A nadie se debe obligar a abrazar la fe contra su voluntad; pero la severidad y aun la misericordia del Señor suele castigar la perfidia con el flagelo de la tribulación. Pues qué, si las óptimas costumbres son elección de la libre voluntad, ¿no se han de castigar las malas en plena legalidad? Pero la disciplina que castiga el mal vivir no tiene su momento mas que cuando se posterga la doctrina precedente del vivir bien. Por consiguiente, si se han establecido leyes contra vosotros, no es para forzaros a obrar bien, sino para prohibiros obrar mal. El bien nadie puede hacerlo sin elegir, sin amar, lo que está al alcance de la buena voluntad; en cambio, el temor de las penas, aun sin el deleite de la buena conciencia, al menos refrena el mal deseo dentro de los muros del pensamiento.
San Agustín. Réplica a las cartas de Petiliano.
Robredo entiende de citas, pero no de historia y menos aun de teología. Desde Bayle se intenta sacar petróleo de la polémica antidonatista de San Agustín, cuando basta con leerla para observar sus variadísimos matices morales y jurídicos. Sólo tras un considerable y anacrónico esfuerzo imaginativo de ciertos glosadores pueden recordar las comedidas palabras e instrucciones del santo al poder implacable, permanente y antievangélico que acabó adoptando la Inquisición. Cierto es que se abren puertas peligrosas en la doctrina agustiniana de la violencia estatal, pero la conciencia del riesgo extrema las cautelas y hace que su discurso abunde en reservas y cortapisas a las que un emperador no debía de estar muy acostumbrado. Siendo, además, Agustín una causa harto lejana respecto al efecto que se le atribuye, ¿con qué solvencia intelectual se vincula a ambos de forma tan tajante?
Respecto a la libertad de conciencia, incluso sus primeros y muy meritorios impulsores como Castellio en su "
Tratado de los Herejes" o Bodino en el "
Colloquium Heptaplomeres" la contemplan más como una cláusula de cierre que evite el uso de la fuerza entre teístas ("
fides est suadenda") que como un aval a un sistema de gobierno donde la irreligiosidad sea una opción, no digamos ya un ideal.
Leibniz, ecléctico empedernido e impulsor de una suerte de ecumenismo filosófico, estimó que el predominio del materialismo señalaba el comienzo de la decadencia europea. El propio
Voltaire ve al ateísmo con malos ojos y teme que por él llegue la ruina de todas las repúblicas. No hay, pues, una tolerancia secular hasta que Europa se sacia de la sangre de la Revolución Francesa y nacen como grandes pactos de Estado bellas Constituciones, sostenidas en el vacío de los buenos propósitos, las vaguedades y los equilibrios imposibles, y barridas poco más tarde por la misma especie intratable de
espíritus fuertes que las hizo necesarias.