puesto en la cabeza que lo más útil sería fijar antes de todo los límites del espíritu humano".

(...)

Locke no tomó la pluma más que para "argüir y contradecir", y su libro, puramente negativo, es una de las numerosas producciones dadas a la luz por ese mismo espíritu que ha dañado o manchado tantos talentos muy superiores al de Locke. El otro carácter sorprendente, distintivo, invariable, de este filósofo, es la superficialidad (permitidme esta palabra); nada comprende a fondo, nada profundiza.

(...)

No puede decirse todo; pero sois dueños de abrir al azar el libro de Locke: yo tomo sin vacilar a mi cargo el manifestaros que no le ha sucedido encontrar una sola cuestión importante que no la haya tratado con la misma mediocridad; y puesto que un hombre mediano, como yo, puede calificarlo de pura medianía, juzgad lo que sería si un hombre de talento superior se tomara el trabajo de desmenuzarlo.


De Maistre

Inflación jurídica, deflación moral


¿Por qué deberíamos tener con los animales más consideración que la que ellos tienen con nosotros? Tal vez se dirá que porque somos conscientes de nuestros actos y sus consecuencias. Respondo: ¿Y no nos da ese albedrío libre e inteligente una mayor dignidad? ¿o sólo confiere una responsabilidad mayor? Porque si lo último fuera cierto, más valdría nacer murciélago o alacrán que hombre. Si nuestra superioridad de seres racionales no es objetiva ni representa un mejor derecho, seamos irracionales con ellos y hagámosles lo que entre ellos se hacen. Ahora bien, si se nos ha de tener en más por cualquiera de los motivos que distinguen favorablemente a nuestra especie, entonces ¿a qué compadecerse y pedir un respeto igual para lo que es por completo disímil?

Hay simiente animal en el hombre, pero no hay simiente humana fuera de la humanidad. Lo humano no es una modificación curiosa sobreimpresa en lo zoológico, pues donde nuestros vestigios empiezan terminan los suyos. Siguiendo una analogía, hay simiente de racionalidad en un niño, si bien sería un abuso hablar de libre albedrío mediando en él percepciones tan confusas. La infancia se abandona por completo, semejantemente a cómo se abandona el sueño en la vigilia. Los estoicos decían que sólo el hombre sabio es libre en un sentido estricto (libre de sus pasiones y de las opiniones de los demás), aunque en un sentido lato sólo lo sea aquel que puede querer algo mediante su representación; esto es, el que no sólo posee el deseo irreflexivo, sino asimismo la capacidad de discernir y elegir.

Ahora bien, el animal irracional elige sin apenas discernimiento; está inclinado a la actividad, y dispone tan poco de sus actos como nosotros del gusto de lo dulce, dándose estos con inmediatez respecto al estímulo que los provoca. No hay en él ninguna continencia que no sea instintiva, fluyendo todo lo demás a partir de la pasión, no importa de qué manera. Está dotado para el arte y es, sin embargo, insensible a la cultura, puesto que ella implica progreso del espíritu.

Es así que nada recuerda sin que una grave necesidad vital compense ese penoso esfuerzo, contrario a su naturaleza. Por tanto, nada hace por su propia iniciativa y, por decirlo en una palabra, que no le venga determinado por su condición de miembro de una especie o directamente inducido. Desconoce la individualidad, carece de destino, no puede dar razón de sus actos ni se ve obligado a guardar una actitud coherente. Todo en él es o bien innato, o bien acostumbrado, sin espacio intersticial para más.

Luego ni es libre, ni responsable, ni nos guarda en absoluto ninguna consideración, pese a que nuestro narcisismo procure con denuedo persuadirnos de lo contrario.

Locke y su posteridad-I


En Las veladas de San Petersburgo el conde de Maistre -al que cito por tercera vez en pocas semanas- combate contra las bestias negras que en su opinión han sentado las bases intelectuales del caos revolucionario en Francia y el resto de Europa. Mediante una original teoría lingüística se critica muy severamente al buen salvaje de Rousseau, puesto que el salvaje es siempre malo y una rama degenerada de una civilización anterior, nunca un estado inicial ni un fin ideal al que deba tenderse. Voltaire es también sentenciado por la prostitución de su talento y, en particular, por su escarnio de la teodicea ante el terremoto de Lisboa, argumentándose por el contrario que todo mal es un castigo y todo castigo es merecido. Por último, y tras rendir cuentas con otras figuras menores, De Maistre vapulea a Locke en un largo discurso en el que se entremezclan el desdén más rotundo por su mediocridad y la ironía por lo mucho que esperaba de él la Ilustración materialista, que es hoy la Ilustración por antonomasia.

* * *



EL CONDE.- Ahora, mi querido caballero, principiemos, si os place, por un acto de franqueza. Habladme en conciencia: ¿Habéis leído a Locke?

EL CABALLERO.- No, nunca; ninguna razón tengo para ocultároslo; únicamente me acuerdo de haberlo abierto un día en el campo, un día de lluvia; pero me limité a eso, a abrirlo.

