Isaiah Berlin, incapaz de un análisis más agudo, hizo de De Maistre un precursor del fascismo por discursos como éste, donde fulgura el genio lejano de Heráclito. Ahora bien, nada más extraño al fascismo, a la venenosa retórica del progreso y a la anquilosante ética de las masas que la noción de individuo que aquí se fundamenta. ¡Con qué necia alegría nuestros darwinistas, ayer como hoy, nos narran que somos el resultado casual de un proceso ciego, los autómatas de un algoritmo! ¡Con qué sospechoso fervor aplauden los ateos! Siendo escasos los recursos, nos dicen, sobrevive el que depreda más y mejor; y así como no está en nuestra voluntad existir, epítomes del éxito evolutivo ajeno, tampoco lo está el sentir y actuar de determinado modo.
Pero ¿es esto un axioma o una verdad de hecho? ¿No es posible para las especies crear sociedades naturales, inmensas simbiosis? ¿Y no está en mano del hombre otro tanto, sin que se vea forzado a legislar y a castigar contra natura? No se trata de que el proceso selectivo, como un agente impersonal y fatídico, grabe a fuego la violencia en los individuos para que éstos lleguen a ser, sino que la individualidad misma preexistente condiciona la selección al enfrentar a universos incompatibles, a seres-mónada excluyentes entre sí. Pues todo en este mundo, sea la economía de principios o la racionalidad de medios, hace que juzguemos inútil la violencia frente al interés común, y no obstante aquélla se impone siempre ante la inercia acumulativa de la materia, presta a fusionarse en un todo indistinto.
Habla de Maistre.
* * *
La misión del soldado es terrible; pero es necesario que se rija por una gran ley del mundo espiritual, y no debe admirar que todas las naciones del Universo hayan estado de acuerdo para ver en esta ley alguna cosa todavía más particularmente divina que en las otras; creed que no sin razón brilla el título de Dios de los Ejércitos en todas las páginas de la Santa Escritura. ¡Culpables mortales y desgraciados, puesto que somos culpables! Esto es lo que nos hace necesarios los males físicos; pero sobre todo la guerra; los hombres se unen ordinariamente a los soberanos y nada es más natural. Horacio decía, burlándose: "Por delirios de reyes los pueblos castigados".
Pero Juan Jacobo Rousseau ha dicho, con más gravedad y verdadera filosofía: "La ira de los reyes es la que arma la Tierra; / mas la ira del cielo es la que arma los reyes". Observad además que esta ley tan terrible de la guerra no es, sin embargo, más que un capítulo de la ley general que gravita sobre el Universo. En el vasto dominio de la naturaleza viviente reina una violencia manifiesta, una especie de rabia prescrita, que arma todos los seres "in mutua funera"; desde que salís del reino insensible, os encontráis con el decreto de la muerte violenta escrito sobre las fronteras mismas de la vida.
Ya en el reino vegetal se comienza a sentir la ley: desde la inmensa catalpa hasta la más humilde hierbecilla, ¡cuántas plantas mueren y a cuántas se les quita la vida! Pero tan luego como entráis en el reino animal, la ley toma en seguida una espantosa evidencia. Una fuerza oculta y palpable a la vez se muestra continuamente ocupada en poner al descubierto el principio de la vida por medios violentos. Cada gran división de la especie animal ha elegido cierto número de animales a los que ha dado el encargo de devorar a los demás; así pues, hay insectos de presa, aves de presa, peces de presa y cuadrúpedos de presa. No pasa un instante sin que un ser viviente sea devorado por otro. Sobre estas numerosas razas de animales está colocado el hombre, cuya mano destructora no deja libre nada de lo que vive; mata para alimentarse, mata para vestirse, mata para resguardarse, mata para atacar, mata para defenderse; mata para instruirse, mata para divertirse, mata por matar; rey soberbio y terrible, necesita de todo y nada le resiste. Sabe que la cabeza del tiburón o de la ballena le proporcionará arrobas de aceite; su delicado alfiler pica sobre el cartón de los museos la elegante mariposa que ha cogido al vuelo en la cima del Mont Blanc o del Chimborazo; diseca el cocodrilo; embalsama el colibrí; a su orden la serpiente cascabel viene a morir en el licor que debe conservarla y mostrarla intacta a los ojos de una larga serie de observadores. El caballo que lleva a su dueño a la caza del tigre se pavonea bajo la piel de este mismo animal; el hombre lo pide todo a la vez: al cordero, sus entrañas para hacer resonar el arpa; a la ballena, sus barbas para armar el corsé de la mujer; al lobo, su diente más mortífero para pulir las obras ligeras del arte; al elefante, sus colmillos para adornar el juguete de un niño; sus mesas están cubiertas de despojos de cadáveres. El filósofo puede hasta descubrir de qué modo la matanza permanente está provista y ordenada en todo el mundo. Pero esta ley, ¿no se cumplirá en el hombre? Sí, sin duda. Pues, entonces, ¿qué ser exterminará a aquel que a todos extermina?
