miércoles, 11 de septiembre de 2024


ARISTÓTELES

Lógica

Silogismo
Ley del tercio excluso
Reducción al absurdo

Física

El movimiento y el tiempo son cuantos (divisibles) y continuos
En todo movimiento hay corrupción
Toda generación conlleva la corrupción de su contrario, y viceversa
Ningún cuerpo es infinito
La causa final dirige el movimiento

Metafísica

Ningún ser padece la acción de sí mismo
La materia está dispuesta para recibir la forma
Toda potencia presupone un acto
No se da un regreso al infinito en el movimiento ni en las demostraciones
Todo movimiento presupone un primer moviente
El principio de no contradicción es la primera verdad

PROCLO

Ser es ser causa, luego existir y obrar son lo mismo
La causa es superior al efecto
Lo inferior participa de lo superior
Lo superior ordena intelectualmente lo inferior
Lo superior es inmutable; lo inferior crece y decrece
Lo finito se opone a su contrario
El todo como plenitud es indivisible; el todo como multitud es divisible
Lo múltiple procede de la mónada, lo limitado de lo ilimitado

AVICENA

El ser necesario tiene el ser en sí mismo; el ser posible tiene el ser en su causa
El ser necesario es necesario en sí mismo; el ser posible es necesario por el ser necesario


La potencia de padecer está en el paciente, y la de hacer en el agente. (...) Por eso, en cuanto unidad natural, ningún ser padece la acción de sí mismo, ya que es uno solo y no otro.

Y la impotencia y lo impotente es la privación contraria a esta potencia; de suerte, que toda potencia es contraria a una impotencia de lo mismo y según lo mismo.

Aristóteles

Avicena decía que para que el fuego arda y obre según su naturaleza también habrá que tolerar que pueda quemar la capa de un hombre noble. En otras palabras, no hay bien tan excelso, salvo Dios, del que no pueda resultar un mal; ni mal tan vil del que no quepa esperar un bien.

Quien crea que en el balance entre bienes y males prevalece el mal sobre el bien debe avalar con obras sus palabras y poner fin a su vida. Y quien crea lo contrario debe callar y guardarse mucho de blasfemar contra el orden de las cosas, pues, cuando con un mal menor se obtiene un bien mayor, peca gravemente quien para evitar el mal cierra el paso al bien.


Si es cierto entonces que existe un principio primero que confiere la verdad y la realidad a todas las cosas, es cierto también que dicho principio será real y verdadero por sí mismo; que la ciencia que tenemos de él será a su vez la ciencia de la realidad y de la verdad consideradas en absoluto, o sea, en referencia a ellas mismas sin ninguna otra condición; y, en fin, que tal ciencia será verdadera en relación con y a causa de lo conocido por ella.
(...)
Por consiguiente, verdadera es, en grado sumo, la causa de que sean verdaderas las cosas posterores a ella. Y de ahí que, necesariamente, son eternamente verdaderos en grado sumo los principios de las cosas que eternamente son. En efecto, tales principios no son verdaderos a veces, ni hay causa alguna de su ser; más bien, ellos son causa del ser de las demás cosas. Por consiguiente, cada cosa posee tanto de verdad cuanto posee de ser.

Aristóteles


Siger de Brabante tiene una demostración sencilla, pero no trivial, mediante la que prueba la existencia de una causa primera. Escribe que si existiera una sucesión infinita de causas y efectos, puesto que unas causas serían anteriores a otras y éstas posteriores a aquéllas, tal no sería posible concebirlo si no se diera una causa primera, toda vez que lo anterior y lo posterior se dicen según su proximidad respecto al primero. Por tanto, si hay anterioridad y posterioridad en el orden causal, se da una causa primera y debe excluirse la posibilidad de una sucesión causal carente de inicio.

Escribe asimismo que, dado que en el presente hay un número limitado de efectos y éstos se hacen cada vez más abundantes en la sucesión temporal, multiplicándose, podemos deducir que si retrocedemos en el tiempo, tales efectos serán cada vez más escasos, y también sus causas, por lo que, retrocediendo lo suficiente, hallaremos que la causa de todo es una.