EL CONDE.- No quiero estar siempre riñéndoos; tenéis algunas veces ciertas expresiones sumamente felices. En efecto; el libro de Locke se toma y se abre casi siempre sin leerlo. Entre todos los libros serios no hay uno menos leído. Una de mis mayores curiosidades, pero que no puede satisfacerse, es la de saber cuántas personas hay en París que hayan leído de cabo a rabo el Ensayo sobre el entendimiento humano. Se habla de él y se le cita mucho, pero siempre de oídas; yo mismo he hablado osadamente, como tantos otros, sin haberlo leído. No obstante, al fin, queriendo adquirir el derecho de hablar en conciencia, es decir, con pleno y entero conocimiento de causa, lo he leído pausadamente desde la primera palabra hasta la última, y con la pluma en la mano. Más: cincuenta años tenía yo cuando esto me sucedió, y no creo haber sufrido en mi vida un fastidio igual. Bien conocéis mi valor en este punto.

EL CABALLERO.- ¿Si lo conozco? ¿Pues no os he visto el año pasado leer un mortal "in octavo" alemán sobre el Apocalipsis? Me acuerdo que, al contemplaros al concluir esa lectura lleno de vida y salud, os dije que después de tal prueba se os podía comparar con un cañón que ha sufrido carga doble.

EL CONDE.- Y, no obstante, puedo aseguraros que la obra alemana, comparada con el Ensayo sobre el entendimiento humano, es un libro ameno, ligero; un libro de adorno literalmente, y, al menos, se leen en él cosas muy interesantes. Se aprende, por ejemplo, "que la púrpura de que la abominable Babilonia proveía o surtía entonces a las naciones extranjeras significa evidentemente el vestido encarnado de los cardenales; que en Roma las estatuas antiguas de los dioses falsos están expuestas o de manifiesto en las iglesias", y mil otras cosas a este tenor tan útiles como recreativas. Pero en el Ensayo no hay nada que os consuele; es preciso recorrer ese libro como las arenas de la Libia, sin encontrar el más pequeño punto de verdor en donde poder respirar. Hay libros de los que se dice: enseñadme el defecto que tienen. Por lo que respecta al Ensayo, me atrevo muy bien a deciros: "Mostradme cuál es el que no tiene". Nombrad el que queráis entre los que juzguéis más propios para desestimar un libro, y yo me encargo, acto continuo, de citaros un ejemplo sin buscarle. El mismo prefacio es chocante en grado sumo: "Espero -dice Locke- que el lector que compre mi libro no sentirá el dinero que ha gastado". ¡Cómo huele esto a negocio!

Continuad y veréis: "Que su libro es el fruto de algunas horas pasadas sin saber en qué emplearlas: que se ha divertido mucho componiendo esta obra, por la razón de que tanto gusta cazar alondras o gorriones como rendir a las zorras y a los ciervos". En fin: "Que principió su libro por casualidad, que lo continuó por complacencia, que lo escribió en párrafos incoherentes, dejándolo y volviéndolo a tomar según sus caprichos u ocasiones". Preciso es confesar que esta es una manera de expresarse bien rara para un autor que va a hablarnos del entendimiento humano, de la espiritualidad del alma, de la libertad y, finalmente, de Dios. ¡Qué no dirían nuestros pasados ideólogos si viesen estas necedades en un prefacio de Malebranche! Pero no podéis figuraros, señores, antes de pasar a otra cosa más esencial, hasta qué punto el libro de Locke da margen al ridículo propiamente dicho por las expresiones groseras u ordinarias de que tanto gustaba y que acudían a él con placentera facilidad.

Tan pronto os dirá Locke en la segunda y tercera edición, y después de haber discurrido con todas sus facultades: "Que una idea clara es un objeto que el espíritu humano tiene ante sus ojos"; imaginad si puede haber otra cosa más maciza. Tan presto os hablará de la memoria como de una caja en donde se encierran las ideas para las necesidades; y que está separada del espíritu, como si pudiese haber en él otra cosa más que él. Por otra parte, hace de la memoria un secretario que lleva los registros. Nos presenta la inteligencia humana como un cuarto oscuro agujereado con algunas ventanas por las que penetra la luz, y allí se queja "de cierta especie de gentes que hacen tragar a los hombres principios innatos sobre los que no se puede discutir ya". Precisado a pasar de un vuelo por tantos asuntos distintos, os ruego que supongáis siempre que a cada cita que mi memoria os puede mencionar pudiera añadir ciento si escribiese una disertación. Sólo el capítulo de los descubrimientos de Locke podría entreteneros durante dos días.

Él es quien ha descubierto "que para que pueda haber confusión en las ideas es preciso que haya dos, al menos". De suerte que, en mil años enteros, mientras que una idea esté sola, no podrá confundirse con otra. Él es quien ha descubierto que si los hombres no han pensado en transmitir a las especies animales los nombres de parentesco admitidos entre ellos, por ejemplo: que si no se dice "con frecuencia" ese toro es abuelo de ese becerro, esos dos pichones son primos hermanos, es porque esos nombres nos son inútiles respecto a los animales, así como son neesarios de hombre a hombre para arreglar las sucesiones en los tribunales, o por otras razones.

También es él quien ha descubierto que si no se encuentran en las lenguas modernas nombres nacionales para explicar, por ejemplo, "ostracismo" o "proscripción", es porque no hay en los pueblos que hablan estas lenguas ni ostracismo ni proscripción, y esta reflexión le lleva a un teorema general, que da la mayor claridad a toda la metafísica del lenguaje: "Es que los hombres no hablan sino muy raras veces a sí mismos, y nunca a los demás, de las cosas que no tienen nombre"; de suerte (os ruego que reparéis en esto, porque es un axioma) "que lo que no tiene nombre no se dirá en la conversación". Igualmente él es quien ha descubierto "que las relaciones pueden cambiar sin que la materia cambie". Sois, por ejemplo, padre; muere vuestro hijo; Locke ve que cesáis de ser padre en el momento, aun cuando vuestro hijo hubiera muerto en América; "sin embargo, no se ha verificado en vos cambio alguno, y por cualquier lado que os miren, siempre verán el mismo".