Él mismo. El hombre es quien está encargado de degollar al hombre. Pero ¿cómo podrá ejecutar esta ley, él, que es un ser moral y compasivo; él, que ha nacido para amar; él, que llora por los demás como por sí mismo, que encuentra placer en llorar y que acaba por inventar ficciones que le hacen llorar; él, en fin, de quien se ha dicho que "será responsable hasta de la última gota de sangre que haya derramado injustamente" (Gen. 9:5)? La guerra es la que está encargada de ejecutar el decreto. ¿No oís la Tierra que grita y pide sangre? La sangre de los animales no le basta, ni aun la de los culpables, vertida por la espada de las leyes. Si la justicia humana hiriese a todos, ya no habría guerra; pero no hace más que concretarse a un pequeño número sin tener en cuenta que la ferocidad humana contribuye a hacer más necesaria la guerra. La Tierra no ha gritado en vano, la guerra se ha encendido. El hombre, inflamado de repente con un furor divino, extraño al odio y a la cólera, se arroja al campo de batalla sin saber lo que quiere, ni aun lo que hace. ¿Qué significa, pues, ese terrible enigma? Nada hay para el hombre que sea más contrario a su naturaleza, y nada le repugna menos; hace con entusiasmo aquello de que se horroriza. ¿No habéis notado alguna vez que sobre el campo de la muerte el hombre no desobedece jamás? Podrá muy bien asesinar a Nerva o a Enrique IV; pero el más abominable tirano, el más insolente carnicero de carne humana no oirá jamás allí: "Nosotros ya no queremos serviros". Un motín sobre el campo de batalla, una conjuración para derrocar al tirano reinante es un fenómeno que no se presenta a mi memoria. Nada resiste, nada puede resistir a la fuerza que arrastra al hombre al combate; inocente mortal, instrumento pasivo de una mano terrible, "se arroja con humildad en el abismo que él mismo se ha abierto; recibe la muerte sin dudar que es él mismo quien se ha llamado a la muerte".
De este modo se cumple sin cesar, desde el más pequeño insecto hasta el hombre, la gran ley de la destrucción violenta de los seres vivientes. La Tierra entera, empapada continuamente en sangre, no es más que un ara inmensa donde todo lo que vive debe ser inmolado sin fin, sin medida, sin descanso, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte (1Cor 15:26). Pero el anatema debe herir más directa y visiblemente al hombre: el ángel exterminador gira como el Sol alrededor de este desgraciado globo, y no deja respirar a una nación sino para herir a otras. Mas cuando los crímenes, y sobre todo los crímenes de cierto género, se han multiplicado, el ángel emprende su rápido vuelo. Semejante a la ardiente antorcha agitada vivamente, la inmensa velocidad de su movimiento le hace estar a la vez sobre todos los puntos de su terrible órbita. Hiere en un instante a todos los pueblos de la Tierra; otras veces, ministro de una justa venganza, se ceba sobre ciertas naciones y las deja bañadas en sangre. No esperéis que ellas hagan ningún esfuerzo para escapar a su reprobación o para abreviarla. Se cree ver a estos grandes culpables, iluminados por su conciencia, que piden el suplicio y lo aceptan para encontrar en él la expiación. Mientras a ellas les quede sangre vendrán a ofrecerla; y bien pronto una escasa juventud contará estas guerras desoladoras producidas por los crímenes de sus padres.
La guerra es, pues, casi divina en sí misma, puesto que es una ley del mundo. La guerra es divina por sus consecuencias de un orden sobrenatural, tanto generales como particulares; consecuencias poco conocidas porque son poco investigadas; pero que no son por eso menos incontestables. ¿Quién podrá dudar que la muerte en los combates tiene grandes ventajas? Y ¿quién podrá creer que las víctimas de esta espantosa condenación hayan vertido su sangre en vano? Pero no es tiempo de insistir sobre esta clase de materia: nuestro siglo no está bastante maduro para ocuparse de ellas; dejémosle su física y tengamos, sin embargo, siempre fijos nuestros ojos sobre ese mundo invisible que todo lo explica. La guerra es divina por la gloria misteriosa que la rodea y por el atractivo no menos inexplicable que a ella nos conduce. La guerra es divina en la protección otorgada a los grandes capitanes, aun a los que se arriesgan, que rara vez son heridos en los combates. La guerra es divina por la manera en que se declara. No quiero excusar a nadie fuera de propósito; pero ¡cuántos a quienes se mira como autores inmediatos de las guerras son ellos mismos arrastrados por las circunstancias! En el momento preciso, acarreado por los hombres y prescrito por la justicia, el mismo Dios se adelanta para vengar la iniquidad que los habitantes del mundo han cometido contra Él. La Tierra, ávida de sangre, como hemos oído hace algunos días, "abre la boca para recibirla y sepultarla en su seno hasta que llegue el momento en que debe enjuiciarla".
De Maistre
2 comentarios:
Estoy muy de acuerdo.
Qué placer el leerte.
Saludos,
Isis
Gracias por pasarte por aquí, Isis.
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