sábado, 5 de mayo de 2012





Los ateos virtuosos -amables hipócritas- objetan a los cristianos lo que Fénelon a Bossuet: que las buenas obras no se hagan por amor puro, gratuitamente y sin esperanza de una futura recompensa. Pero este reproche es en ellos fruto, si no de la mala fe, sí al menos de una confusión terminológica o de la ignorancia de los principios. Cuando Séneca escribe que debemos seguir a la virtud por la virtud misma, lo hace aduciendo que ésta es el bien más alto concebible y, por tanto, un fin final. Así, dicho bien para el cristianismo es Dios, el summum bonum, espiritual y eterno, lo que justifica que, por más que pueda pregustarse hoy, su perfecto disfrute se reserve para el futuro en otra vida. Puesto que, si circunscribiéramos la virtud sólo al presente y a las dudosas satisfacciones de esta breve existencia nuestra, como sintieron algunos paganos y están obligados a sentir todos los ateos, sería un bien finito, pasajero y comparable a otros quizá mayores, lo que refuta la vana presunción de ser ella lo más encumbrado. Por consiguiente, careciendo de esta cualidad que la hace preferible a todo lo demás, se seguiría a la virtud irreligiosamente, esto es, por interés, por costumbre o por capricho, y no por una razón insoslayable.


Hasta que el ateo no haya probado que la virtud es para todos el mayor de los bienes finitos no está en disposición de recomendársela a nadie más que a sí mismo. Dado que, incapaz de dotarla de un fundamento objetivo, la seguirá por fe ciega.


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