I.
La
soberanía es la facultad de crear, suspender y abolir el derecho (Schmitt). De este principio se
sigue que sólo puede ejercerla quien está desprovisto de cualquier
derecho, toda vez que su prerrogativa no emana de un reconocimiento o de
un acuerdo, sino de un hecho bruto que es para la multitud la razón
misma de la obediencia. Por ello, afirmar que el pueblo tiene derechos supone
reconocer que no es soberano.
Nadie puede crearse a sí mismo. Cabe que un derecho nazca de otro, y
sin embargo el derecho en que se fundan todos los derechos no puede
autoconstituirse como una tautología. Nace de las cosas mismas, de la
realidad incontestable.
Cuando el soberano suspende o deroga el
ordenamiento, él subsiste porque no depende de su creación. Es superior a
todo lo promulgado e inferior sólo a la justicia natural, a la que debe
someterse. Pero el pueblo sin ley ni siquiera es pueblo: es manada o es
horda.
II.
En contra de lo asentado, constituye
la ideología democrática dominante sostener que lo más plural, heterogéneo,
contingente e inarmonioso que existe, el pueblo, sea ya no sólo el
soberano actual, sino el único soberano legitimado concebible.
Pretender que el sujeto principal de la política, el soberano, sea al
mismo tiempo su propio objeto, el súbdito, también forma parte del
credo.
Estos actos de fe no se promueven en beneficio del
pueblo, sino para su engaño y ruina, puesto que el verdadero soberano no
tiene que rendir cuentas por sus actos. Permanece en la sombra mientras
otros, soberanos nominales, asumen sus responsabilidades.
III.
El
poder originario corresponde siempre a uno y sólo a uno, porque es
indivisible y no puede entrar en contradicción consigo mismo. Pero
eventualmente cabe cederlo o delegarlo. Así, en la Antigua Roma el poder
de los primeros reyes se hizo derivar de los mismos dioses, que a su
vez lo obtenían de Zeus. La monarquía cesó por la impiedad de Tarquinio
el Soberbio, arrogándose el Senado la autoridad suprema ex Deo. El Senado delegó el poder en los cónsules, recuperándolo más
tarde para sí al limitar las atribuciones de éstos. Finalmente, César
recobró el cetro de los monarcas, que es el de Dios, motivo por el cual
los césares eran monarcas y dioses al mismo tiempo.
Pues bien,
la soberanía en todos estos casos es una y la misma: la capacidad
efectiva de dirigir al pueblo en nombre del supremo bien. La democracia
sería sólo un modo en el que el poder absoluto se ramifica hacia los
estratos inferiores, sin que por ello su raíz se vea afectada. La raíz
se pudre cuando el pueblo se proclama soberano, proclamación que
equivale a la negación radical del verdadero soberano, esto es, a la
anarquía.
Por el contrario, el
pueblo vota porque hay un censo de votantes y una ley electoral. Estos
dos elementos -censo y ley- preexisten al pueblo y a su pretendido poder
constituyente, que no es tal, y que se reduce a ser un mero filtro de
los aspirantes a ocupar cargos electos. Que vote cuanto quiera: no es soberano. Soberano es quien decidió quién, cuándo y cómo podía votar; y
no fue el pueblo.
Que
el poder sólo puede ser unitario no es, por cierto, una afirmación gratuita, sino un
hecho que puede verificarse siempre y en cualquier régimen. En
democracia dirige la mayoría a través de un partido, o una coalición con un programa común, habida cuenta de que es imposible satisfacer a la
mayoría y a la minoría al mismo tiempo cuando tienen intereses opuestos.
La voz del legislador es una sola, consistente
en todo el ordenamiento, aunque sean muchos quienes redactan las leyes.
En el gobierno es el jefe del ejecutivo quien nombra a los ministros
como cargos de su confianza. En la administración de justicia los jueces
son o bien únicos o bien impares y con un presidente a la cabeza. Así
pues, aunque muchos ejerzan el poder, siempre se excluye a la pluralidad
en beneficio de la unidad, porque es la esencia del poder ser uno
consigo mismo.
IV.
Cuando decimos que el pueblo tiene derecho a no ser tratado injustamente, implicamos en el aserto que el soberano tiene el deber de tratar al pueblo justamente. Puesto que, si el pueblo fuera realmente el alfa y omega de la república, sólo
habría que invocar su deber para consigo mismo de no ultrajarse. Un poder solipsista, que no sólo nace de sí mismo, sino que también recae en sí mismo no puede considerarse un poder social. Es el poder natural que todo hombre tiene sobre su cuerpo, que no puede extrapolarse -salvo por metáfora- al cuerpo social, caracterizado por la discontinuidad y cuyos intereses son dispares y opuestos.
El
pueblo, como cualquier otra fuerza de la naturaleza, puede canalizarse y
reconducirse. El hombre es la materia más dúctil,
porque tiene algún grado de racionalidad y obedece al miedo o a la
esperanza. Se le adula, se le distrae, puede inducírsele obrar en
su propia contra, dividiéndolo, e incluso cabe confiar en que no
recordará muchos de los agravios padecidos al cabo de poco tiempo.
Si
el pueblo fuera la mayor fuerza y la más organizada, las mejores obras
deberían fluir de la creación colectiva, pertenecerían al folklore y el genio colectivo sería incomparablemente superior al sujeto aislado. Sin embargo, las obras más colosales del espíritu pertenecen a individuos; y así, el mayor sujeto creador es el individuo frente a la colectividad, no ésta frente aquél.
Incluso es discutible que haya en el pueblo un conato real. No cabe hablar de verdadera fuerza cuando está dispersa y, por así decirlo, en potencia. Un cuchillo corta porque toda la presión se concentra en su filo; pero el pueblo no tiene filo: su único filo son los líderes, que no son pueblo. El pueblo ni siquiera es una unidad en el tiempo, se olvida de sí mismo. Nietzsche escribió que la plebe no extiende el conocimiento de su estirpe más allá de su abuelo.
Los ancestros eran para los romanos lo que los santos y los Papas para los cristianos: anclajes venerables, guías intemporales. Se
los invocaba porque el pueblo no tiene memoria, "no va más allá de su
abuelo". Esta memoria pertenece a la autoridad, que debe custodiarla y
mantenerla en vigor. En ella funda la legitimidad de su poder,
análogamente a como un Papa romano lo funda en la sucesión apostólica. De
Maistre sostuvo la tesis de que los pueblos salvajes no se corresponden
con los primitivos, sino que son aquellos pueblos
corrompidos que, desgajándose de la tradición, han olvidado su pasado y
los límites que les imponía. Aquellos que, por decirlo así, han sido
amputados de un cuerpo más antiguo y mejor.