Empezando, en efecto, por las pasiones más generales en nosotros, es decir, por la ira y por la concupiscencia -ellas son las dos más tiránicas pasiones y las más naturales de todas-, el Señor las endereza con grande autoridad, cual convenía a un legislador, y las ordena con toda precisión. Porque no dijo que sólo el adúltero es castigado. Lo que hizo con el homicida, lo hace aquí también, castigando la simple mirada, por que te des cuenta en qué sobrepasa con su enseñanza a la de los escribas. De ahí que diga: "El que mirare a mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón". Es decir, el que no tiene otra ocupación que buscar curiosamente los cuerpos espléndidos, ir a cada de caras bien parecidas, aparencar su alma en contemplarlas y clavar su mirada en los rostros hermosos. Porque no vino el Señor sólo a librar los cuerpos de malas acciones, sino antes que a los cuerpos, a las almas. En el corazón recibimos la gracia del Espíritu Santo. El corazón, por ende, es lo primero que el Señor purifica. ¿Y cómo es posible -me dirás- librarnos de la concupiscencia? Como queramos, absolutamente posible es mortificarla y mantenerla a raya. Por lo demás, no suprime aquí el Señor absolutamente toda concupiscencia, sino la concupiscencia que se engendra de la mirada. Porque el que pone su afán en mirar las caras bien parecidas, ése es el que señaladamente enciende el horno de la pasión, el que hace cautiva su propia alma y pasa bien pronto a la acción. De ahí que no dijo: El que la codicia para cometer adulterio, sino: "El que mira a mujer para codiciarla". Y notad que, hablando de la ira, puso el Señor una limitación, diciendo: "El que se aíra sin razón ni motivo"; pero aquí no distinguió, sino que de una vez para siempre aniquiló la concupiscencia. Y, sin embargo, una y otra pasión, ira y concupiscencia, las llevamos ingénitas y ambas se nos han dado por fines de utilidad. La ira,para castigar a los malvados y corregir a los que obran desordenadamente; la concupiscencia, para la procreación de los hijos y la conservación por sucesión del género humano.
¿Por qué causa, pues, no puso también aquí el Señor distinción alguna? Si atentamente lo miras, verás puesta aquí también una distinción muy importante. Porque no dijo absolutamente: El que codiciare... Aun habitando en las montañas, se puede sentir la codicia o concupiscencia; sino: "El que mirare a mujer para codiciarla". Es decir, el que busca excitar su deseo, el que sin necesidad ninguna mete a esta fiera en su alma, hasta entonces tranquila. Esto ya no es obra de la naturaleza, sino efecto de la desidia y tibieza. Esto hasta la antigua ley lo reprueba de antiguo cuando dice: "No te detengas a mirar la belleza ajena".
Y no digas: -¿Y qué si me detengo a mirar y no soy prendido?- No, también esa mirada la castiga el Señor, no sea que, fiándote de esa seguridad, vengas a caer en el pecado. ¿Y qué si miro -me dirás- y tengo, sí, deseo, pero nada malo hago? - Pues aun así, estás entre los adúlteros. Lo dijo el Legislador, y no hay que averiguar más. Mirando así una, dos y hasta tres veces, pudiera ser que te contengas; pero, si lo haces continuamente, y así enciendes el horno, absolutamente seguro que serás cogido, pues no estás tú por encima de la naturaleza humana. Nosotros, si vemos a un niño que juega con una espada, aun cuando no le veamos ya herido, le castigamos y le prohibimos que la vuelva a tocar más. Así también Dios, aun antes de la obra, nos prohibe la mirada que pudiera conducirnos a la obra. Porque el que una vez ha encendido el fuego, aun en ausencia de la mujer que lascivamente ha mirado, se forja mil imágenes de cosas vergonzosas, y de la imagen pasa muchas veces a la obra. De ahí que Cristo elimina aun el abrazo que se da con solo el corazón. ¿Qué pueden, pues, decir los que tienen vírgenes consigo? Según esta ley, serían reos de adulterios infinitos, pues todos los días las miran con concupiscencia. Con razón el bienaventurado Job se impuso desde el principio la ley de poner muralla a sus ojos para no mirar a una doncella. Realmente, el combate se hace más violento después de mirar y no gozar de la mujer amada, y no es tanto el placer que podamos disfrutar de la mirada cuanto el desastre que hemos de sufrir por haber encendido más y más la concupiscencia. Hemos aumentado las fuerzas de nuestro adversario; hemos dado más ancho campo al diablo, y, pues nos lo hemos metido en lo más íntimo y le hemos abierto de par en par las puertas de nuestra alma, ya no tenemos fuerzas para vencerlo. De ahí lo que nos viene a decir el Señor: "No adulteres con tus ojos y no adulterarás con tu pensamiento".
Porque se puede también mirar a una mujer de otra manera, como miran los hombres castos. De ahí que no prohibió el Señor absolutamente el mirar, sino el mirar con concupiscencia. Si eso hubiera querido, hubiera dicho de manera absoluta: "El que mirare a una mujer". Pero realmente no lo dijo así, sino: "El que mirare a mujer para codiciarla", el que mirare para recrear su vista. Realmente, no nos dió Dios los ojos para que por ellos se nos meta el adulterio en el alma, sino para contemplar su scriaturas y admirar por ellas al Creador. Ahora bien, como cabe airarse sin motivo, también se puede mirar sin motivo, y es cuando se mira para excitar la concupiscencia. Si quieres mirar para tu deleite, mira a tu propia mujer y ámala continuamente. No hay ley que te lo prohiba. Mas, si andas a la búsqueda de ajenas bellezas, ofendes primero a tu propia mujer, pues has llevado tus ojos a otra parte, y ofendes también a la que has mirado, pues la has tocado ilegítimamente. Si no la tocaste con la mano, sí con los ojos, y por eso tu mirada es reputada por adulterio. Mirada por cierto que, aun antes del castigo eterno, no es pequeño el tormento que ya ahora nos acarrea. Todo nuestro interior se llena de alboroto y turbación; se levanta en el alma tremenda tormenta, la punza un terrible dolor, y el que esto sufre, poco se lleva con los prisioneros y encarcelados. Y muchas veces la que disparó el dardo, desapareció volando; pero la herida allí queda abierta. Aunque, por mejor decir, no fue la mujer la que te disparó el dardo, sino tú quien con tu mirada intemperante te diste a ti mismo el golpe mortal. Esto digo, porque quiero absolver de toda culpa a las mujeres castas. Porque la que se adorna a sí misma para atraer las miradas de todos, aun cuando no hiera al que con ella tropieza, no por eso dejará de sufrir el último suplicio. Ella por su parte preparó el veneno, llevaba a punto la cicuta, si bien no alargó el vaso a nadie; mejor dicho, también alargó el vaso, pero no halló a nadie que se lo bebiera. ¿Por qué, pues, dirá alguno, no habla el Señor también con las mujeres? Porque Él pone leyes comunes en todas partes, aun cuando aparentemente sólo se dirija a los hombres. Hablando con la cabeza, la exhortación ha de recaer sobre el cuerpo entero. Hombre y mujer sabe Él que son un solo viviente, y en ninguna parte distingue el Señor de sexos.
Juan Crisóstomo.
"Los esclavos felices"
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