viernes, 30 de octubre de 2009

Dos observaciones


1) El consenso en la fe conlleva la paz. Los principios que unen a los Estados en una comunidad superior, más allá de los intereses puntuales, han de basarse en el reconocimiento de deberes inalterables y no susceptibles de derogación. Esto es, en deberes religiosos, al margen de la voluntad popular y las potestades soberanas. Para este cometido se ha recurrido siempre a invocar lo sobrenatural mediante juramentos o votos. No tiene sentido esperarlo todo de la confianza mutua que se profesan los hombres, cuando se legisla precisamente para protegerse de su infidelidad eventual.

2) La tolerancia y el respeto hacia la pluralidad de credos sólo se alcanza en las sociedades modernas, tras Westfalia y la invención del Estado nación, el cual disocia lo jurídico de lo religioso. No puede imputarse a la religión cristiana una mayor intolerancia que cualquier otra, ni cabe deducir que las convicciones ateas o la ausencia de convicciones sean de por sí más beneficiosas para el interés público, si no las respalda una teoría política como la mencionada.

Por 1) tenemos que la religión es necesaria y por 2) que no es no forzosamente nociva. Que haya religiones malignas, por irracionales o inhumanas, debe inclinarnos a buscar la verdadera. Creer que todas son útiles por igual, o que todas han de ser infames en algún grado, es una superstición indemostrable.

martes, 27 de octubre de 2009

El mayor error de los cristianos: asentir ante los poderosos


El laicismo imperante, que fructifica en bodrios cinematográficos y demás morralla propagandística, insiste en su doctrina política y última eclosión democrática, a la que podríamos llamar doctrina del silencio: Todo lo que no sea institucional no es político; todo lo que no sea político es irrelevante; todo lo irrelevante no debe ser escuchado ni atendido. No es una doctrina nueva, sino que viene siendo la consecuencia natural de los planteamientos revolucionarios que dieron lugar al liberalismo en la Europa continental. El pueblo a sí mismo determinado contra sus opresores fácticos. La moral como el consenso que el pueblo decide y vota. La sociedad como cuerpo autónomo que se constituye a sí mismo ("la nación"), elige soberanamente a sus representantes y los depone llegada la hora. Esa mentira.

Para lograr su cometido, nada mejor que avergonzar a los creyentes, ya que la vergüenza resulta el punto flaco de todo hombre que todavía no se haya convertido en animal. Es, por cierto, muy difícil avergonzar a un ateo cínico. Haced la prueba. Pero ello no obsta para que empleen bien estudiados espantajos a fin de paralizar el ánimo de los humildes y cargarlos con las culpas que nadie más estaría dispuesto a reconocer. Su éxito ha resultado hasta la fecha notable. Han conseguido en buena medida lo que pretendían: Christiani in consilio taceant. Han lanzado sobre nosotros las fieras de la crítica, pero también las de el embuste y la calumnia; han empleado malas artes en Historia y han hecho acopio de todos los medios al alcance para difundir sus delirios, dándoles la consistencia de un ideario finalmente compartido hasta por sus propios enemigos.

Así, ¿no hubo cristianos hipócritas y criminales? Evidentemente los hubo. El cristianismo se prostituyó por el poder en la última fase del Imperio, en parte como consecuencia de la descomposición institucional. San Isidoro, en su correspondencia con San Braulio, es muy duro narrando los hechos:


Acilius Severus fue el primero que utilizó los ideales cristianos, pervirtiéndoles previamente, para frenar los deseos y anhelos de justicia de los hermanos más pobres y necesitados, para santificar la propiedad privada y para justificar y acreditar la abominable desigualdad que reina en este Mundo.

El notario Paulus fue el primer cristiano hispánico que se convirtió de forma vesánica en un cruel y despiadado perseguidor de los hermanos paganos. Sus persecuciones hacen que sean juegos de niños las que llevaron a cabo Domiciano, Decio y Diocleciano contra los discípulos de Cristo. Por su habilidad en torturar y atormentar las carnes a los sospechosos paganos, se le dio el cognomen de Catena. Debido a su morbosa pericia y constancia, se le encargó de localizar a los partidarios de Majencio, a los que desolló y despellejó vivos; luego intervino en los procesos posteriores a la ejecución de Galo y, más tarde, con sus habilidades probadas de torturador ducho trató de sacar a la luz a los partidarios de Silvano.

Con Teodosio la corrupción y putrefacción se extienden por toda la sangre del cuerpo del cristianismo hispano. Su esposa Flacila colocaba en el poder a los miembros de su familia, muy piadosos todos, más que Eneas, envenenando previamente a los que estaban en él. No obstante su sabiduría excelsa de famoso veneficiis mulier, fue una gran protectora de los obispos y presbíteros hispanos, a los que su pietas regaló grandes sumas de dinero, oceánicas fortunas. Materno Cinegio, el mayor simoniaco del que yo tenga noticia, fue comes sacrarum largitionum en los años de Nuestro Señor Jesucristo que van del CCCLXXXI al CCCLXXXIII. Al cesar en este cargo pasó a ser quaestor sacri palatii, y luego, hasta su muerte, prefecto del pretorio de Oriente. Su esposa Acantia trasladó a Hispania sus restos, que en el Año de Nuestro Señor Jesucristo de CCCLXXXVIII habían sido enterrados en la Iglesia de los Santos Apóstoles con la mayor pompa y solemnidad.

Flavio Euquerio, el tío salvaje de Teodosio I, Flavio Siagrio, hermano y amante de la emperatriz Flacila, Asturio, suegro del anterior. Leocadio, primicerius domesticorum, que gastó un millón de soldi para construirse su propio sarcófago o comedor de carne en Barcelona, Honorio, el hermano bastardo de Teodosio, el poeta Juvenco, Melania la Vieja y otros a los que me da asco y grima pronunciar sus nobles nombres, todos ellos cristianos poderosos, son los ejemplos más sobresalientes de feroces y desalmados perseguidores de hombres, hermanos nuestros, que se obstinaban en no conocer la Palabra de Cristo a consecuencia de los perversos ejemplos de que daban constancia con sus actos impuros los cristianos poderosos de esta Hispania nuestra. Todos ellos son responsables del tránsito moral que va de los principios de la vida de fe del cristianismo a lo práctico de la cobardía útil. Lo práctico es siempre un subterfugio con el que se intenta legitimar la traición a los principios morales que estableciese Nuestro Señor Jesucristo. Han convertido el cristianismo en una gigantesca liturgia que con su masa inercial de minucias escrupulosas, rito y rituelos lleva a los fieles por un camino en donde los principios están escritos en un vocabulario completamente degradado por falta de práctica. Han convertido el cristianismo en un código huero gracias al que se reconocen mutuamente los súbditos de un Estado hiperterrenal. Pero hay que decir que existió un pasado político romano no absolutista, así como un período cristiano no sacerdotalista. Ahora bien, la República romana y el Evangelismo sencillo debieron desaparecer tras la colosal bambalina del Sacerdocio y el Imperio. ¡Pero allá los que besan las cadenas y se arrodillan mentalmente ante príncipes absolutos y tiranos religiosos!


