domingo, 11 de febrero de 2007

Reflexiones sobre la Providencia-I


La Providencia que no contara con el albedrío humano sería absurda e inconsecuente. Pero el albedrío dado a las criaturas racionales no basta para que éstas persigan el bien por sí solas. Y es que el mal no es un sinsentido: el pecado resulta en cierto modo lógico. Obedece a una consistencia interna (autojustificación) y, aunque contrario al derecho natural, puede mantener inalterado su discurso en paralelo.

Nuestras facultades superiores son neutrales, precisamente porque son nuestras, siendo como somos seres intermedios, corrompidos. El raciocinio, pues, coadyuva al bien y al mal. No la verdad. Pero la verdad es un noúmeno hasta que atraviesa el filtro de mi sentido crítico y moral. Así, la conversión a la vida bienaventurada sólo puede venir por la gracia, mientras que -en el otro extremo- la caída a los abismos sucede a través de las pasiones.

Cabe preguntarse lo siguiente. Si está en manos de Dios salvarnos, ¿por qué no lo hace siempre? Habría para ello dos posibilidades: dar la gracia a todos en vida o permitir que más allá de ésta todos purgasen completamente sus transgresiones. Ahora bien, dar la gracia de forma invariable, sin considerar el grado de atención o cooperación de quien la recibe, es desvirtuar la libertad.

Por otro lado, si la pena no fuera eterna, no habría distinción de naturaleza entre el pecado mortal o intencionado y el venial o semiinconsciente; lo que de nuevo atenta contra el albedrío. A fuerza de ser demasiado bondadoso, Dios resultaría severo en exceso. Haría que crímenes absolutamente disímiles, como lo son la carne y el espíritu, sus causas respectivas, resultasen relativamente equiparables. E injusto por simple ley de la proporción: si Dios castiga a los peores menos de lo que merecen, estará castigando a los mejores más de lo que merecen.

Las pasiones, con su confrontación de humores, son las que nos hacen dudar. Sin ellas, o mantenidas éstas a un nivel constante y unidireccional (como se nos dice sucederá en la ultratumba), la conversión es prácticamente imposible. Pueden más la costumbre y la inercia de las propias certezas. Los demonios no vacilan.

En fin, si la pena tuviera un límite temporal, la inocencia de los animales -cuyo cuerpo no resucita- sería infinitamente menos provechosa que la maldad del peor de los hombres, que iba a tener un premio diferido, pero eterno.

1 comentario:

Dark_Packer dijo...

Sobre este tema un ateo me objetó una vez que para Dios es más importante la libertad que la salvación.

Si entendemos "salvación" como "liberación de males temporales" lo concedo; pero si consideramos que la libertad es la condición sine qua non para alcanzar la salvación eterna (="liberación de males eternos") entonces no lo concedo, pues los dos conceptos se funden en uno solo y son igualmente importantes, son las dos caras de la misma moneda.