EL CABALLERO.- ¡Ah! ¡Esto es bellísimo! Sabed que si aún viviera, iría expresamente a Londres para darle un abrazo.

EL CONDE.- Pero yo no os dejaría marchar sin explicaros antes la doctrina de las ideas negativas. Locke os enseñará, desde luego, "que hay expresiones negativas que no producen directamente ideas positivas" ["indeed we have negative names which stand not directly for positive ideas"], lo que creeréis de buena gana. En seguida aprenderíais que una idea negativa no es otra cosa que una idea positiva, "con más" la de carecer la cosa; lo que es evidente, como os lo demuestra acto seguido por la idea del silencio. Efectivamente: "¿Qué es el silencio? Es el ruido, con más, el no haber ruido".

¿Y qué es la nada? (Esto es importante por ser la expresión más general de las ideas negativas). Locke responde con una profundidad que no hay con qué ponderarla: Es "la idea del ser", a la que solamente se añade, para mayor seguridad, la de la "ausencia del ser". Pero la misma nada no es nada si se compara con todas las bellas cosas que tendría que deciros acerca del talento de Locke para las definiciones en general. Os recomiendo este punto como muy esencial, por ser uno de los más divertidos o graciosos. Acaso sepáis que Voltaire, con aquella ligereza que nunca le abandonó, nos ha dicho "que Locke es el primer filósofo que ha enseñado a los hombres a definir las palabras de que se sirven, y que con su gran inteligencia no cesa de decir: ¡Definid!". Pues esto en particular; porque justamente sucede que Locke es el primer filósofo que ha dicho: "¡No defináis!" Y que, sin embargo, no ha dejado de definir, y de un modo que sobrepasa el ridículo.

¿Desearíais saber, por ejemplo, qué cosa es el poder? Locke tendrá la bondad de deciros: "Que es la sucesión de las ideas sencillas, de las que unas nacen y las otras mueren". Sin duda estáis deslumbrado con esta claridad; pero aún puedo citaros cosas que son más preciosas. En vano todos los metafísicos nos advierten de común acuerdo que no se intente la definición de esas nociones elevadas o encumbradas, que sirven ellas mismas para definir a las demás. El genio de Locke domina esas alturas, y se halla en estado de darnos, por ejemplo, una definición de la existencia mucho más clara que la idea suscitada en nuestro espíritu por la simple enunciación de esa palabra. Os enseña que la existencia es la idea que está en nuestro espíritu, "y que consideramos como si estuviera actualmente allí, o el objeto que consdieramos como estando actualmente fuera de nosotros".

No se creyera que fuese posible elevarse más alto, a no hallarse en seguida la dificultad de la unidad. Tal vez no ignoréis cómo el preceptor de Alejandro la definió en aquel tiempo en su acepción más general. "La unidad -dijo- es el ser; y la unidad numérica en particular es el principio y la medida de toda cantidad". Ya veis que esto no es del todo malo; pero ahora veréis donde brilla el progreso de las luces. "La unidad -dice Locke- es todo aquello que puede considerarse como una cosa, sea real, sea idea". A esta definición, que hubiera causado fogosos celos a Mr. de la Palice [Perogrullo], añade Locke con la mayor seriedad del mundo: "Así es como el entendimiento adquiere la idea de la unidad".

(...)

¿Desearíais ahora conocer lo que sabía Locke de las ciencias naturales? Os ruego que escuchéis bien esto. Sabéis que cuando se quiere conocer la velocidad en el recorrido de determinada distancia deben conocerse dos términos, a saber: la distancia recorrida y el tiempo empleado en recorrerla. Para apreciar, por ejemplo, la velocidad de dos caballos, no digo que el uno haya ido de aquí a Strelna en cuarenta minutos, y el otro a Caminiostroff en diez, conminándoos a que saquéis vuestro lapicero y a que hagáis una operación aritmética para saber en qué consiste, sino que os diré que ambos caballos han ido, por ejemplo, desde San Petersburgo a Strelna, el uno en cuarenta minutos y el otro en cincuenta; luego es claro que en tales casos, esando la velocidad sencillamente proporcionada al tiempo, no hay espacio que comparar. Pues bien, señores, estas profundas matemáticas no estaban al alcance de Locke. Creía él que sus hermanos los hombres no habían reparado hasta entonces en que en el valor de la celeridad el espacio ha de tomarse en consideración; se queja muy gravemente de "que los hombres, después de haber medido el tiempo por el movimiento de los cuerpos celestes, hayan pensado en medir el movimiento por el tiempo, siendo claro, por poco que se reflexione, que el espacio ha de tomarse en consideración lo mismo que el tiempo".

(...)