Ahora bien, si lees detenidamente verás que acusa a la Iglesia de pasividad ante el brazo secular y de cultivar el amiguismo, más que de conspirar contra el Estado y actuar al margen de éste. Amenábar, en cambio, toma a San Cirilo como símbolo de todo obispo y cargo eclesiástico, cuando sus circunstancias estuvieron muy acotadas por la situación de Alejandría en esa época, así como por la inacción de Orestes. El mal del cristianismo, según el director de Ágora, fue injerirse en política y coartar al "justo" poder laico (metáfora agradecida del poder que lo subvenciona y mima), si bien en opinión de Isidoro el error fue exactamente el contrario y además, añado, cesó con el Imperio, en lugar de agravarse en la Edad Media entrante, como de muy indocta manera insinúa la película. Así, una vez el cetro de Roma sucumbió en Occidente, la Iglesia empezó a construir Europa como soberana espiritual de una nueva nación de naciones, libre de las ataduras y los chantajes, lejos del despotismo asiático y del corrupto entramado funcionarial que fue la carcoma de los latinos como es hoy la nuestra.

Leibniz frente a Darwin




Recuerdo haber leído un pasaje de Leibniz en el que se comparaba la ley de la continuidad en la naturaleza con las reglas de la geometría euclideana. Así, todo ser estaría idealmente vinculado a otro en extremo semejante a través del principio de razón suficiente, de modo análogo a como un círculo perfecto se relaciona con la serie de las elipses y, desde ellas, con cualquier otra figura compuesta a partir de ciertos principios generatrices comunes.

De acuerdo con esto, ¿habría apoyado Leibniz la teoría del ancestro común, una de las tesis primordiales del darwinismo? ¿O, más bien, habría establecido que todo ser posee un fundamento biológico compartido (i.e., las mónadas) sin que sea necesario presuponer una única causa material para la totalidad de los vivientes? Sin duda podría haber admitido que se dan conexiones causales entre especies, así como entre circunferencias y elipses, pero al mismo tiempo habría postulado, me parece, que cierta información mínima (¿genes preseleccionados?) debía ser compartida por los individuos con carácter previo al acontecer de cada transición o evolución, siendo la fuente intrínseca de todo nuevo cambio en el futuro.

El presupuesto de base no es caprichoso, pues ¿de qué otra manera puede establecerse la continuidad si no es matemáticamente?

lunes, 26 de octubre de 2009

Pistis Sophia




Nietzsche escribió que 'Sólo hay un Dios' es un aserto prácticamente ateo. Gustavo Bueno supo recoger esta idea al hablar de lo terciogenérico en las religiones y su progreso hacia lo abstracto e intersubjetivo. Sostengo que es una idea equivocada.

1. El monoteísmo presenta a una divinidad que se distancia de nosotros en casi todo, que es infinita, que no puede describirse, definirse o pensarse. Ahora bien, aquello que no es objeto de los sentidos ni del pensamiento requiere más fe que lo que sí lo es. Luego el monoteísmo exige mayor fe que la idolatría.

2. La diferencia fundamental entre paganos y cristianos es que aquéllos no tenían ninguna idea de la creación, y concebían todos los procesos incomprensibles como engendramientos. Lo "ex nihilo" les era ajeno, siguiendo la antigua máxima según la cual de la nada nada sale. Por tanto, el monoteísmo conllevó un misterio más y una fe más profunda.

3. El sistema cristiano en particular aportó nuevas aporías: El pecado original, que es contraído por nuestros primeros padres y permanece en nosotros invariablemente. La gracia, que es dada por Dios sin necesidad de nuestra invocación y sin merecimiento por nuestras obras pasadas. Cristo crucificado, "necedad para los gentiles". Todos estos son dogmas "ab initio" que definen la condición de católico. Por el contrario, el paganismo tuvo comienzo en una serie de especulaciones teológicas que al principio fueron razonables y a las que sólo con el tiempo fueron añadiéndoseles relatos fantasiosos y obscenos. No es sorprendente, pues, que los antiguos abrazaran el paganismo, aunque tras el paso de los siglos mostrasen crecientes dudas. Sí lo es que se convirtieran a la religión cristiana, sabios incluidos, puesto que implica mucha más fe.

4. El mundo precristiano, con escasas excepciones, no conoció las guerras de religión. Demuestra mayor apego y convicción por la fe quien combate por su credo y aspira al proselitismo universal que quien sólo mantiene una piedad popular abigarrada e inconsistente.

Por todo esto, doy por probado que el monoteísmo exige fe en un grado mucho más alto que cualquier forma de adoración politeísta o panteísta. No obstante, no se muestra contrario a la razón, como se sigue del incremento de la racionalidad en las sociedades que lo adoptan. La conclusión es que fe y razón no se oponen.

Pseudoprofetas




Ciencia y fe, siendo distintas, no son incompatibles ni individual ni socialmente. Los ejemplos son tantísimos que superan en mucho a los contraejemplos generados por eventuales conflictos de intereses o etapas de transición. Es demostrable que el progreso del monoteísmo (pagano y cristiano) condujo al avance de la ciencia, pese al deterioro y hundimiento de las estructuras económicas que hacen posible esta clase de desarrollos.

Se trata, como digo, de ámbitos diferentes. Uno se ocupa de la moral y su fundamento sobrehumano; el otro del conocimiento y su fundamento extrahumano. Tanto el religioso como el científico niegan que el hombre sea la medida de todas las cosas. Esto no excluye que sus magisterios puedan solaparse. Si el religioso cree que cierto tipo de universo se compadece mal con determinada clase de hombre, atacará a dicha noción cósmica como sospechosa de herejía. Y si el científico considera que cierto tipo de hombre no se adecua a determinada clase de universo, arremeterá contra tal modelo antropológico.

