Todos quieren vivir felices, mi querido Galión: pero para ver con claridad en qué consiste lo que hace una vida completamente bienaventurada, andan a ciegas. Y de tal manera no resulta sencillo conseguir esa vida feliz, que cada uno se aparta de ella tanto más, cuanto con mayor ahínco la busca; si ha equivocado el camino: porque, como quiera que éste conduce a la parte contraria, la misma vehemencia los impulsa a una mayor distancia. Es necesario, pues, que primeramente estudiemos en qué consiste la felicidad que apetecemos: una vez conseguido esto, hemos de mirar y examinar las cosas que nos rodean, con el fin de encontrar el camino más corto por donde podamos llegar a ella: conoceremos sobre la marcha, y por muy poco recto que sea el camino, el adelanto tan grande que conseguimos cada día, y lo mucho que nos vamos alejando de aquello a que nos empuja nuestro natural apetito. Pero mientras andemos errantes por todas partes, sin seguir los pasos de un guía, sino el estruendo y gritos disonantes que nos llevan a la distracción, la vida se nos irá acabando entre constantes errores y sin darnos tiempo a nada, puesto que ésta resulta muy corta, aun cuando trabajemos noche y día para el bienestar del espíritu. Por consiguiente, es necesario determinar adónde vamos y por dónde; y no sin la ayuda de algún experto que haya explorado antes los caminos que hemos de recorrer: porque no se da aquí la misma circunstancia que en cualquier otro viaje. En éstas, conocido algún límite del camino, y preguntando a las gentes del país por donde se pase, no se sufren errores: en cambio aquí, cuanto más conocido sea y más trillado esté, nos engaña muchísimo mejor. En nada, por consiguiente, hemos de poner mayor empeño que en no seguir, según acostumbran las ovejas, al rebaño que va delante y que caminan, no por donde se debe ir, sino por donde va todo el mundo. Porque ninguna cosa nos proporciona mayores desgracias que aquello que se decide por los rumores: convencidos, además, de que lo mejor es aquello que ha sido aceptado por la mayoría de las gentes, y de éstos tenemos muchos ejemplos; vivimos no según nos dicta la razón, sino por imitación. De ahí ese amontonamiento tan grande de los unos que caen sobre los otros. Es lo mismo que sucede en las grandes aglomeraciones de hombres, cuando la multitud se comprime contra sí misma de tal manera que no cae nadie sin que arrastre a otro tras de sí, y la caída del primero siguen las de los demás: puedes comprobar cuando quieras que lo mismo sucede en todos los órdenes de la vida; nadie se equivoca solamente para él, sino que es causa y autor del error de los demás. Perjudica, pues, ser arrastrado por los que van delante, y mientras cada uno prefiere mejor confiarse que juzgar, jamás se medita sobre la vida, y siempre se cree en los demás; el error, que va pasando de mano en mano, nos hace dar vueltas y nos precipita al abismo, pereciendo por los malos ejemplos de los otros. Acertaremos tan pronto como nos separemos de los demás; ahora, en cambio, la multitud se ha plantado en contra de la razón, como defensora de su perdición. Sucede aquí lo mismo que en las elecciones, en las cuales, después de haber elegido sus pretores, los mismos que los eligieron se sorprenden de haberlos votado, cuando el favor, en su huida, dio la vuelta alrededor de la asamblea. Aprobamos las mismas cosas que censuramos después; éste es el resultado de cualquier negocio donde se sentencia por el mayor número de votos.
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Es seguro, es agradable el camino para el que la naturaleza te ha equipado. Ella te ha provisto de aquellos recursos que, si no los desaprovechas, te elevarán a la misma altura de Dios.
Ahora bien, igual a Dios no te hará el dinero: Dios nada posee. Tampoco la pretexta: Dios está desnudo. No lo hará tu buena reputación, ni la exhibición de tu persona, ni la notoriedad de tu nombre difundida entre los pueblos: nadie conoce a Dios, muchos tienen de él mala opinión, y ciertamente con impunidad. Tampoco el tropel de siervos que llevan tu litera por las vías de la ciudad y de los países extranjeros: Dios, el más grande y más poderoso que todos, guía con su impulso el universo. Ni siquiera tu hermosura o tu pujanza pueden hacerte feliz: nada de esto resiste el paso del tiempo.
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"Pero tú -se me dirá- tampoco practicas la virtud por otro motivo, sino porque esperas de ella algún placer". En primer lugar, si bien es verdad que la virtud proporciona placer, no es ésa la causa por la que se busca; porque no solamente proporciona deleite, no solamente proporciona placer y trabaja para éste, sino que su trabajo, aunque su intención vaya encaminada hacia otros fines, conseguirá también el deleite. Lo mismo sucede en el campo, en el que, a pesar de haber sido roturado para la siembra del trigo, nacen algunas flores que se entremezclan con éste y, sin embargo, no se gastó tanto trabajo con el fin de que nacieran estas pequeñas hierbas, que además no se sembraron: otro fue el propósito del sembrador y le sobrevino esto; de la misma manera también, el placer no es la recompensa ni la causa que nos mueve a practicar la virtud, sino que es algo accidental a ella: nos agrada, no porque deleite, sino porque nos agrada, deleita. El supremo bien está en el juicio mismo y en el hábito de la mejor intención: ésta, tan pronto como ha colmado su círculo de expansión, ciñéndose a sus propios fines, termina su misión y consigue el bien supremo sin aspirar a nada más.
Séneca
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