Ya veis, señores, lo que sabía Locke sobre los elementos de las ciencias naturales. ¿Desearíais saber o conocer su condición? Aquí tenéis una muestra maravillosa. Nada hay más célebre en la historia de las opiniones humanas que la disputa de los antiguos filósofos sobre los verdaderos manantiales de la felicidad, o sobre el "summum bonum". Pues, ¿sabéis de qué manera comprendió Locke la cuestión? Creía que los antiguos filósofos disputaban, no acerca del derecho, sino del hecho; cambia una cuestión de moral y de alta filosofía en otra cuestión sencilla de gusto o de capricho, y sobre este bello descubrimiento decide con una profundidad asombrosa: "Que tanto valdría disputar para saber si el mejor sabor está en las manzanas, en las ciruelas o en las nueces". Es, como ya veis, tan sabio como moral, o encumbrado, o magnífico.

¿Querríais saber ahora hasta qué punto estaba Locke dominado por las preocupaciones más groseras de la secta, y hasta dónde había hundido o aplanado aquella cabeza el protestantismo? Quiso, no sé en qué capítulo de su libro, hablar de la presencia real. Nada tengo que decir sobre esto. Era reformado y podía dedicarse a ese pasatiempo; pero debiera haber hablado al menos como quien tiene una cabeza regular, en lugar de decirnos, como lo ha hecho, que los partidarios de ese dogma lo creen porque han asociado en su espíritu la idea de la presencia simultánea de un cuerpo en varios lugares con la infalibilidad de cierta persona. ¿Qué diremos de un hombre que era dueño de leer a Belarmino; de un hombre que fue contemporáneo de Petau y de Bossuet; que podía, desde Dover, oír las campanas de Calais; que, por otra parte, había viajado y aun residido en Francia; que había pasado su vida entre el ruido de las controversias, y que escribe formalmente que la Iglesia católica creía en la presencia real bajo la fe de cierta persona que da su palabra de honor?

(...)

Habéis oído a Voltaire que nos dice: "Locke, con su gran entendimiento, no cesa de repetirnos: ¡Definid!". Pero yo os pregunto: ¿hubiera hecho este elogio del filósofo inglés de haber sabido que Locke es eminentemente ridículo, sobre todo en sus definiciones, que no definen nada? Ese mismo Voltaire también nos dice, en una obra que es un sacrilegio, que "Locke es el Pascal de Inglaterra".

Ya sabéis que no siento una ciega estimación por Francisco Arouet; aunque lo juzgue tan ligero, tan malintencionado y, sobre todo, tan mal francés como queráis, nunca, sin embargo, podría yo creer que un hombre de tan buen tacto y de tanto gusto hubiera hecho esa extravagante comparación después de haber juzgado por sí mismo. ¡Cómo! ¿El fastidioso autor del Ensayo sobre el entendimiento humano, cuyo mérito se reduce en la filosofía racional a vendernos o publicarnos, con la elocuencia de un almanaque, lo que todo el mundo sabe o lo que nadie tiene necesidad de saber, y que por otra parte, sería enteramente desconocido en las ciencias a no haber descubierto que "la verdad se mide por el volumen", a un hombre de ese tenor se le compara con Pascal? ¡A Pascal, hombre célebre antes de los treinta años; físico, matemático distinguido, apologista sublime, polemista superior, hasta el punto de transformar la calumnia en entretenimiento; filósofo profundo, hombre singular, en una palabra, y en el que todos los defectos imaginables no serían capaces de eclipsar sus cualidades extraordinarias! Tal paralelo no da lugar ni siquiera a sospechar que Voltaire se hubiera enterado por sí mismo del Ensayo sobre el entendimiento humano. Añadid a esto que los literatos leían muy poco en el siglo último; ante todo, porque llevaban una vida disipada; después, porque escribían mucho, y, por último, porque el orgullo no les permitía suponer que tuviesen necesidad de las ideas de los demás. Hombres de esta clase tienen otras cosas en qué ocuparse, y no en leer a Locke. Tengo motivos para sospechar que, en general, no le han leído los que le ensalzan, le citan y aun quieren explicarlo.


De Maistre

Leibniz, desfasado




Leo este comentario de Simon Conway-Morris, referenciado aquí:


Lo que sí sabemos es que estructuras biológicas muy complejas pueden ensamblarse con notable facilidad, así que olvide la idea de que la evolución es una suerte de penoso esfuerzo desde lo terriblemente simple hacia lo sorprendentemente complejo: aun en el punto de inicio las cosas son ya notablemente complejas.


Y aunque pueda acusárseme de exceso de devoción, no he podido más que pensar en el punto sexto de los Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados en la razón, de Leibniz:

Hay animales pequeños en la simiente de los grandes, y, por medio de la concepción, esos pequeños animales toman un nuevo revestimiento, que se apropian, y así toman medio de nutrirse y engrandecerse, para hacer su entrada en una escena más grande y ser la propagación del animal grande. Es cierto que las almas de los animales espermáticos humanos no son razonables, y no llegan a serlo hasta que la concepción determina en esos animales la humana naturaleza. Y así como los animales no nacen estrictamente en la concepción o generación, tampoco perecen estrictamente en lo que llamamos muerte; porque es razonable que lo que no comienza naturalmente no concluya tampoco en el orden de la naturaleza. Así, despojándose de su máscara o de sus harapos, vuelven tan sólo a una escena más sutil, en donde pueden, no obstante, ser tan tensibles y tan bien regulados como en la otra más amplia. Y lo que acabamos de decir de los animales grandes sucede también en la generación y muerte de los animales espermáticos más pequeños, comparados con los cuales aquéllos pueden considerarse como grandes, pues todo en la naturaleza va al infinito.