No es casual que la ciencia en los últimos tiempos se complazca en ser, más que un engrandecimiento, una humillación constante para nuestra especie, a la que se despoja de todos sus privilegios metafísicos. De esta forma se cree mortificar nuestra vanidad al tiempo que se fortalece nuestra capacidad para la duda. Ahora bien, siempre se ha dudado. La ciencia no nos ha hecho más prudentes, sino más exactos. Por tanto, su pretensión de reformarnos en este sentido es más moral que científica y debe ser rechazada.

domingo, 25 de octubre de 2009

Antropogenia




El acto espiritual, en la forma en que el hombre puede realizarlo y en contraste con este simple anuncio del esquema corporal del animal y de sus contenidos, está ligado esencialmente a una segunda dimensión y grado del acto reflejo. Tomemos juntamente este acto y su fin y llamemos al fin de éste "recogimiento en sí mismo" la conciencia que el centro de los actos espirituales tiene de sí mismo o la "conciencia de sí". El animal tiene, pues, conciencia, a distinción de la planta; pero no tiene conciencia de sí, como ya vio Leibniz. El animal ni se posee a sí mismo, ni es dueño de sí; y por ende tampoco tiene conciencia de sí. El recogimiento, la conciencia de sí y la facultad y posibilidad de convertir en objeto la primitiva resistencia al impulso, forman, pues, una sola estructura inquebrantable, que es exclusiva del hombre. Con este tornarse consciente de sí, con esta nueva reflexión y concentración de su existencia, que hace posible el espíritu, queda dada a la vez la segunda nota esencial del hombre: el hombre no sólo puede elevar el "medio" a la dimensión del "mundo" y hacer de las "resistencias" "objetos", sino que puede también -y esto es lo más admirable- convertir en objetiva su propia constitución fisiológica y cada una de sus vivencias psíquivas. Sólo por esto puede también modelar libremente su vida. El animal oye, y ve, pero sin saber que oye y que ve. Para sumergirnos en cierto modo en el estado normal del animal, necesitamos pensar en ciertos estados extáticos del hombre, muy raros, como los que encontramos en el despertar de la hipnosis, en la ingestión de determinados tóxicos embriagadores y en el uso de ciertas técnicas que paralizan la actividad del espíritu, por ejemplo, los cultos orgiásticos de toda especie. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten de las cosas mismas del medio. Incluso el hombre primitivo -que se halla en ciertos rasgos próximo aún al animal- no dice: "yo detesto esta cosa", sino: "esta cosa es tabú". El animal no tiene una voluntad que sobreviva a los impulsos y a su cambio y pueda mantener la continuidad en la mudanza de sus estados psicofísicos. Un animal va siempre a parar, por decirlo así, a una distinta cosa de la que "quiere" primitivamente. Es profundo y exacto lo que dice Nietzsche: "El hombre es el animal que puede prometer".


Scheler

sábado, 24 de octubre de 2009

El monoteísmo salvó la ciencia antigua


Ved en Plutarco, Vida de Nicias, cómo los físicos que explicaban por causas naturales los eclipses de luna resultaron sospechosos al pueblo. Se los llamó "meteoreros", persuadidos de que reducían toda divinidad a causas naturales y físicas, hasta que Sócrates cortó de raíz con todo, al someter la necesidad de las causas naturales a un principio divino e inteligente. La doctrina de un ser inteligente fue hallada por Platón como un preservativo y defensa contra las calumnias de los celosos paganos.


Montesquieu

Tiempos ilustrados




Siendo cónsules Lucio Aurelio y Lucio Cecilio en la comarca de Roma se encontró un hermafrodita de ocho años y fue arrojado al mar. Tres grupos de nueve doncellas realizaron cánticos en la ciudad.


Julio Obsecuente

jueves, 22 de octubre de 2009

La flecha del deber


Cuando consideramos a un hombre culpable e indigno de formar parte de nuestra sociedad no es por no haber llegado todavía a lo que se esperaba que fuera, sino por haber llegado a lo que se esperaba que no fuera. Un reo de pena capital es, como un muerto, radicalmente inútil, puesto que ya ha cumplido su destino. En cambio, forzar el destino y eliminar a un sujeto inmaduro en base a preferencias utilitarias supone invertir este esquema de aplicación de los valores. Es la mayor o menor realización de nuestros fines naturales y sociables lo que nos hace útiles y estimables; no es la mayor o menor utilidad presente la que posibilita el cumplimiento de nuestros fines aún por realizar y nos da carta de existencia futura.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Vieja nueva raza de bárbaros




Paro al primer americano con el que me topo, ya sea en su país o en otra parte, y le pregunto si cree la religión útil a la estabilidad de las leyes y al buen orden de la sociedad; me responde sin vacilar que una sociedad civilizada, mas sobre todo una sociedad libre, no puede subsistir sin religión. El respeto a la religión es, a sus ojos, la mayor garantía de la estabilidad del Estado y de la seguridad de los particulares. Los menos versados en la ciencia del gobierno saben, al menos, eso. No obstante, no hay en el mundo país en el que las doctrinas más atrevidas de los filósofos del siglo XVIII, en materia de política, se apliquen más que en América; sólo sus doctrinas antirreligiosas nunca lograron hacerse camino, y ello pese a la libertad ilimitada de prensa.

(...)

Mas ¿por qué buscar ejemplos fuera de Francia? ¿A qué francés le pasaría por la cabeza escribir hoy los libros de Diderot o de Helvétius? ¿Quién querría leerlos? Casi diría, ¿quién conoce sus títulos? La experiencia incompleta que hemos adquirido tras sesenta años de vida pública ha bastado para que sintamos rechazo ante esa peligrosa literatura. Ved cómo el respeto hacia la religión ha retomado gradualmente su imperio en las diferentes clases de la nación, a medida que cada una de ellas iba adquiriendo dicha experiencia en la escuela de las revoluciones. La antigua nobleza, que era la clase más irreligiosa antes del 89, se volvió la más fervorosa a partir del 93; agredida la primera, se convirtió la primera. Cuando la burguesía sintió también ella el golpe en su triunfo, se la vio a su vez aproximarse a la fe. El respeto a la religión penetró paulatinamente doquiera los hombres tenían algo que perder en los desórdenes populares, y la incredulidad desapareció, o al menos se escondió, a medida que el miedo a las revoluciones se hacía visible.

No era así a finales del Antiguo Régimen. Habíamos perdido tan completamente la práctica de los grandes asuntos humanos, e ignorábamos hasta tal punto la parte que tiene la religión en el gobierno de los imperios, que la incredulidad se estableció en primer lugar en el espíritu de quienes, precisamente, tenían un interés más personal y apremiante en preservar el orden del Estado y la obediencia del pueblo. No sólo la acogieron, sino que en su ceguera la propagaron por debajo de ellos; hicieron de la impiedad una especie de pasatiempo de su ociosa vida.