Dios no puede ser el substrato de ninguna cualidad, ya que, si así fuera, sería compuesto, como el inteligente es el substrato de su inteligencia y el hablante lo es de su habla. Es así que, si el inteligente es al mismo tiempo hablante, el que es inteligente y hablante es superior a la inteligencia y al habla, ya que la inteligencia puede inteligir pero no hablar, y el habla puede hablar pero no inteligir, mientras que el substrato de ambas puede las dos. Por lo que, si Dios todo lo puede, debe ser superior a cada una de sus acciones y el substrato de todas ellas, lo que conlleva hacer de Dios algo múltiple, a no ser que se pretenda que todas sus acciones son una sola, y que el inteligir es en Dios lo mismo que el hablar. Pero, por esta razón, deberá decirse también que el crear es en Dios lo mismo que el destruir, y el salvar lo mismo que el condenar, lo que es absurdo. En consecuencia, es evidente que un Dios que lo obre todo y sea superior a cada una de sus acciones será su substrato y será múltiple.

Asimismo, Dios no puede ser pasivo, sino que es eternamente activo, es decir, es siempre inteligente, hablante y todo lo demás. Por tanto, si el obrar de Dios conlleva su multiplicidad, Dios será eternamente múltiple. Pero esto debe rechazarse, dado que Dios es el único necesario, y no podría serlo si fuera múltiple y hubiera en Él división.

Para evitar atribuir multiplicidad a Dios debemos excluir que Dios sea objeto de su propio obrar, pues ya hemos visto que o bien lo haremos igual a cada una de sus acciones e inferior a todas ellas tomadas en su conjunto, lo que es ilógico, ya que emanan de Él, o bien tendremos que concebirlo como substrato y múltiple. Para mantener su unicidad, afirmaremos, entonces, que Dios siempre obra en otro. Y, así, su obrar, si es eterno, es un engendrar otro igual; y, si es temporal, es un crear otro inferior. Pues, por la misma razón que el ser contingente existe y obra siempre en sí y por otro, el ser necesario existe y obra siempre por sí y en otro. Aquél obra en sucesión temporal, y obrando -aunque no sea su propio objeto- se actualiza; éste obra indivisamente, sin experimentar cambio alguno.

Nadie duda que, cuando Dios obra en el tiempo, su obrar necesariamente aumenta con el tiempo, ya que sostiene a su creación, y sosteniéndola la prolonga, dada la finitud de ésta. Ahora bien, cuando Dios obra eternamente en otro, su obrar no es susceptible de aumento y disminución, en tanto la eternidad se da toda a la vez. Luego, cuando Dios engendra en la eternidad, da lugar a aquello que ni aumenta ni disminuye y es, como Él, infinito. Por tanto, Dios da lugar a Dios sin ser por ello múltiple o divisible, toda vez que engendra antes de todo tiempo y sin materia.

Por ello, ha de afirmarse que el Padre obra en el Hijo, engendrándolo; el Hijo obra en el Padre, reflejándolo; y el Espíritu Santo obra en ambos, uniéndolos. Asimismo, que la Trinidad obra en el mundo, creándolo y sustentándolo. De esta manera, Dios siempre obra en otro.


Ésta es una antigua demostración no apodíctica del mal como hipóstasis que, con leves variaciones, esbocé hace dos décadas. Lo esencial en el argumento, que no debe pasarse por alto, es que el mal es el disminuir de toda criatura que disminuye. Pero ninguna criatura puede disminuirse, sino que es disminuida. Por la misma razón, tampoco la totalidad de las criaturas que disminuyen puede disminuirse a sí misma. Luego el disminuir de todas las criaturas que disminuyen sólo puede proceder de Dios, de la nada o de una criatura que no disminuya. No de Dios, que mantiene su creación estable; tampoco de la nada, que impide que lo finito devenga infinito sin por ello hacerlo menguar. Por tanto, debe proceder de una criatura que sea causa del disminuir de las criaturas que disminuyen y no disminuya ella misma. El corromperse de las causas segundas y de los fines tiene por causa un ser corruptible que, sin embargo, no se corromperá hasta el fin de los tiempos, y ello sin la intervención de causas naturales, por la sola voluntad de Dios.