Así, pues, no sólo las almas, sino también los animales, son inengendrables e imperecederos; desenvuélvense, envuélvense, revístense, desnúdanse, transfórmanse; las almas no abandonan nunca todo su cuerpo, y no pasan de un cuerpo a otro enteramente nuevo.

No hay, pues, metempsícosis; pero hay metamorfosis; los animales cambian, toman y dejan sólo partes; lo cual ocurre poco a poco y en partículas insensibles en la nutrición, y de pronto, por modo notable, aunque rara vez, en la concepción o en la muerte, que son adquisiciones o pérdidas subitáneas de todo.


Ver también.

martes, 17 de febrero de 2009

San Anselmo según Leibniz




Llamo una perfección a toda cualidad simple positiva y absoluta, i.e., que expresa lo que expresa sin limitación alguna.

Ahora bien, dado que una cualidad tal es simple, se sigue que es inanalizable, i.e., indefinible; pues si es definible, no será por ello una cualidad simple, sino un agregado de varias; y acaso si es una cualidad simple, será definida por sus limitaciones, y por consiguiente será entendida a través de la negación de progresos ulteriores; pero esto va contra la asunción inicial, que era que es puramente positiva.

Sentado esto, no es difícil mostrar que todas las perfecciones son compatibles entre sí, i.e., que pueden coexistir en el mismo sujeto.

Sea una proposición del siguiente tipo: A y B son incompatibles (entendiendo por A y B dos formas simples, i.e., perfecciones; lo mismo vale si se toman más de dos simultáneamente). Es obvio que esta proposición no puede ser probada sin analizar ambos términos A y B, o cualquiera de ellos; puesto que de no ser así, no podrían tenerse en cuenta en el proceso racional, y la incompatibilidad podría ser igualmente demostrada en todo lo demás. Pero (ex hypothesi) son inanalizables. Por tanto, esta proposición sobre aquéllos no puede ser demostrada. Sin embargo, si fuera verdad, a buen seguro podría demostrarse, porque no es una verdad en sí misma. Pero las proposiciones necesariamente verdaderas son o bien probables por otras o bien autoevidentes. Así, esta proposición no es necesariamente verdadera - en otras palabras, no es necesario que A y B no estén en el mismo sujeto. Luego pueden estar en el mismo sujeto, y dado que idéntico razonamiento es válido para cualquier otra cualidad de este tipo que se elija, se sigue que todas las perfecciones son compatibles entre sí.

Luego existe, o puede ser entendido, el sujeto de todas las perfecciones, o el ser más perfecto. Es evidente, entonces, que también existe, ya que la existencia está comprendida en el número de las perfecciones. (Lo mismo puede afirmarse de las formas compuestas de absolutos, supuesto que haya tales).

Mostré este argumento al señor Spinoza cuando estaba en La Haya y lo encontró congruente. Lo desaprobó primero, pero lo puse por escrito, tras lo cual le leí esta hoja.


Leibniz

Argumentos al cabo de los milenios


Interesante sumario de San Anselmo y sus avatares. Ahora bien, la parodia de Gasking es gas. Véase:

1.La creación del mundo es el logro imaginable más maravilloso.

2.El mérito de un logro es el producto de: a) su calidad intrínseca, y b) la capacidad de su creador.

3.Cuanto mayor sea la discapacidad (o minusvalía) del creador, más impresionante será el logro.

4.La minusvalía más formidable de un creador sería su inexistencia.

5.Por lo tanto, si suponemos que el Universo es el producto de un creador existente, podemos concebir un ser aún más grande, a saber, uno que lo creó todo sin existir.

6.Un Dios existente, por tanto, no sería un ser tan grande que uno más grande no pudiera concebirse, porque un creador incluso más formidable e increíble sería un Dios que no existiera.

Por tanto:
7.Dios no existe.


El punto 3, sobre el que descansa su movimiento "ad absurdum", es en sí mismo absurdo, puesto que lo "impresionante" no constituye norma de racionalidad. Más lógico habría sido decir que, siendo mayor la incapacidad del artífice, aumentará en igual medida la improbabilidad del logro, si es que puede llamarse logro a lo realizado más allá de nuestras facultades y como por azar.

Leibniz mostró interés por el argumento ontológico, pese a su aceptación crítica del mismo. Fue precisamente éste el contenido de la nota que discutió en persona con Spinoza en su famosa cita en La Haya.

Su esfuerzo lógico me parece mucho más genial que el subterfugio kantiano. ¿La existencia no es un predicado? Ni falta que le hace. Es el presupuesto de todo predicado: la quidditas del sujeto, su principio de individuación, su mónada.

De Leibniz, que es mi maestro, dicho sea con toda modestia, grabaría con letras de bronce un pasaje de su Teodicea donde se habla de la verdad como una cadena semejante a la aurea catena de Homero y a la Escalera de Jacob, por la que Dios Todopoderoso comprende en una sola mano absolutamente todo -lo infinitamente grande y lo corpuscular, lo impasible y lo caótico- según una necesidad insoslayable. Cualquier otra solución nos conduce a la muerte de Dios y de la Verdad, al eterno retorno, a la imaginación, a la caverna.