La Iglesia de Francia, hasta entonces tan fértil en grandes oradores, sintiéndose así abandonada por todos aquellos a los que el interés común debía unir a su causa, se volvió muda. Por un momento hasta se llegó a creer que, con tal de ver confirmados sus riquezas y su rango, habría estado dispuesta a condenar su propia fe.

A quienes negaban el cristianismo elevando la voz, y a quienes todavía continuaban creyendo en silencio, sucedió lo que tan a menudo ha sucedido entre nosotros, y no sólo en materia de religión, sino en cualquier otra. Los hombres que conservaban la antigua fe temieron ser los únicos en serle fieles, y asustándoles más el aislamiento que el error, se unieron a la multitud aun sin pensar como ella. Lo que aún no era más que el sentir de una parte de la nación pareció así la opinión de todos, pareciendo desde entonces irresistible aun a los ojos de quienes le dieron esa falsa apariencia.

El descrédito universal en el que cayeron todas las creencias religiosas a fines del último siglo ejerció sin lugar a dudas la mayor influencia en toda nuestra Revolución, marcando su carácter. Nada contribuyó más a dar su fisonomía esa expresión terrible que se le ha visto.

(...)

En la mayoría de las grandes revoluciones políticas aparecidas hasta ese momento en el mundo, quienes atacaban las leyes establecidas habían respetado las creencias y, en la mayoría de las revoluciones religiosas, quienes atacaban la religión no habían emprendido cambiar con un mismo golpe la naturaleza y el orden de todos los poderes, y abolir de cabo a rabo la antigua constitución del gobierno. Es decir, que en los mayores trastornos de la sociedad hubo siempre un punto que permanecía sólido.

Pero en la Revolución Francesa, con las leyes religiosas abolidas al mismo tiempo que se trastocaban las civiles, el espíritu humano perdió por completo su equilibrio; no supo ni a qué atenerse ni dónde detenerse, y se vieron aparecer revolucionarios de una especie desconocida que llevaron la audacia hasta la locura, a los que ninguna novedad pudo sorprender, ningún escrúpulo frenar, y a los que la ejecución de ningún deseo hizo vacilar. Y no vaya a creerse que estos seres nuevos hayan sido la creación aislada y efímera de un momento, destinada a pasar con él; en efecto, llegaron a formar una raza que se ha perpetuado y expandido en todos los lugares civilizados de la tierra, conservando por doquier la misma fisonomía, las mismas pasiones, el mismo carácter. La encontramos en el mundo al nacer: la tenemos ante los ojos.


Tocqueville

De hombres y gusanos




El tema del antepasado común me supera y no sabría pronunciarme al respecto, al no ser la biología mi especialidad. Pero puedo pensar en una alternativa a esta visión de las cosas. Es posible que en el mundo rija una cierta continuidad entre las especies sin que ello remita necesariamente a un parentesco recíproco. En la geometría euclideana, por ejemplo, todas las figuras pueden formarse unas desde otras alterando las reglas de su composición, ya que parten de principios idénticos. Así, si hubiera un mínimo denominador común repitiéndose en todos los individuos y, por ende, en todas las especies, podríamos trazar parecidos y continuidades entre ellos, como lo hacemos entre lo pequeño y lo grande, lo más rojo y lo menos rojo, lo rápido y lo lento, sin tener que fingir por este motivo una causa generatriz única. Es decir, el materialismo darwinista no nos viene impuesto aquí por los meros datos, sino que es el hilo narrativo mediante el que dichos datos pretenden explicarse en el mejor de los casos, o adaptarse a una pauta ideológica en el peor de ellos. Por tanto, negar el hilo no es negar los datos mismos.

viernes, 16 de octubre de 2009

Apéndice segundo


La hipótesis más sencilla no siempre es la más correcta. Reconozco que la del pecado original es la menos elegante, pero es la que se ajusta mejor a los hechos.

El hombre es el más sociable y el más insociable de los seres. No hablo de la especie en general, sino de cada hombre en particular, en el cual ambas características se dan a la vez.

La diferencia primordial entre hombres y animales es la vergüenza. Ningún animal la siente, y no porque le falte en todo caso inteligencia para ello, sino porque no ha lugar en él una pasión semejante, al ser uno consigo mismo.

La inmoralidad no es natural, la moralidad tampoco. La primera queda por debajo de la naturaleza, mientras que la segunda se sitúa por encima. Lo natural es aquello que predispone nuestras elecciones, no lo que en última instancia las determina. Ningún hombre obra por el mero placer de obrar. Siempre busca algo más, salir de sí para bien o para mal.

Ojos de perra




Se ha esgrimido la mayor violencia del hombre como argumento fundamental del feminismo contra todo lo que aquél representa. Por el mismo motivo, el león debe de ser más inmoral que el perro, ya que es más violento.

Evidentemente la violencia de perros y leones está adaptada a los fines de su especie, mientras que la de los hombres no, puesto que se encuentran en estado de caída.

Por otro lado, perros y hombres suelen responder de modo parecido a parecidas amenazas. Esto hace que sean menos distintos de lo que el decoro nos permite admitir.

Pocos hombres se rigen por la razón y adecuan sus emociones a ésta. La mayoría sigue el proceso inverso, el de la obediencia, que reside en adecuar la razón a las emociones; al miedo, esencialmente.

La mujer es de ordinario más medrosa que el hombre. Ergo es más inmoral. En la posibilidad de la desobediencia está también la de la moralidad. Goethe dijo, anticipándose a Nietzsche, que la virtud y el vicio comparten la misma raíz. Esta paradoja está muy bien expresada en el mito del Génesis, al que he dedicado prolongadas reflexiones.

Es por ello que para el cristianismo hay más dignidad y mérito en un criminal confeso que en un hipócrita. Más en la violencia apaciguada de un hombre que en la sumisión rebelde de una mujer.

jueves, 15 de octubre de 2009

Apéndice




Ser misógino es odiar ciertas características femeninas reputadas inmorales. Lo inmoral, a su vez, es aquello que no puede justificarse mediante la razón y que extiende sus efectos a terceros voluntariamente o sin que se haga todo lo posible para evitarlo.

Eduardo Robredo señalaba en un reciente artículo en el portal Tercera Cultura lo crucial de las emisiones de prolactina o de oxitocina en el organismo de la mujer para que ésta deje de ser una asesina potencial de su propia prole. Sé en quién se basa Robredo para decir lo que dice, y que el respaldo empírico de tales aseveraciones dista mucho de ser un hecho demostrado al nivel de generalización que emplea el artículo. También sé que el escrito no pretende constituirse en prueba de cargo o reproche moral contra la condición humana. Ahora bien, pese a que el autor del mismo disculpe tales crímenes bajo consideraciones darwinistas y reduccionistas, ello no implica que hayan de mostrar similar condescendencia quienes no compartan sus presupuestos infanticidas; infanticidio en este caso según la definición legal vigente.

