Pero quedaba aún la cuestión más grande de qué se hacen esas almas o fuerzas después de la muerte del animal o de la destrucción del individuo de la substancia organizada. Y es la más embarazosa, porque parece poco razonable el que las almas permanezcan inútilmente en un caos de materia confusa. Por todo lo cual he juzgado al fin que no quedaba más que un término razonable, que es la conservación, no sólo del alma, sino también del animal mismo y su máquina orgánica; aunque la destrucción de las partes más groseras lo reduce a un tamaño pequeñísimo que escapa a nuestros sentidos, como asimismo escapaba a ellos el tamaño que tenía antes de nacer. No hay, pues, nadie capaz de señalar bien el verdadero momento de la muerte, la cual puede por mucho tiempo considerarse como una mera suspensión de las acciones notables y en el fondo nunca es otra cosa en los simples animales; atestíguanlo las resurrecciones de las moscas ahogadas y luego enterradas en creta pulverizada y otros varios ejemplos semejantes, que dan a entender bastante bien que habría lugar a muchas otras resurrecciones y mucho más remotas si los hombres estuvieran en condiciones de remendar la máquina. Y puede conjeturarse que a cosa parecida se refería el gran Demócrito, aunque atomista, si bien Plinio se burla de él. Es natural, pues, que el animal, puesto que siempre ha sido vivo y organizado -como empiezan a reconocerlo así personas de mucha penetración-, siga siéndolo por siempre. Y puesto que no hay en el animal nacimiento ni generación enteramente nueva, síguese que no habrá extinción final ni muerte completa, en el rigor metafísico de la palabra; y que, por consiguiente, en lugar de la transmigración de las almas, lo que hay es transformación de un mismo animal, según que los órganos están dispuestos de un modo u otro más o menos desarrollados.
Leibniz
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