También me gusta recordar a Edith Stein: Mi sed por la verdad era una oración: Dios es la verdad. Quien busque la verdad busca a Dios, lo sepa o no.

domingo, 15 de febrero de 2009

Condenados a ignorar




Mi perro me acompaña a una función pública, a una ejecución, por ejemplo; positivamente, él ve todo lo que veo yo: el gentío, el fúnebre acompañamiento, los agentes de la justicia, la fuerza armada, el cadalso, el paciente, el ejecutor, todo, en una palabra; mas de todo esto, ¿qué comprende? Lo que debe comprender en su cualidad de perro: sabrá salir de entre la gente y encontrarme si algún incidente lo ha separado de mí; se colocará de manera que no le estropeen los pies las pisadas de los espectadores; cuando el verdugo levante el brazo, el animal, si está cerca, podrá separarse por temor de que el golpe le toque; si ve sangre, podrá temblar, pero como en la carnicería. Ahí cesan sus conocimientos, y todos los esfuerzos que empleasen sus inteligentes instructores sin descanso por los siglos de los siglos, no consegurían otra cosa: las ideas de moral, de soberanía, de crimen, de justicia, de fuerza pública, etc., propias o ajenas a este triste espectáculo, son nulas para él. Todos los signos de esas ideas le rodean, le tocan, le oprimen, por decirlo así; pero inútilmente, porque todos carecen de significación cuando no hay idea preexistente. Es una de las leyes más evidentes del gobierno temporal de la Providencia que todo ser activo ejerza su acción en el círculo que le está trazado, sin que pueda nunca salir de él. ¿Y cómo pudiera el buen sentido imaginar lo contrario? Partiendo de estos principios, que son incontestables, ¿quién os ha de decir que un volcán, un huracán, un terremoto, etc., dejan de ser para mí exactamente lo que la ejecución es para mi perro? Comprendo de todos estos fenómenos lo que debo comprender, es decir, todo cuanto está en relación con mis ideas innatas, que constituyen mi cualidad de hombre. Lo demás es carta cerrada.


De Maistre

viernes, 13 de febrero de 2009

La tetera de Darwin


Se diría que el cálculo de probabilidades sólo es procedente cuando se aplica a Dios, o a la imagen que de él se hacen los ateos. ¿Por qué esa huida hacia delante cuando se someten los pretendidos resultados de la evolución a idéntico estándar?

En realidad, hay algo muy cierto en el argumento antrópico, y es que no todos los universos son igual de improbables (uno en el que se dé a determinados seres la facultad de juzgar lo es infinitamente más), mientras que en principio sí lo son todos los hechos contingentes. Este salto, que rompe la falsa analogía de Ayala, no puede verse si estimamos que la vida racional es un compuesto químico más entre tantos, como la concepción de Dembski en el útero de su madre es una más entre tantas. En breve: Si creemos que son isomorfos lo sensible y lo inteligible, es decir, lo medido y la medida, creeremos también que los distintos universos posibles son equiprobables.

Pero esto tiene una refutación sencilla. Medir es poner límites, y un límite es disímil a lo que limita, pues si compartiera la misma naturaleza sería una prolongación en lugar de un límite. Por tanto, dado que explicar es limitar, lo que explica la materia -distinguiéndola del resto de nociones- no puede ser materia, salvo que entendamos que la división conceptual establecida entre la materia y todo lo demás es arbitraria, como lo sería dividir longitudinalmente una pizarra con la marca de una tiza. Ahora bien, ello conllevaría admitir que la materia es por completo inexplicable, y que las ideas, incluso las jamás concebidas, son tan físicas como el universo.

Queda una última consideración por hacer. La fecundación que da lugar a un Dembski puede tenerse por equiprobable respecto a cualquier otra de los mismos progenitores, aunque ello es así sólo si dejamos de analizar, por desidia o por ignorancia, la causa de que prospere una sobre las demás. Sin embargo, no hay causa que pueda hacer más probable a un universo en relación a sus competidores estadísticos. Resulta absurdo postularla desde el momento en que se asume o bien que son universos incausados, o bien que nada sabemos de esta causa. Por consiguiente, el grado de probabilidad se medirá por sus efectos.

martes, 10 de febrero de 2009

Memento







O Signor santo, e vero,
Che del mondo hai l'impero:
O Signor santo, e forte,
Domator de la morte,
Domator de la vita;
Somma bontà infinita:
A te Signor, a te
Gloria e laude si de'
A te sommo Signor supremo, e degno
Sia gloria eterna, e sempiterno Regno.

I.

Il tempo,
Il tempo fugge,
La vita si distrugge;
E gia mi par sentire
L'ultima tromba, e dire:
"Uscite da la fossa
Ceneri sparse, et ossa,
Sorgete anime ancora,
Pretende i corpi or ora;
Venite a dir il vero,
Se fu miglior pensiero
Servire al Mondo vano,
O al Re del ciel soprano".

Sì che ciascun intenda,
apra gli occhi e comprenda,
che questa vita è un vento,
che vola in un momento;
oggi vien fore,
doman si more;
oggi n'appare,
doman dispare;
faccia dunque ognun prova,
mentre il tempo le giova,
lasciar quant'è nel mondo,
quantunque in sé giocondo;
ed opri con la mano, opri col core,
perché del ben oprar frutto è l'onore.

II.