En apoyo de esta tesis antropológica también podemos leer lo que sigue:


Las feministas y los partidarios de las teorías sobre la “construcción social” del género, han remarcado la gran variación cultural en torno al papel de la madre como un argumento contra la existencia de un “instinto maternal”. Algunos investigadores, como Nancy Scheper-Hughes llegaron a tildar el instinto materno como un “mito burgués” inconsistente con el registro histórico. ¿Cómo era posible sostener el innatismo del amor materno cuando hasta el 95% de los recien nacidos en áreas urbanas de Paris en el siglo XVIII era sistemáticamente apartado de sus madres naturales para ser criados por extraños en condiciones a veces peligrosas e impredecibles?


Me pregunto si, de ser cierto esto, deja algún margen a la autonomía moral de las mujeres, vacilante entre la oxitocina y las redes sociales.

Es una acusación grave, pues, sostener que las mujeres se muestran naturalmente inclinadas a matar a sus hijos hasta que están en disposición de amamantarlos, y ello no por los efectos depresivos del postparto, que no se mencionan, sino por la ausencia de principios morales o mecanismos cognitivos que conduzcan a su identificación natural con el niño. Esta identificación, se nos dice, es un proceso paulatino de tipo sociobiológico cuyo inicio lo señala una irregularidad hormonal espontáneamente generada.

La izquierda política excusa a las mujeres en el caso del aborto (y en el pasado también en el del infanticidio sensu iuridico) con argumentos de tipo económico o de lo que podríamos llamar fuerza mayor. Asume con ello en teoría que ninguna mujer normal siente indiferencia hacia sus hijos, premisa ésta que Robredo rechaza. Si yo creyera las conclusiones de su artículo, tendría un pretexto científico para denunciar la flácida inhumanidad de las mujeres y el peligro de confiarles asuntos políticos, ya que incluso en el terreno en el que la naturaleza las ha dotado expresamente para el cuidado y la custodia de la vida han de recurrir a fuentes heterónomas -esto es, masculinas- para regular su conducta y adaptarla a los estándares de la civilización.

Dicho esto, añado que los hombres son más violentos que las mujeres, pero no necesariamente más inmorales. En primer lugar, porque su valentía es también mayor. Y, en segundo lugar, porque ésta les permite reconocer su culpa con entereza o con cinismo, sin sucumbir a los accesos histéricos que a menudo se dan en la mujer en este trance. Así, la medida de la inmoralidad es siempre la culpa, y en la mujer ésta es signo de una escisión entre su instinto y su función social. Es decir, mientras que en el hombre se da una inadecuación entre su conducta y la moral, por lo que debe sobreponerse a su voluntad, en la mujer ambas están disociadas, por lo que ha de someterse a la voluntad de otro. Enmendarse es masculino y obedecer es femenino. Sin ser la mencionada una regla psicológica que pueda probarse en cada caso concreto, sí se ha de predicar de todas las mujeres en general.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La mujer en lo humano




Las mujeres tienen inteligencia suficiente para ser autónomas, pero su imbecilidad eventual es mayor y más recurrente que en el hombre. La anomalía, sin embargo, no es la mujer, sino el hombre. Pero es una anomalía dentro de una anomalía. Me explico. La mujer tiende al comportamiento adaptado de cualquier otro animal, sujetándose en mayor medida al instinto, a la costumbre y a las expectativas. Ahora bien, en nuestra especie el instinto bizquea y yerra, la costumbre es ciega para guiarnos y las expectativas insuficientes para enderezarnos. Por tanto, es la bipolaridad del hombre, es decir, su mayor idealismo, su menor inercia y sus pulsiones violentas el contraveneno de todo lo que hay en él de extraviado en tanto que humano.

En términos simbólicos, en la caída del pecado original la mujer cayó más hondo que el hombre, estando ahora por debajo de él. Y en tanto que el hombre es el punto más alto de la Creación y no hay ejemplo carnal que pueda representar mejor la virtud, la mujer debe someterse a él, aun siendo autónoma, mediante la institución del matrimonio, a la que accederá libre pero necesariamente si quiere ser restituida.

Esto es antropología, no ideología. No es una visión de la Historia, sino una concepción atemporal del individuo. Por consiguiente, las categorías marxistas de opresores y oprimidos están de más aquí.

martes, 13 de octubre de 2009

Mulier in ecclesia taceat




No hay atisbo de machismo en San Pablo, pues está más que documentada su colaboración con mujeres, fruto del impulso liberador e igualitario que supuso el cristianismo. Pero tampoco lo hay en pedir que las mujeres, por regla general, callaran una vez reunidas en la iglesia. No es necesario excluir una parte de sus cartas del canon por no guardar una lógica marmórea que, de hecho, no se da en todo el Evangelio.

Así pues, ¿por qué han de callar las mujeres? Porque su debilidad espiritual es mayor, y ante Dios el sacrificio debe ser perfecto, esto es, el mejor posible. En el oráculo de Apolo sólo la Pitia hablaba, por considerársela más dotada para contactar con las fuerzas telúricas (precisamente por su falta de espíritu y facilidad para ser poseída), cosa que no ha movido a nadie, salvo a algunas atolondradas y quizá al autor del Código Da Vinci, a ver en ello feminismo o misoandria. Por el mismo motivo, las mujeres cristianas podían excepcionalmente profetizar y predicar si estaban inspiradas por el Espíritu Santo. Doctoras tiene la Iglesia que lo atestiguan.

En breve, en todas aquellas manifestaciones religiosas paganas o cristianas donde prime el sometimiento (monjas y vestales), la mujer es preferida al hombre, mientras en las que prima la inteligencia y la energía es el hombre el preferido frente a la mujer. Ahora bien, al mismo tiempo, la religión cristiana promueve insólitamente el intercambio: que el hombre se someta (mediante el celibato masculino, inexistente hasta entonces) y la mujer dirija (a través de algún don carismático). Nuestros esquemas simétricos y el terco racionalismo jacobino nos impiden aceptar con facilidad esta justa compartimentación. Por ello vemos contradicciones donde no hay más que sabiduría.

