domingo, 11 de febrero de 2007

Kierkegaard. La justicia divina


Si tú alguna vez has observado cómo suceden las cosas en este mundo, seguro que te ha ocurrido, como a otros antes que ti, que desalentado le has dado la espalda a todo y te has preguntado en tono de lamento: ¿ésta es una providencia justa?, ¿dónde está la justicia divina? Invasión de la propiedad ajena, robos, fraudes, todo lo que se relaciona con el dinero (el ídolo de este mundo) se castiga, se castiga severamente en este mundo; incluso lo que difícilmente puede llamarse un delito, como que un hombre pobre le suplique con la mirada a un transeúnte, se castiga severamente; tan severamente suceden las cosas en este -¡mundo justo!. Pero para los delitos terribles, como que un hombre se apropie de lo sagrado, que tome la verdad en vano y que de esta manera cada día de su vida sea una mentira continua - para estos delitos no se ve intervenir ninguna justicia punitiva; por el contrario, este hombre tiene permiso para expandirse sin limitaciones y abarcar un círculo más o menos grande, quizá toda una sociedad, que con admiración y adoración lo retribuye con todos los bienes terrenales. ¿Dónde está entonces la justicia divina?

A esto debe responderse: es precisamente la justicia divina la que en su tremenda severidad permite que las cosas sucedan así; está presente, es todo ojos, pero se oculta; para revelarse tal como es no quiere ser vista antes de tiempo, pero cuando se revele se verá que estaba allí, presente incluso en lo más pequeño. Si la justicia divina interviniera rápidamente de manera punitiva, los verdaderos delitos capitales no podrían consumarse. De quien, por debilidad, seducido por su deseo, arrastrado por sus pasiones sensuales, pero no obstante por debilidad, se extravía y toma el camino del pecado, de él la justicia divina se apiada y lo castiga, cuanto antes mejor. Pero al auténtico y al más grande criminal, a ése -recuerda que te lamentabas de que la justicia pareciera tan blanda o casi inexistente-, a ése la providencia lo enceguece, haciéndole creer ilusoriamente que su vida agrada a Dios y que es él quien en realidad ha logrado cegar a Dios: ¡tan terrible eres tú, justicia divina!

Que nadie se inquiete por esta objeción contra la justicia divina. Pues precisamente para ser justicia debe dejar primero que el delito se consuma en toda su culpa, pero el auténtico delito capital necesita -¡tenlo muy presente!- la vida entera para consumarse, y es precisamente el auténtico delito capital porque se perpetúa durante toda la vida. Pero ningún delito puede castigarse antes de ser consumado. De este modo la objeción desaparece. La objeción pretende en realidad que Dios castigue tan rápido que (es exactamente lo mismo) el castigo alcance al ladrón antes de que robe. Pero como el delito debe haberse consumado antes de ser castigado, y como el delito capital (exactamente lo que te subleva) necesita toda una vida para consumarse, entonces no puede ser castigado en esta vida; castigarlo en esta vida no sería castigarlo sino impedirlo, así como no sería castigar el robo si se castigara al ladrón antes de robar, impidiendo el robo e impidiendo al ladrón llegar a serlo.

Por eso no te quejes nunca cuando veas que prospera lo terrible que quiere sublevar tu mente contra Dios; no te quejes, no, tiembla, di: Dios de los cielos, él es uno de los peores criminales, cuyo delito requiere de toda la temporalidad para consumarse y que sólo se castiga en la eternidad.

Es entonces la severidad la que hace que el delito capital no se castigue en este mundo. Y en algunos casos es quizá también el cuidado hacia nosotros. Pues hay diferencia entre hombre y hombre; uno puede ser muy superior al otro. Pero también es una superioridad ser el peor criminal. Entonces la providencia lo deja sin castigo, también porque quizá se confundirían totalmente nuestras ideas si viéramos que él es un criminal. Como ves, la cuestión puede ser aún peor de lo que imaginabas cuando te quejabas; te quejabas de que Dios no castigaba lo que tú podías ver que era delito, pero, como ves, la cuestión puede ser aún peor de lo que te imaginabas cuando te quejabas. Quizás alguna vez haya vivido un criminal de tal envergadura que absolutamente nadie sospechara nada, sí, que Dios no hubiera podido hacerse entender por los hombres entre los que el criminal vivía si lo hubiera castigado, que Dios al castigarlo en el tiempo (más allá de que esto hubiera sido impedir el delito) casi necesariamente habría confundido a los hombres entre los que el criminal vivía, y esto, Dios, por su amor y cuidado hacia nosotros, no podría quererlo. Y de este modo no fuera castigado en el tiempo: ¡es terrible!

Sí, tiembla, porque haya delitos que necesiten todo el tiempo para consumarse, porque algunos quizá por consideración hacia nosotros ni siquiera puedan ser castigados en esta vida; tiembla, pero no acuses a la justicia de Dios, no, tiembla ante la idea (¡qué terrible suena cuando se dice así!) de este cruel privilegio de ¡no poder ser castigado más que en la eternidad! No poder ser castigado más que en la eternidad: ¡Dios misericordioso! Todo criminal, todo pecador que puede ser castigado en este mundo, puede también salvarse, salvarse para la eternidad. Pero el criminal cuyo signo distintivo es no poder ser castigado en este mundo, no puede salvarse, no puede salvarse para la eternidad siendo castigado en el tiempo, no, él no puede -éste es su privilegio- ser castigado más que en la eternidad. ¿Te parece entonces que hay algún fundamento para quejarse de la justicia de Dios?


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PD del Transcr.: Comparar con los textos de Séneca y Plutarco sobre la misma cuestión.

1 comentario:

Dark_Packer dijo...

Una película interesante sobre el tema de castigar un delito antes de cometerlo es "Minority report" de Tom Cruise.