Efectivamente, lo que con mayor derecho hay que censurar en los hombres no son sus opiniones, sino su juicio temerario que repudia el de los demás, como si hubiera que ser estúpido o malvado para pensar de otra forma que ellos; quienes desatan estas pasiones y odios, y las expanden por el público, es a causa de un espíritu altivo y poco equitativo, que se complace en dominar y no puede soportar nada que le contradiga.
Muy frecuentemente no es que no haya motivos para censurar las opiniones de los demás, pero hay que hacerlo con un espíritu de equidad, y compadecerse de la debilidad humana. Es verdad que se tiene derecho a tomar precauciones contra las malas doctrinas, que tienen influencia sobre las costumbres y en la práctica de la piedad, pero no hay que adjudicárselas a las personas en su perjuicio sin poseer buenas pruebas de ello. Si la equidad quiere perdonar a las personas, la piedad ordena que se determine en dónde radica el mal efecto de sus dogmas, en el caso de que sean dañinos, como lo son aquellos que van en contra de la providencia de un Dios perfectamente sabio, bueno y justo, y contra la inmortalidad de las almas que las hace capaces de sentir los efectos de su justicia, sin hablar de otras opiniones peligrosas en relación a la moral y al orden. Sé que personas eminentes y bien intencionadas defienden que esas opiniones teóricas tienen una influencia en la práctica menor de lo que se cree, y sé también que hay personas de natural excelente, a las cuales las opiniones nunca podrán arrastrarles a hacer algo indigno; por otra parte, los que han llegado a tales errores por medio de la especulación, acostumbran a estar naturalmente más apartados de los vicios de lo que puede estarlo el común de los mortales, aparte de que tienen que tener cuidado con la dignidad de la secta de la cual son como jefes; se puede decir, por ejemplo, que Epicuro y Spinoza han llevado una vida absolutamente ejemplar. Pero esas razones dejan de ser válidas de ordinario en sus discípulos e imitadores, los cuales, al sentirse liberados del importuno temor a una providencia vigilante y a un futuro amenazador, dan rienda suelta a sus brutales pasiones, y orientan su espíritu a seducir y a corromper a los demás; y si resultan ser ambiciosos y de natural un tanto duro, pueden llegar a ser capaces, por su placer o medro, de pegar fuego a la tierra por los cuatro costados: yo he conocido algunos de este temperamento, a los cuales la muerte se los llevó. Pienso incluso que opiniones cercanas a éstas que vayan insinuándose poco a poco en el gran mundo, regido por otro tipo de gentes, de las cuales dependen los negocios, dispondrán todo para la revolución general que amenaza a Europa, y acabarán por aniquilar lo que todavía queda en el mundo de los sentimientos generosos de los antiguos griegos y romanos, los cuales preferían el amor a la patria y el bien público, y el interés por la posteridad, a la fortuna e incluso a la vida. Esos "publiks spirits", como los denominan los ingleses, están muy de capa caída, fuera de la moda; y todavía lo estarán más cuando dejen de estar mantenidos por la moral adecuada y la religión verdadera, que la misma razón natural nos enseña. Los más eminentes del bando opuesto, que comienza a imperar, no tienen otro principio que el que denominan honor. Pero la característica del hombre honesto y del hombre de honor consiste entre ellos únicamente en no cometer ninguna bajeza, de acuerdo con lo que consideran como tal. Y si por afán de grandeza, o por capricho, alguien hiciera verter un río de sangre, o si pusiere todo boca arriba, eso apenas importaría, y un Eróstrato en los antiguos, o el Don Juan del "Festín de Pierre" serían considerados como héroes. Se burlan en voz alta del amor a la patria, se pone en ridículo a los que se preocupan por el bien público, y cuando alguien bienintencionado se refiere a lo que sucederá en el futuro, responden: sucederá lo que suceda. Pero acaso estas mismas personas lleguen a experimentar por sí mismas los males que creen reservados a otros. Si logramos corregir todavía esta enfermedad epidémica del espíritu, cuyos perniciosos efectos comienzan a ser visibles, quizá esos males podrán ser prevenidos; pero si continúa creciendo, la providencia corregirá a los hombres mediante la propia revolución que surgirá de ella, pues aun cuando ésta llegue a ocurrir, a fin de cuentas todo acabará orientándose siempre hacia lo mejor en general, aunque esto no pueda y no deba suceder sin el castigo de los que han contribuido finalmente al bien, mediante sus malas acciones.
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