Questa Vita mortale,
Per fuggir presto, ha l'ale:
E con tal fretta passa,
Ch'a dietro i venti, e le saette lassa.
Veloce il giorno e ratto
Corre a la notte: a un tratto
Dispar la state, e 'l verno,
Tale che da un punto sol vassi a l'eterno.
Il tempo, che non dura,
Ci logra, e ci misura.
Ahi come in un momento
Dà il Ciel la vita, e se la porta il vento!
Ma la vita, ch'è breve,
Il saggio odiar non deve,
Per ciò che il tempo corto
Fa giunger tosto al desiato porto.

lunes, 9 de febrero de 2009

La medida de todas las cosas




Mantenemos el nexo moral con la Antigüedad a través del concepto de honor, cuya preservación permite que todavía nos identifiquemos con ella o la admiremos.

El honor es la vergüenza que no puede mostrarse y ya ni siquiera sentirse. Es el reverso positivo de la sumisión genuinamente semítica, su reverso necesario. Entre los bárbaros se ha asociado a la desesperación y al ansia de muerte que conduce al suicidio o al holocausto ritual. Pero en Europa ha sido el afecto heroico por excelencia, el charisma mediante el que un solo individuo era capaz de cargar con la responsabilidad de un pueblo entero, por lo que se le creía facultado para quedar por encima de la ley; mientras que con el criminal la ley exige su satisfacción y es todo el pueblo quien ha de corregir a un hombre solo.

La modernidad, en la medida en que ignora el destino, es relativamente incapaz de comprender el honor. Ha extendido un velo sobre los fines y ha envuelto en una oscuridad aún mayor lo innato de la virtud que, escondida en el pecho, cada uno lleva como el deber secreto al que ha de dar cumplimiento. Por ello el espíritu moderno, carente de horizonte para el sujeto, se contempla a sí mismo como un camino auspicioso y una senda de progreso universal, esto es, de enmienda genérica a la humanidad.

Ha ideado con este propósito un ardid con el que administrarnos el fármaco de la tranquilidad de espíritu. Habría sido imposible convencer a las naciones de su ausencia de sentido, de la maldad intrínseca de la guerra y de la perversión de todo orgullo, incluido el legítimo, sin proponer al mortal una catársis de su miseria a través de la falsa introspección. Potenció en su alma las tendencias autocompasivas, el cansancio por el dolor. Elevó hasta un lugar estimable y decoroso la deshonra de situarse por debajo de uno mismo para, desde ahí, contemplar al género de los hombres como la reproducción de la propia imagen caída.

Ningún añadido o supresión subsana una mentira, y sin embargo para convertir una verdad en engaño basta con mutilarla mínimamente. Amar al prójimo con un amor idéntico al que nos profesamos sólo sería regla de justicia si el hombre fuera la medida de todas las cosas. Ahora bien, estando Dios por encima de todas ellas, la pasada es regla de equidad -y nada más. Por consideración al orden moral seremos clementes, es decir, suprimiremos el exceso; y por miramiento hacia el fondo eterno de nuestros actos seremos caritativos, ofreciendo más de lo que se nos reclama, puesto que sólo a nosotros nos es dado saber lo que debemos. Entregaremos al altar lo que es del altar y al fuego lo que es del fuego, émulos de la sabiduría de Atenas contra el sacrilegio de Protágoras, el primer moderno.

domingo, 8 de febrero de 2009

Lo que no le debemos a Darwin-II




La réflexion que je fais n'est pas nouvelle. Un ancien Philosophe, après avoir remarqué que certains Minéraux tiennent beaucoup de la nature des Végétables et qu'il y a des Plantes qui aprochent assez de celle des animaux ajoûte ces paroles remarquables. "Le Créateur, dit-il, passant des Etres brutes à l'Animal raisonnable qui est l'Homme, n'en est point venu tout d'un coup à former ce bel ouvrage, mais il a donné aux autres Animaux une espèce d'Intelligence naturelle, leurs inventions et leurs ruses, ensorte qu'ils approchent assez des Etres raisonnables". Selon la pensée de ce Philosophe les Bêtes sont un prélude, un essai par où le Créateur se préparoit à son chef-d'oeuvre. S'il falloit accorder une Ame aux Plantes, sous prétexte qu'on ne sauroit déterminer bien juste où le genre animal commence, il en faudroit donc aussi donner une aux pierres, puisqu'on ne sait pas bien non plus où commence le genre végétatif, y ayant des Plantes pierreuses ou des pierres qui tiennent de la nature des plantes, témoin les Coraux et les Corallines, vû sur-tout l'opinion très-plausible de Tournefort et dans laquelle il s'est fait suivre de plusieurs Physiciens, sur la végétation des Fossiles.


Boullier


El antiguo filósofo es Nemesio, obispo de Emesa, escritor eclesiástico del siglo IV. La obra de Boullier donde aparece la cita y su examen, Essai philosophique sur l'âme des bêtes, se publicó en 1728.

Ver también.

Cuatro tesis


1. Nadie honesto puede negar que el catolicismo es también política, en la medida en que se ocupa de fundamentar la moral y de organizar sus recursos.

2. E converso, sostengo que el laicismo es también ateo, aunque el ateísmo no sea siempre laicista (sí en la inmensa mayoría de casos).

3. Subrayo que los laicistas no quieren librarnos de la teocracia que nunca hemos tenido en Occidente. Su cometido es, en cambio, detener la penetración cultural del llamado clericalismo. Éste es un fenómeno difuso que comprende desde el Tribunal del Santo Oficio hasta un crucifijo en el aula de un país democrático; desde las encíclicas papales hasta mis comentarios en un ignoto foro de internet; y desde un juramento hasta la Misa en B menor.