El mal es un disminuir ontológico, ya que quien busca el mal moral se disminuye, queda por debajo de su propio ser y "más le valdría no haber nacido". Si el mal moral procediera de la mera finitud, se daría más en los irracionales que en los racionales. Pero sucede exactamente lo contrario, puesto que el mal procede del entender y del desviarse, no del no entender. 

Satanás fue libre para desviarse, y con todo ya no lo es para corregirse. La existencia de Satanás entra en el mejor de los mundos posibles, habida cuenta de que un mundo en el que hay mal y tentación es uno en el que una mayor gloria puede refluir hacia el bien, que conserva la integridad del todo aunque las partes disminuyan.


La intención es la raíz de todo acto.
No puede intentarse lo que no se entiende.
No puede entenderse lo que no es inteligible.
Luego no puede hacerse lo que no es inteligible.
Se hace el mal.
Por tanto, el mal es inteligible antes de ser entendido.
El mal es entendido antes de ser intentado.
El mal es intentado antes de ser hecho.
 
De donde se sigue que el mal, siendo ideable, preexiste a cualquier pensamiento finito. Y ya que el hombre es en tanto que piensa, también preexiste al hombre.
 
Con todo, a diferencia de las ideas puras, el mal no puede subsistir por sí mismo, dado que siempre es parasitario y relativo a un mayor bien o a un menor bien. Luego el mal es creado junto a aquello a lo que disminuye. Y, a la vista de que todo cuanto existe en el mundo disminuye, el obrar del mal, que es un disminuir, es superior al de toda criatura. Así, si el mal preexiste al hombre y excede a toda criatura, no es efecto de ninguna causa segunda y sólo puede ser creado por Dios.
 
Convenimos, pues, en que el mal es anterior al hombre y creado por Dios; en que el hombre no puede hacer nada que no intente, no puede intentar nada que no entienda, y en fin, no puede entender nada que no sea inteligible y se manifieste en su conciencia. Ahora bien, el mal puede manifestarse necesariamente o libremente: necesariamente, si depende de causas segundas; libremente, si depende sólo de Dios. Al depender sólo de Dios, como hemos visto, el mal se manifiesta libremente y al margen de la voluntad del hombre o de cualquier otro ser inferior a la divinidad.
 
Si el mal actúa y es libre, el mal no carece de intención.
Si el mal no carece de intención, no carece de entendimiento.
Si el mal no carece de entendimiento, es un sujeto.
Y si el mal es anterior al hombre y a toda criatura, es un sujeto no humano, el primero entre los ángeles, Satanás.


Avicena argumenta que si lo inexistente que una vez fue pudiera regresar al ser exactamente en los mismos términos en que existió, ello implicaría el repetirse del tiempo en que existió sin que fuera posible distinguir los elementos que constituyeron dicho instante de los que constituyen el instante posterior. En cuyo caso no habría un verdadero retorno, al darse la identidad de un tiempo y el otro, no una sucesión de un instante por el otro, siendo así que el regreso de algo implica un segundo tiempo en que se da, no un tiempo idéntico a aquel en el que fue. Por tanto, nada puede regresar del no-ser y todo se destruye irremediablemente.



La causalidad no es un vestido que pueda rasgarse y volverse a zurcir. Si hay excepciones, queda destruida, del mismo modo que, si pendes en el abismo sostenido por una sola cadena, no necesitas que toda la cadena quede despedazada para precipitarte en el vacío. Basta con que un eslabón se quiebre.



Si Dios es el todo no puede moverse con movimiento local, pues si se moviera se movería en relación a la parte desde la que se desplaza y a la parte hacia la que se desplaza, y Dios sería una parte vinculada a otras partes, no el todo.