Apología




Desde un punto de vista meramente utilitario, obviamente el cristianismo mejoró la vida de quienes, rechazando el sentir pagano, lo abrazaron con libertad: por eso lo hicieron. Se zafaron de infinidad de fuerzas e influjos espirituales imaginados como presentes en la naturaleza, desencantándola. El milagro pasó a verse como algo sobrenatural y excepcional, no como una manifestación caprichosa del poder de los dioses, pues hasta los demonios -a los que aquéllos fueron reducidos- se sometían al orden de la Providencia. Así, sólo en el terreno epistemológico hay muchas razones para preferir el cristianismo a otras creencias. Mas también en el moral, ya que el error y la superstición conducen al extravío de la conducta. Desde entonces, los hombres se supieron hermanos y, lo más importante, se supieron enfermos. La caridad pasó a ser la primera de las virtudes, por encima del cruel honor, y la amistad sustituyó a la ley del más fuerte, puesto que el hombre empezó a desconfiar de su instinto. Todas estas transformaciones espirituales, aunque no surtieran un efecto inmediato, constante y universal, cambiaron la Historia para bien.

"La Cristiandad o Europa", decía Novalis: sin aquélla ésta no es más que una ucronía, y cuestionar a Europa es cuestionarte a ti mismo.

domingo, 11 de octubre de 2009

Héroe por difamar




Si Alejandro Amenábar fuera el director de un periódico en lugar de un cineasta y narrara los sucesos de ayer en vez de los de hace mil seiscientos años, sus mentiras serían llamadas infundios y calumnias, no licencias poéticas. Y por descontado no me refiero a la nimiedad de la mayor o menor lozanía de Hipatia, sino a las invenciones, exageraciones, omisiones y anacronismos que el cazurro director mezcla malintencionadamente con los hechos documentados. Puedo hacer un recuento de falsedades desde el comienzo de la película, pero se acaba antes diciendo lo que hay de contrastado en ella (ver la Historia Eclesiástica de Sócrates como fuente principal).

La Historia, cuando es remota y pobremente documentada, conlleva hasta cierto punto un acto de fe. En el caso de los Evangelios canónicos, unos verán razones filológicas para desconfiar de los testimonios que los informan; otros tendrán argumentos papirológicos o morales por los que prestar asentimiento a su narración de los hechos. Sin embargo, ¿en qué testimonios basa Amenábar sus invenciones? Además, hay una diferencia cualitativa entre decir "No sabemos si Cristo resucitó, pero lo creemos" y decir "Sabemos que Sinesio no conspiró contra Hipatia, pero lo creemos".

El caso es que Amenábar reproduce fidedignamente varios hechos históricos como hitos en su narración (la indispensable arenilla de verdad en toda patraña, diría Espada), pero rellena los huecos con mentiras obscenas y malévolas, para que el lector futuro complete todo lo que no sabemos con aquello que vio en la gran pantalla.

Hay auténticos desvaríos en la película, como el papel de villano que se otorga al pobre Sinesio de Cirene, en realidad muerto años antes que su maestra. En una de las más vergonzosas escenas, éste coacciona a Hipatia para que se convierta al cristianismo o asuma las consecuencias (i.e., la muerte), al tiempo que, necio arrogante, se mofa de ella por adelantarse algo más de un milenio a Kepler y Galileo.

La teoría heliocéntrica (antes sólo hipótesis implausible) fue formulada por vez primera por cristianos. Ello no impedirá que, tras ver Ágora, el populacho adquiera la convicción de que por causa de los cristianos se hurtó tal hallazgo a la ciencia.

Por lo visto, nadie se gasta tanto dinero en ambientación para luego cometer la vulgaridad de no mentir.

En fin, bárbaros todos y San Pablo a la cabeza, ideólogo de la violencia de género, según el cine subvencionado español.

sábado, 10 de octubre de 2009

Ruinas


Si la cultura griega ha hecho algún bien a nuestra civilización, ello ha sido gracias al cristianismo, que se encargó de universalizarla, homogeneizando en una metafísica y una antropología unitarias lo que no eran más que sectas y escuelas variopintas. ¿Sabes cuáles son los auténticos monumentos clásicos, Santiago? Son Sófocles, Platón, Séneca y todos los autores que el ateísmo procura silenciar, desprestigiar o destruir con la palabra.

Va de citas




La primera es en parte una autocita. Un debate sobre la relevancia jurídica de la homosexualidad mantenido en lengua inglesa, y que he traducido al castellano por creer que podría ser de algún interés, dada la persistente actualidad del tema.

La segunda incluye muchas citas de un mismo autor: el agudo Nicolás Gómez Dávila, hasta ayer desconocido por mí, cuya lectura en dos entregas (aquí y aquí) recomiendo encarecidamente.

lunes, 5 de octubre de 2009

Partir de cero en lo empírico




El conocimiento, en todas sus formas, es una vivencia psíquica; es conocimiento del sujeto que conoce. Frente a él están los objetos conocidos. Pero ¿cómo puede el conocimiento estar cierto de su adecuación a los objetos conocidos? ¿Cómo puede transcenderse y alcanzar fidedignamente los objetos? Se vuelve un enigma el darse de los objetos de conocimiento en el conocimiento, que era cosa consabida para el pensamiento natural. En la percepción, la cosa pasa por estar dada inmediatamente. Ahí, ante mis ojos que la perciben, se alza la cosa; la veo; la palpo. Pero la percepción es meramente vivencia de mi sujeto, del sujeto que percibe. Igualmente son vivencias subjetivas el recuerdo y la expectativa y todos los actos intelectuales edificados sobre ellos gracias a los cuales llegamos a la tesis mediata de la existencia de seres reales y al establecimiento de las verdades de toda índole sobre el ser. ¿De dónde sé, o de dónde puedo saber a ciencia cierta yo, el que conoce, que no sólo existen mis vivencias, estos actos cognoscitivos, sino que también existe lo que ellas conocen, o que en general existe algo que hay que poner frente al conocimiento como objeto suyo?

¿Debo decir que sólo los fenómenos están verdaderamente dados al que conoce, y que nunca jamás transciende éste el nexo de sus vivencias; o sea, que sólo puede decir con auténtico derecho: "Yo existo; todo no-yo es meramente fenómeno y se disuelve en nexos fenoménicos"? ¿Debo, pues, instalarme en el punto de vista del solipsismo? ¡Dura exigencia! ¿Debo, con Hume, reducir toda objetividad transcendente a ficciones que pueden explicarse por medio de la psicología, pero que no pueden justificarse racionalmente? Mas también ésta es una ruda exigencia. ¿Acaso la psicología de Hume no transciende, como toda psicología, la esfera de la inmanencia? ¿Es que bajo las rúbricas de "costumbre", "naturaleza humana" (human nature), "órgano sensorial", "estímulo", etc., no opera con existencias transcendentes (y transcendentes según confesión propia), cuando su meta es rebajar al grado de ficción todo transcender las "impresiones" e "ideas" actuales?

