Son de Fontenelle esta anécdota y su conclusión:
¿No habéis oído hablar de un pintor que había pintado tan bien un racimo, que los pájaros se confundieron y fueron a picotearlo? Imagínese la fama que le dieron. Pero los racimos eran llevados en el cuadro por un campesino y decían al pintor que en verdad el pequeño campesino estaba tan mal hecho que los pájaros no le tenían miedo. Tenían razón. Sin embargo, si el pintor no se hubiera olvidado del pequeño campesino, los racimos no hubieran tenido tan prodigioso éxito como tuvieron.
De verdad que, se haga lo que se haga en el mundo, no se sabe lo que se hace, y después de la anécdota de este pintor, debemos temblar incluso en los asuntos en los que se actúa bien y temer no haber cometido una falta que hubiera sido necesaria. Todo es incierto. Parece como si la Fortuna tuviera cuidado en dar éxitos diferentes a las mismas cosas con el fin de mofarse siempre de la razón humana, que no puede tener reglas seguras.
Así, si el campesino hubiera sido perfectamente representado, causando la misma credibilidad en los pájaros que provocaban los racimos, no se habría percibido el efecto del engaño suscitado por éstos, ya que las aves se habrían cuidado mucho de acercarse al cuadro. Por tanto, un defecto de una parte contribuyó a la gloria del conjunto.
Se dirá que el pintor pudo haber evitado pintar al campesino, ya fuera bien o mal. Pero ¿pudo Dios pintar al hombre sin libertad para pecar, obligado a la virtud, y no pintarse a sí mismo?
El mal puede ser necesario para un bien mayor, pues no hay ley alguna -física o moral- que establezca que del bien se sigue siempre el bien y del mal el mal siempre. Por otro lado, unos hombres forzosamente virtuosos que no hayan sido probados por la tentación, o que resulten invulnerables a la misma, no son hombres, ni siquiera ángeles: son Dios.
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