Si Dios es la causa suprema no puede estar formado por partes, sino que tiene que formarlas del mismo modo que la causa forma sus efectos. Y, en este sentido, las partes participan de Dios sin dividirlo, como los efectos participan de la causa.

sábado, 7 de septiembre de 2024




Presenciar el sufrimiento atroz, la decepción, la agonía y el total abandono de quien era prácticamente una niña, tras haber suplicado incesantemente por ella durante once meses, ha sido la experiencia más negra y miserable de mi vida. Ser espectador de cómo la inocencia y la piedad eran ultrajadas, del lento ritual que ha culminado en la negación de su humanidad y su eventual muerte, me ha proporcionado cierta comprensión mística del mal, aun al precio de llevarse varios jirones de mi piel. Cuando se da una negación tan intensa de los fines morales, hasta el punto de parecer que la soberanía de Dios es amenazada, la parte se revuelve contra el todo, pero su obrar es un disminuirse que en nada disminuye al todo. De manera que el mal ha de refluir en la gloria, pues si no se diera esta compensación habría mengua en el todo, lo que es imposible.


Concedo que lo contradictorio no puede existir, pero no lo identifico con la nada, es decir, con la ausencia de lo sujeto al movimiento, sino con una nada, a saber, aquello que nunca puede llegar a ser por conllevar un absurdo irrealizable en su propia noción. La nada, en cambio, puede ser, y su ser es simplemente el no ser todo y el no ser siempre de lo sujeto al movimiento. Ahora bien, dado que lo sujeto al movimiento no es necesario, su opuesto no puede ser imposible, por lo que el ser de la nada es posible, no imposible.

Además, el concepto de nada absoluta entraña una contradicción, ya que lo absoluto es lo que existe o puede existir de forma completamente desvinculada de todo lo demás. Sin embargo, la existencia de la nada es una existencia negativa, esto es, una existencia vinculada a lo positivo potencial o, dicho en otros términos, un impedir que lo contingente sea necesario. No es, pues, absoluta en ningún caso, dado que la nada se vincula a Dios, que la mezcla con el ser para poder crear sin crearse. De manera que Dios no puede ser reemplazado por la nada en ningún caso, al ser el ser necesario que existe por sí mismo, ni puede prescindir de ella al crear, al resultar imposible que se cree a sí mismo. Así, la nada, al estar indisolublemente unida a lo necesario y a lo posible, no es absoluta, sino la causa deficiente de todo lo causado y el presupuesto de toda causa eficiente.

Cuando se afirma que Dios crea el mundo de la nada, sin materia preexistente, se implica asimismo que Dios fija su mirada en la nada en lugar de fijarla en su plenitud. Por ello, en vez de engendrarse eternamente como sucede con la procesión trinitaria, Dios produce lo que participa de él, a saber, aquello que es no-todo y no-siempre. Esta negación no deriva de Dios, en quien no hay nada privativo y cuyo obrar jamás supone un disminuirse ni un aumentarse, sino un difundirse; tampoco deriva de la criatura, que no es antes de ser creada. El ser vista de la nada por Dios es el obrar de la nada, y su obrar es un limitar causado por una visión de Dios distinta de la visión de sí mismo. Si Dios no pudiera verse parcialmente, no crearía; y tal ver parcial, que es un ver la parte y un no ver el todo, es un ver la nada. Mas, como no es posible que haya en Dios un ver limitado, decimos que hay en la nada un ser visto limitante, y damos a la nada la facultad de obrar como reverso del obrar de Dios. Por tanto, crear de la nada conlleva el participar privativamente de lo creado en la nada.

En suma, la nada obra, y su obrar es un obrar sometido a Dios. No es, entonces, ni un obrar absoluto ni un absoluto no obrar. Es el no inmutarse de lo infinito, que no puede ser reemplazado o desplazado por lo finito, y el mutar de lo finito, que no puede reemplazar o desplazar lo infinito. La no inmutación es una acción negativa mediante la que las partes del todo son impedidas de ser lo que no pueden ser al enfrentarse a la plenitud del todo. Son, por así decirlo, cubiertas por la sombra de Dios, que no se diluye en su creación ni se limita a sí mismo, siendo el limitar inherente a lo limitado, como la sombra lo es a la luz que no es plena.