(...)

Esta ciencia a la que damos el nombre de metafísica, surge de una "crítica" del conocimiento natural en cada ciencia sobre la base de la intelección (obtenida en la crítica general del conocimiento) de la esencia del conocimiento y de la esencia del objeto de conocimiento según sus distintas configuraciones fundamentales; sobre la base de la intelección del sentido de las diversas correlaciones fundamentales entre conocimiento y objeto de conocimiento.

(...)

Casi ha venido a ser un lugar común de la filosofía de nuestro tiempo que pretende ser ciencia rigurosa el afirmar que sólo puede haber un método cognoscitivo común para todas las ciencias y, por tanto, también para la filosofía. Esta convicción cuadra perfectamente a las grandes tradiciones de la filosofía del siglo XVII, que también sostuvo que la salvación de la filosofía depende de que tome como ejemplar metódico a las ciencias exactas; ante todo, pues, a la matemática y a la ciencia matemática de la naturaleza. A la equiparación de método va unida la equiparación de objeto de la filosofía con las otras ciencias, y todavía hoy hay que señalar como opinión dominante la de que la filosofía -y, más concretamente, la doctrina suprema del ser y de la ciencia- puede estar no sólo relacionada con todas las restantes ciencias, sino, incluso, basada en sus resultados, del mismo modo que las otras ciencias están basadas unas en otras y pueden valer los resultados de unas como premisas de las otras.

(...)

En la esfera natural de investigaciones, una ciencia puede, sin más, levantarse sobre otra, y puede la una servir a la otra de modelo metódico -aunque únicamente en cierta medida, determinada y definida por la naturaleza de la esfera de investigaciones de que se trate-. La filosofía, en cambio, se halla en una dimensión completamente nueva. Necesita puntos de partida enteramente nuevos y un método totalmente nuevo, que la distingue por principio de toda ciencia "natural". Esto lleva consigo que los procedimientos lógicos que dan unidad a las ciencias naturales (con todos sus métodos especiales, que varían de ciencia a ciencia) tienen un carácter unitario por principio, al que se oponen los procedimientos metódicos de la filosofía como una unidad por principio nueva. Asimismo esto lleva consigo que, dentro del conjunto total de la crítica del conocimiento y de las disciplinas "críticas", la filosofía pura tenga que prescindir de todo el trabajo intelectual realizado en las ciencias naturales y en la sabiduría y los conocimientos naturales no organizados en ciencias; no le es lícito hacer de él ningún uso.


Husserl

domingo, 4 de octubre de 2009

¿Ignorabimus?




Si volvemos la vista a los animales y a la tierra bruta que pisan; a las moléculas orgánicas y al fluido en el que se mueven; a los insectos microscópicos y a la materia que los produce y los envuelve, es evidente que la materia general está dividida en materia muerta y en materia viva. Pero ¿cómo puede la materia no ser una, o toda ella viva o toda ella muerta? ¿La materia viva está siempre viva? ¿Y la materia muerta está siempre realmente muerta? ¿No muere nunca esta materia viva? ¿La materia muerta no empieza nunca a vivir?

¿Hay alguna otra diferencia que pueda ser señalada entre la materia muerta y la materia viva, además de la organización, y la espontaneidad real o aparente del movimiento?

Lo que llamamos materia viva, ¿no sería solamente una materia que se mueve por sí misma? Y lo que llamamos materia muerta, ¿no sería una materia móvil por otra materia?

Si la materia viva es una materia que se mueve por sí misma, ¿cómo puede dejar de moverse sin morir?

Si hay una materia viva y una materia muerta por sí mismas, ¿bastan estos dos principios para la producción general de todas las formas y de todos los fenómenos?

En geometría una cantidad real unida a una cantidad imaginaria da un todo imaginario; en la naturaleza, si una molécula de materia viva se une a una molécula de materia muerta, ¿el todo está vivo o está muerto?

Si el conjunto puede estar muerto o vivo, ¿cuándo y por qué estará vivo?, ¿cuándo y por qué estará muerto?

(...)

¿Varía la energía de una molécula viva por sí misma, o varía solamente según la cantidad, la cualidad, las formas de la materia muerta o viva a la cual se une?

¿Existen materias vivas específicamente diferentes de materias vivas?, ¿o es toda materia viva esencialmente idéntica? Lo mismo pregunto sobre las materias muertas.

Si pudiéramos suponer toda la materia viva, o toda la materia muerta, ¿habría otra cosa que no fuera materia muerta, o materia viva?, o ¿no podrían las moléculas vivas recuperar la vida, tras haberla perdido, para perderla de nuevo, y así sucesivamente, hasta el infinito?


Diderot

sábado, 3 de octubre de 2009

Extrañas prerrogativas




Decir cosas demasiado evidentes puede parecer estúpido, pero no está de más recordarlas en los tiempos inanes que nos ha tocado vivir.

El ateísmo carece de utilidad pública. A diferencia de las religiones, es un movimiento puramente intelectual que no parte de ninguna necesidad social con la que se corresponda y mediante la cual justifique su supervivencia política. No tiene, como aquéllas, el denominador común del control de las pasiones, la idea de orden necesario o la de responsabilidad insoslayable. Y si en algo se pareciera a esto, sería accidentalmente, pues estas características no forman parte del negar a Dios, mientras que sí están implícitas en el afirmarlo.

Por este motivo el ateísmo como creencia heterogénea, sólo recientemente extendida y aun así insignificante, se basa en la mera negatividad u odio hacia un determinado tipo de proposiciones metafísicas y hacia las formas de vida que conllevan. El ateo descansará cuando no quede un solo creyente en el mundo o, más bien, cuando crean todos como él. El creyente, en cambio, todavía deberá mantener la pureza de espíritu, cumplir con ciertos preceptos y reverenciar determinadas verdades; cosas estas todas que para el ateísmo no pueden ser más que superfluas y venir sobreimpuestas por la tradición o estar aconsejadas por la utilidad.

Por ello, "Dios es bueno, luego sed buenos" es un razonamiento y un mandato al que sólo el fanático y el ateo pueden sustraerse, pues para ambos el proselitismo es la máxima prioridad, si no la única. Por convertir al antagonista ejercerán todo tipo de violencias, sin prestarse a argumentar siquiera lo que consideran evidente y cuya consecución reviste una urgencia suma e inaplazable. Acabar con la fe, casi se ha llegado a decir, es acabar con el mal. Pues ¿dónde está el ateo que crea en la mejorabilidad de las religiones? Si confiara en que van a perfeccionarse como consecuencia del progreso general, no las abandonaría ni las hostigaría: tendría paciencia y auguraría su transformación. Por el contrario, espera que ese mismo progreso las barra. No caben en su concepción de la realidad, y por esta razón perseguirlas, sea de palabra o de obra, es su destino manifiesto.

