Si lo real es algo, no es lo que vemos, sino lo que presuponemos en ello. Y Dios es lo que debemos presuponer en todo. Por eso hablamos de fe. Pero es una fe racional, que fundamenta. La fe del ateo opera al revés: puesto que no ve fundamentos en el mundo -que es donde no deben estar, al ser lo fundamentado- entiende que no los hay en ninguna parte. Sin embargo, dado que esto lo convertiría en un escéptico, da un paso más y establece que el mundo es el edificio y los cimientos, y que no hay que buscar más allá de él. Desde tal fingida fortaleza, prudentemente desdeñada por el agnóstico, el ateo puede tomar partido por la materia y proclamar los derechos de ésta como causa sui en detrimento de los de Dios. Me tomará poco espacio mostrar lo falso de esta postura metafísica.
Al definir la existencia como ser en un lugar durante algún tiempo (dado que para afirmar que algo existe no se le exige que exista siempre), no me está permitido caracterizar la inexistencia como no ser en ningún lugar durante todo el tiempo. Pues, por los propios términos empleados, lo existente no podría devenir en inexistente ni, viceversa, lo inexistente en existente, ya que "todo el tiempo" y "algún tiempo" se excluyen de forma recíproca. Ahora bien, habida cuenta de que lo existente deja de ser una vez ha sido, es concebible en idéntica medida que lo inexistente llegue a ser cuando no es; o lo que es lo mismo, que sea causado. Por tanto, si el ateo se refiere al universo y a la totalidad de lo que existe como algo intemporal e imperecedero, o bien incurre en petición de principio -definiendo al modo eleático lo existente como eterno, sin razón alguna y en contra de la acepción estricta de esta palabra-, o bien se refuta a sí mismo, al sostener que algo puede dejar de existir en determinado instante y, a la vez, que nada puede alcanzar la existencia, salvo que la tenga en todo momento.
Así, el ateo se engaña míseramente y transfiere a lo sensible cualidades numinosas con el único fin de negárselas a lo intangible. Alega un enunciado de la termodinámica con el propósito de convencerse de que la materia ni se crea ni se destruye, sino que se transforma; pero es en vano. Para el materialista, que rechaza la substancia y cualquier entidad que exceda el ámbito de lo empírico, lo material no es nada más que forma externa, por lo que ser transformado equivale en puridad a ser destruido. Para explicar la materia no se exige su permanencia, bastando su congruencia, esto es, la posibilidad de establecer una conexión racional entre su estado presente y sus estados pasado y futuro, no habiendo por lo demás nada completamente idéntico en ninguno de los eslabones que componen la cadena causal. Por ello, decir que la materia subyace a la pluralidad de sus fenómenos es caer en la fascinación de la palabra y tomar un mero vocablo por una realidad trascendente.