El Argumento de lo Común Trascendente




Aunque todas las figuras geométricas tengan forma, no existe una forma independiente de todas las figuras geométricas, pues el espacio ilimitado es como tal ageométrico y amorfo. Tampoco existe una armonía musical distinta de todas las armonías, ya que, si no se corresponde a ninguna de ellas ni a la suma de todas ellas, será necesariamente algo inarmónico. Por tanto, aunque todos los elementos de un grupo tengan un denominador común, éste no puede situarse fuera del grupo ni más allá de sus elementos cuando no es más que una generalización o abstracción a partir de ellos.
 
Sin embargo, si todos los elementos de una pluralidad de grupos tienen un denominador común, como la extensión es común a lo triangular y a lo cuadrangular, y la inteligibilidad es común a lo geométrico y a lo armónico, debemos admitir que lo común es antes que lo particular, causa de lo particular y un todo para lo particular. Así, si suprimes todas las formas dibujadas en un lienzo no habrá una forma de formas que las sobreviva, pero subsistirá el espacio que media entre dos puntos cualesquiera, que es el presupuesto para la generación de toda forma. Y aun sin figuras geométricas o armonías musicales, permanecerá el número, que subyace a ambas.

Luego, aunque la forma no sea antes de lo formado ni la causa de lo formado ni un todo para lo formado, la extensión es antes, la causa y un todo para lo formado, y el número es antes, la causa y un todo para lo inteligible, ya sea extenso o inextenso.

Si el número no fuera anterior a la figura o a la armonía, sería inmanente o posterior a ellos. Lo inmanente es aquello inseparable de la cosa de la que se predica, y por tanto irrepetible, como mi vida es inmanente a mí y a nadie más. Luego, si el número es inmanente a la figura y a la armonía, ¿cómo es posible que sea común a ambos, toda vez que lo inmanente sólo se predica de lo particular y nunca se repite en otro? Y si es posterior, ¿cómo pueden la figura o la armonía generar la inteligibilidad sin presuponerla? Es, pues, evidente que el número es anterior a la figura y a la armonía una vez hemos reducido al absurdo la tesis opuesta.

La anterioridad de lo común respecto a lo particular es su causa trascendente, no su causa inmanente, en tanto que obra en su efecto y no es alterada por él. El número obra la figura y la armonía, pero éstos no obran el número ni son indistinguibles del número, pues si lo fueran no serían distinguibles entre sí, y cuanto tiene forma geométrica y cuanto tiene armonía musical serían permutables, lo que sin duda no es el caso. Dado que remiten a algo distinto de ellos, tal no es idéntico a ellos ni inmanente a ellos; y puesto que señalan algo anterior a ellos, tal no es su efecto ni es su parte. Entonces, el número es su causa y es su todo.

Ahora bien, si el número es la única causa y el único todo de lo numerable, todo lo numerable debería darse al mismo tiempo y no en un determinado orden sucesivo. El número sería la única causa de lo numerable y lo único anterior a lo numerable, mientras que lo numerable no sería causa de lo numerable ni anterior a lo numerable. Sin embargo, esto es falso, ya que los acontecimientos discurren según una secuencia ordenada. Por ello, concluimos que el número no es la única causa y el único todo de lo numerable. La causa y el todo del número es la unidad trascendente, a la que el número se subyuga para dar lugar a un determinado orden, no a todos los órdenes posibles.
 
Por lo que, puesto que se da un orden y no se dan todos los órdenes, existe una unidad anterior a todo orden, que es su causa y es su todo. Esta unidad no está ordenada, sino que ordena; ni es numerable, sino que numera. Es ontológicamente anterior a lo material y a lo móvil, causa de ellos y un todo para ellos, así como para todo lo verdadero, ya que no hay verdad sin orden ni número. Es la causa primera y la verdad primera, superior a todo lo sujeto a cambio y a todo lo inteligible, situada allende los sentidos y la razón.