4. Afirmo, por último, que es imposible sin el empleo de la fuerza eliminar una opción política (el conservadurismo, el iusnaturalismo, etc.) salvo que se consiga secar antes su raíz intelectual. El laicismo no parte de la negación dialéctica de su contrario, quedando abierta la alternancia, mas de su anulación axiomática. Por consiguiente, la ideología laicista no sólo combate con recursos públicos contra una forma de hacer política, sino también contra una forma de pensar y de expresarse.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Positivismo y solipsismo


La crítica del segundo Wittgenstein al positivismo (es decir, al primer Wittgenstein) no es más que el intento de subsanar los errores derivados de la desconfianza inicial hacia los lenguajes naturales. El positivista sabe que su experiencia está mediada por experiencias ajenas que, tras su fosilización, se incrustan en el sistema lingüístico de cada hablante. Para recuperar la pureza de la observación, pues, se deshace de la gramática ordinaria y la sustituye por un esqueleto lógico con reglas fácilmente identificables.

Pues bien, hicieron falta un par de décadas para que el filósofo reparase en lo quimérico de tal empresa. Al fin, reconoció que la verdad no nace del consenso de los hombres-mónada, que sería imposible de alcanzar si se los forzara a ser coherentes, sino de las reglas que todos ellos presuponen antes de crear sus propias reglas particulares.

Más allá de la moral cartesiana-III (puntualizaciones a J.Z.)


En primer lugar, aclarar sólo que no dije que la injusticia consista en la autocontradicción de los sistemas normativos, sino que la justicia tiene como condición necesaria la no contradicción recíproca de los preceptos justos (aquellos que no dañan gratuitamente y defienden intereses legítimos). Las normas ajenas a unas reglas epistemológicas comunes son inoperantes; no sólo porque se dificulta su inteligencia (lo mismo sucedería si estuvieran escritas en chino), mas debido a que su manifiesta falta de verdad, resultante de su inarmonía en el sistema, impide que sean generalmente aceptadas, pese a que se entiendan perfectamente.

En segundo lugar, no transijo con el "para nosotros" o, mejor dicho, el "para mí" como complemento relativizador de ninguna palabra. Las palabras tienen un significado unívoco para todos los que las usan como procede, siempre que no se refugien en la vaguedad. Con los valores no es distinto. ¿O acaso pertenecen a una parte especial del lenguaje?

Pero dirás que puedo estar seguro, con todo, de que algo me conviene al tiempo que perjudica a otros. Y que esta diversidad de los efectos podría llevarme a pensar que la causa de los mismos no está en el hecho en sí, sino en la mente de quien los aprecia. Ahora bien, aquí radica precisamente la diferencia entre el plano estético y el ético, entre la introspección y la acción. El Derecho no se ocupa de la belleza del almendro en flor en primavera ni, en general, de materias opinables y sin relevancia social. Su cometido es evaluar sucesos cuyo juicio no ha de depender de preconcepciones individuales. Así, para que se estime fraude deberá probarse el perjuicio y el dolo; nadie nos preguntará qué entendemos por fraude.

Finalmente, me temo que hablamos de cosas distintas cuando nos referimos a las emociones. Comprendo, y así lo he señalado desde el primer mensaje, que las emociones son estados de ánimo de origen pasional o inconsciente, que carecen de intención o fin y, por tanto, de substantividad moral. Es decir, de mi alegría o mi tristeza no puede inferirse mi bondad o mi maldad. Una "emoción moral", pues, es una contradicción en los términos, ya que no hay moral donde no existe reflexión, y por tanto tampoco responsabilidad o culpa. En ello nos basamos cuando eximimos a los disminuidos psíquicos y a los dementes por determinados crímenes.

El uso de palabras engañosas como "empatía" nos confunde continuamente. Aunque el término nos predisponga a creer otra cosa, los sujetos normales no estiman la injusticia de un delito porque compartan el pathos de la víctima (bien podrían compartir el del delincuente), así como no reconocen la justicia de unos comicios sólo cuando se identifican con los vencedores. Son reflexiones objetivas las que generan esta clase de asentimientos. Todavía más: incluso en las identificaciones "pasionales" hay razonamientos subyacentes, verdaderos o falsos; no son meras reacciones orgánicas ante determinados estímulos, lo cual permite que podamos cambiar de opinión radicalmente sin que nuestra constitución física cambie (en contra de Galeno), o bien el que la mantengamos a lo largo de nuestra vida con independencia de los avatares por los que pasemos.

And in each track of glory since






Es la segunda vez que publico esta canción en el blog, pero doy por hecho que nadie la escuchó en la primera ocasión. Si no os gusta, no hace falta que busquéis más en el Barroco. Ni en la música, me atrevería a decir.

martes, 3 de febrero de 2009

Metafísica o estadística




Tanto este diálogo como el anterior son muy sensatos. De hecho yo no conozco a ningún teísta que haya pretendido una explicación científica -es decir, causal- de Dios, que es la primera causa, la única que no procede de otra. Sí me consta, en cambio, que muchos ateos nos asedian de continuo con impertinencias probatorias. Hablé de ello hace cinco años.

Hay una sola cosa con la que no estoy de acuerdo, no obstante: que la ciencia excluya las causas finales. Eso no lo habéis demostrado.