martes, 7 de diciembre de 2010

Fines de la virtud



Ante Yves, hombre religioso, se presentó en el camino una mujer llevando fuego y agua; según dijo, iba a hacer arder el paraíso y a extinguir el infierno para que en adelante los hombres no sirvieran a Dios por temor del suplicio ni por la esperanza de la recompensa, sino por amor a Dios mismo. En efecto, hay que servir a Dios por Dios. Tal es la intención más recta, huir de los vicios no para escapar al infierno, seguir la virtud no para subir al cielo, sino en todo obedecer a Dios por Dios. Y aunque la virtud sea en sí misma la recompensa, no obstante al espíritu de intención tan recta no puede dejar de llegar la recompensa. Nadie trabaja para Dios de balde.


Jeremías Drexel

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"Ipsa sui pretium virtus sibi", que la virtud es su propia recompensa, no es sino un frío principio, e incapaz de mantener nuestras variables resoluciones en un modo constante y fijo de bondad. Yo he puesto en práctica el honesto artificio de Séneca, y en mis retiradas y solitarias fantasías, para apartarme de la inmundicia del vicio, he imaginado para mí mismo la presencia de mis queridos y dignísimos amigos, delante de los cuales antes perdería la cabeza que ser vicioso: sin embargo, aquí hallé que no había nada sino honestidad moral, y esto no era ser virtuoso por el hecho de serlo, que es lo que debe recompensarnos al final. He tratado de alcanzar su gran resolución, ser honesto sin pensar en el cielo ni en el infierno: y en efecto hallé, por inclinación natural e innata lealtad a la virtud, que podía servir a ésta sin librea, mas no de esa manera resuelta y venerable, sino de un modo en que la fragilidad de mi naturaleza, por una fácil tentación, podría verse inducida a olvidarla. La vida y el espíritu de todas nuestras acciones es la resurrección, y el permanente convencimiento de que nuestras cenizas gozarán del fruto de nuestros piadosos esfuerzos; sin esto, toda religión es una falacia, y las impiedades de Luciano, Eurípides y Juliano no son blasfemias sino sutiles verdades, y los ateos han sido los únicos filósofos.

(...)

Doy gracias a Dios, y lo digo con alegría, porque nunca tuve miedo del infierno, ni jamás palidecí al oír describir ese lugar. He puesto mis mediaciones en el cielo de tal manera que casi he olvidado la idea del infierno, y más temo perder las alegrías del uno que sufrir la desdicha del otro: verse privado de aquéllas es un infierno cabal y no es preciso, a mi juicio, añadir nada para completar nuestras aflicciones. Esa terrible palabra nunca me ha refrenado de pecar ni debo a su nombre ninguna buena acción. Temo a Dios, pero no tengo miedo de él: sus merecedes me hacen avergonzarme de mis pecados más que sus juicios atemorizarme por ellos. Dichos juicios son el obligado y secundario método de su sabiduría, del que se vale sólo como último remedio y por invocación: un proceder más para disuadir al malvado que para incitar al virtuoso a rendirle culto. Me cuesta imaginar que haya habido alguna vez algún miedoso en el cielo; siguen el camino más expedito al cielo aquellos que servirían a Dios sin un infierno; otros mercenarios que se arrastran ante él de miedo del infierno, aunque se llamen a sí mismos servidores del Todopoderoso, no son en realidad sino sus esclavos.


Thomas Browne

4 comentarios:

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Muy de acuerdo. Gracias por apostillar.

El Perpetrador dijo...

Excelente post, Irichc.

La historia de la mujer evocada en el primer texto es claramente un trasunto de Rabia Al-Adawiyya (s. VIII). Comprúebese: http://www.gratefulness.org/readings/rabia.htm

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Se perdió el primer comentario al que me refería en el primer mensaje, una cita de San Bernardo. Lo lamento. Blogger está dando problemas desde hace meses.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Gracias, Perpetrador.

Es probable que el exemplum venga de tan antiguo y de tan lejos. El primer autor en referirla del que yo tengo noticia no es Drexel, sino Jean de Joinville (s. XIII), en su biografía del Rey Luis IX, que estuvo y murió en Tierra Santa. La imagen se convirtió en tópica en el siglo XVII, a juzgar por la correspondencia de Fénelon.