No se olvide, entonces, todo esto cada vez que en Occidente se plantee el debate de hasta qué punto la facultad de herir los sentimientos religiosos con burlas y acusaciones en falso es un derecho.

Inmaculados


[El ateísmo es] la única visión del mundo que no incluye seres imaginarios, fantasmas en la máquina o voluntariosas teleologías a gusto del observador.


Hume, ateo, atribuía la causalidad a la imaginación. Es decir, para él la imaginación y la costumbre tenían mucho más peso que la razón en nuestra consideración del mundo.

Epicuro, ateo, creía en la declinación incondicionada de los átomos, que es un fantasma en la máquina.

Condorcet, ateo, confiaba en el progreso de la especie humana hasta alcanzar un universo en el que "el sol no alumbrará en la tierra más que a hombres libres". Una teleología más que voluntariosa, a mi entender.

Vía (comentarios).

viernes, 2 de octubre de 2009

Imposibilidad de una ciencia meramente descriptiva




Se establece desde el relativismo que la regla es únicamente una descripción concisa de cómo es la estructura de la realidad, sin ser por ello la causa o razón de ser de la estructura misma. Se habla, pues, como si la idea de causa no fuera ínsita a la de estructura. Ahora bien, las estructuras o son causales (p.ej., las biológicas, arquitectónicas...) o son ideales (las de la gramática, las genealogías, etc.). Una estructura acausal que no sea ideal es una contradicción en los términos.

De más está decir que una estructura ideal no describe nada, salvo que se presuponga una suerte de isomorfismo entre nuestras ideas y su referente real. El ejemplo más perfecto de una tal correspondencia sería la música, donde coinciden totalmente lo expresado (el sonido, la armonía) y el modo de expresarlo (la proporción). Pero puede predicarse de todas las representaciones: los mapas (que comparten con la geografía que describen el ser extensos y divisibles), las palabras (originariamente onomatopéyicas), el arte (eminentemente imitativo respecto a un modelo externo), etc. etc.

Las leyes en Derecho, en cambio, son una estructura ideal que no tiene por qué corresponderse en absoluto con la realidad, puesto que no representan más que los principios superiores que las informan, siendo irrelevante su capacidad descriptiva. La norma seguirá siendo vigente aunque la realidad de la que se ocupa haya desaparecido; el deber continuará pesando aunque el ser se evapore, y el derecho sobrevivirá al hecho mientras el legislador no dictamine lo contrario.

Entonces, o se da a la ciencia empírica un papel prescriptivo similar al de la jurídica, o se afirma el isomorfismo mente-materia y se reconoce que no podemos concebir la estructura real sin causas, ni las descripciones sin estructuras, ni, por tanto, las descripciones sin causas.

jueves, 1 de octubre de 2009

La experiencia vacía




Para que una idea sugiera otra a la mente, basta con que se haya observado que van juntas, y esto sin demostración alguna de la necesidad de su coexistencia, y aun sin saber siquiera qué es lo que las hace coexistir. Hay de esto ejemplos innumerables que nadie puede ignorar.

Así pues, habiendo sido acompañada de modo constante la mayor confusión con la distancia más corta, tan pronto como la primera idea es percibida, sugiere la segunda a nuestros pensamientos. Y si el curso ordinario de la naturaleza hubiera consistido en que cuanto más lejano estuviera colocado un objeto apareciera más confuso, es muy cierto que la misma percepción que ahora nos hace pensar que un objeto se acerca, nos haría imaginar que se alejaba. Y esto se debe a que esa percepción, hecha abstracción de la costumbre y de la experiencia, es igualmente adecuada para producir la idea de una distancia grande, de una distancia pequeña, o de ninguna en absoluto.

(...)

De lo que ha precedido se deriva la manifiesta consecuencia de que un hombre nacido ciego, si adquiriera la vista, no tendría al principio idea de la distancia por la visión; el sol y las estrellas, los objetos más remotos, así como los más próximos, le parecerían estar en su propio ojo o, más bien, en su mente. Los objetos ofrecidos por la vista no le parecerían (como tal es la verdad) diferentes de un nuevo conjunto de pensamientos o de sensaciones, cada uno de los cuales estaría tan próximo a él como las percepciones de dolor o de placer o las más íntimas pasiones de su alma. Porque el juzgar que los objetos percibidos por la vista estén a una determinada distancia, o fuera de la mente, es por entero un efecto de la experiencia, la cual una persona en estas circunstancias no podría haber alcanzado todavía.


Berkeley

Introspección y mayéutica




El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.


La cita es de Borges, y el citado es Chesterton. No suelo discrepar del ingenioso apologista inglés, pero el mito que aquí se refleja me parece demasiado grosero y pernicioso como para pasarlo por alto. En primer lugar es falso que haya sensaciones sin palabras, esto es, ciegas o aconceptuales, pues de existir carecerían de lugar en la memoria y nadie podría referirse a ellas siquiera genéricamente. Si es su detalle y su particularísima esencia lo que la abstracción del lenguaje nos hurta, pregunto: ¿cómo se conoce ese detalle sin la palabra? La realidad psíquica es más gris que lo que el colorido otoño chestertoniano da que pensar. Nuestras percepciones confusas lo son tanto como las vagas expresiones con las que nos referimos a ellas; y no hay que presuponer más riqueza que la expresada, ni más cera que la que arde.

Tampoco es cierto que el lenguaje sea sólo una imagen de nuestro conocimiento actual del universo. Esto sería bastante aproximado si pudiera obtenerse de la lengua un retrato estático y, por así decirlo, cierta estampa de naturaleza muerta. Pero nadie en su sano juicio lo pretende. Las definiciones son convenciones útiles ante la abrumadora polisemia de las palabras, dada la infinidad de contactos con otros términos que, de establecerse, matizarían su significado. No hay significados universales -o más universales que otros- porque el lenguaje mismo es la sede de la universalidad. Y es una universalidad paradójicamente fragmentaria, pues, dado un continuo textual, nadie puede pronunciar dos veces la misma palabra. Así, del torrente de connotaciones implícitas nace la virtualidad creadora del lenguaje, potencialmente infinita. Sólo de este modo pueden convertirse las marchitas vaguedades del poso de nuestra consciencia en cadenas lógicas interminables, sucediéndose automáticamente de una forma casi taumatúrgica. El lenguaje, comadrona y parturienta al mismo tiempo, alumbra la verdad que el hombre posee, pero de la que no dispone sino con su mediación intangible.