Di, más bien, cuán natural es ensanchar el pensamiento hacia el infinito. El alma humana es una realidad grande y noble, no admite que se le pongan otros límites que los que tiene de común con la divinidad. En primer lugar, no acepta una patria terrena, Éfeso o Alejandría, o cualquier otro suelo aún más populoso en habitantes o más abundante en edificios; su patria es todo el espacio que rodea con su perímetro al cielo y al universo entero, toda esta bóveda celeste bajo la cual se encuentran los mares y las tierras, bajo la cual el aire, aun delimitando las cosas divinas y las humanas, las une al propio tiempo, donde están distribuidos tantos dioses que vigilan su propio cometido.
En segundo lugar, no permite que se le asigne a su vida una duración limitada: "Todos los años -dice- me pertenecen, ningún siglo queda cerrado para los grandes genios, ningún tiempo es inaccesible al pensamiento. Cuando llegue el día que disuelva esta mezcolanza de lo humano y lo divino, dejaré el cuerpo en esta tierra donde lo encontré y yo mismo me restituiré a los dioses. Tampoco ahora vivo separado de ellos, pero me veo retenido por esta envoltura pesada y terrena."
Por medio de estas dilaciones de la vida mortal nos ejercitamos para aquella vida mejor y más larga. Pues como el claustro materno nos retiene durante diez meses y nos prepara no para sí, sino para aquel lugar al que parece que somos lanzados cuando ya somos aptos para respirar y resistir al aire libre, así también a través del tiempo que se extiende de la infancia a la vejez, vamos madurando para un nuevo parto. Nos aguarda otro origen, una situación distinta.
Todavía no podemos soportar la visión del cielo sino a distancia. Por lo tanto contempla con valor aquella hora decisiva; no es la última para el alma sino para el cuerpo. Todas cuantas cosas te rodean considéralas como el mobiliario de un albergue, pues hemos de marchar a otro lugar. La naturaleza despoja al que sale de la vida, como al que entra en ella.
No te está permitido sacar más de lo que has aportado, mas aun gran parte de cuanto has llevado a la vida tendrás que dejarlo: se te arrancará esta piel que te rodea como la más externa de las envolturas; se quitará la carne y la sangre que penetra y discurre por todo el cuerpo; se te quitarán los huesos y los músculos que son el apoyo de las partes muelles y débiles.
Ese día que temes como el último es el del nacimiento para la eternidad. Deja el peso: ¿por qué te detienes como si no hubieras salido ya otra vez, después de abandonar el cuerpo donde estabas encerrado? Estás apegado a la vida, te resistes: también entonces fuiste empujado hacia afuera con gran esfuerzo de la madre. Gimes y lloras: también el llorar es propio de quien nace, pero entonces se te debía perdonar, pues habías venido a la vida ignorante e inexperto en todo. Salido del refugio, cálido y suave, de las entrañas maternas, te acogió un soplo de aire más libre; luego te hizo daño el tacto de una mano dura, y todavía delicado, sin experiencia de nada, te quedaste atónito en un mundo desconocido.
Ahora no te resulta nuevo verte separado de aquel compuesto del que formabas parte. Renuncia con ecuanimidad a estos miembros ya inútiles, abandona este cuerpo en el que has habitado tanto tiempo: será desgarrado, sepultado, aniquilado. ¿Por qué te entristeces? Así suele suceder: se pierden siempre las membranas que envuelven a los que van a nacer. ¿Por qué te aferras a estas cosas como si te pertenecieran? Con ellas has sido cubierto: llegará el día que te arrancará de estos despojos y te sacará del contubernio inmundo y fétido del cuerpo.
Tú, desde ahora, substráete ya a éste cuanto puedas, y, hostil a todo placer, a menos que esté estrechamente ligado a las necesidades naturales, ajeno a él medita desde este momento en algo más elevado y sublime. Un día se te revelarán los secretos de la naturaleza, se disipará esta oscuridad, y una luz deslumbrante te envolverá por todas partes. Imagínate cuán grande es el brillo de tantos astros que entremezclan su luz. Ninguna sombra perturbará esta serenidad; resplandecerán por igual todas las regiones del cielo: pues el día y la noche alternan sólo en las capas más bajas de la atmósfera. Reconocerás que has vivido en tinieblas cuando tú, pleno de vida, percibas la plenitud de la luz que ahora contemplas oscuramente a través de los conductos muy limitados de tus ojos y que, no obstante, admiras ya, aunque de lejos. ¿Qué impresión te producirá la luz divina cuando la contemples en su propia sede?
Este pensamiento no permite que subsista en el ánimo nada sórdido, nada rastrero, nada cruel. Afirma que los dioses son los testigos de todos nuestros actos, nos ordena que nos sometamos a su aprobación, que nos aprestemos para ellos en vistas a la vida futura y que tengamos en consideración la eternidad. Quien medita en ella no se espanta ante ejército alguno, no le aterra el sonido de la trompeta, ni amenaza alguna le impulsa al temor.
¿Por qué deberá temer quien tiene la esperanza de morir? Incluso quien juzga que el alma subsiste sólo mientras está aprisionada en la cárcel del cuerpo y que, una vez liberada, al punto se desvanece, trata de poder ser útil aun después de la muerte. En efecto, aunque haya sido arrebatado a nuestra vista, sin embargo
"se recuerda a menudo la gran virtud del héroe y el gran brillo de su estirpe."
Considera cuánto nos aprovechan los buenos ejemplos: comprenderás que la presencia de los grandes hombres no es menos útil que su recuerdo.
Séneca
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