Ceguera
"Tenían cercado a César con achaque de negociar, y entre todos Tilio Cimbro le rogaba por un hermano suyo desterrado. Y por llegarse con buen color, valiéndose todos los otros de la ceremonia del ruego, pidiéndole lo propio le tocaban los pies y el pecho, le asían de las manos, y con besos le tapaban los ojos. César despidió la intercesión, y embarazado con las ceremonias, se levantó para librarse de ellas por fuerza. Entonces Tilio Cimbro con las dos manos le quitó la toga de los hombros, y Casca, que estaba a sus espaldas, sacando un puñal, el primero le dio en el hombro una herida pequeña. Y asiéndole de la empuñadura César, exclamando con alta voz, dijo en latín: "Malvado Casca, ¿qué haces?" Mas en griego pidió a su hermano que le socorriese. Y como ya fuesen muchos los que le acometían a César, y mirando a todas partes para defenderse, viendo que Bruto desnudaba la espada contra él, soltó la mano, y el puñal de Casca, que tenía asida; y, cubriéndose la cabeza con la toga, dejó su cuerpo libre a los homicidas que, turbados, arrojándose unos sobre otros a herir a César y acabarle, a sí propios se herían. Y Bruto, dándole una herida, fue herido de sus propios compañeros en una mano, y todos quedaron manchados de la sangre de César, y César de alguna de ellos.
Muerto César en la forma que hemos dicho, Bruto, poniéndose en medio de todos, por verlos turbados, intentó con razones detenerlos y quietarlos; mas no lo pudo conseguir; porque, despavoridos y temblando, huían, y en la puerta a la salida se atropellaban unos a otros sin orden, no siguiéndolos ni amenazándolos alguno."
Plutarco
No hay cosa tan disimulada como el pecado. En la noche que le sobra, con que ciega sus fines, escurece los sentidos y potencias de sus secuaces. Es lumbre de linterna, que turba y deslumbra a quien la mira y pone en ella los ojos; es luciérnaga, que, mirada de lejos, se juzga estrella, y acercándose y asiéndola, se halla gusano que se enciende en resplandor con la escuridad, y se apaga con la luz. Todos estos engaños resplandecientes puso la culpa en ejecución con Marco Bruto y con los conjurados. Acreditóles la determinación, persuadióles el séquito, escogióles el lugar, dispúsoles la traición, llególes la hora, entrególes a César, desnudó sus puñales, derramó la sangre y la vida del príncipe, y callóles la turbación que les guardaba por haberla derramado. Ninguno ve la cara de su pecado, que no se turbe. Por eso, cauteloso, no la descubre él cuando le intentan, sino cuando le han cometido. Para introducirse en la voluntad, que sólo quiere lo bueno, y lo malo debajo de razón de bueno, se pone caras equívocas con las virtudes. Es el pecado grande representante: hace, con deleite de quien le oye, infinitas figuras y personajes, no siendo alguno de ellos. Es hijo y padre de la hipocresía, pues primero para ser pecado es hipócrita, y es hipócrita luego que es pecado. En el mismo instante que los conjurados empezaron a dar la muerte a César, se turbaron de suerte que por herirle se hirieron unos a otros. Sola esta (llamémosla así) justificación tiene la culpa, que siempre reparte con los delincuentes el mal que les persuade que hagan a otro. Aquí se conoce que la pena del mal empieza del malo que le hace. Tanta sed tiene el cuchillo de la sangre del propio matador, como de la sangre del que mata: bien pudiera decir que tiene más sed y más justa. Ellos determinaron de herir a César sólo, y su delito determinó que se hiriesen ellos.
Viéndolos turbados y viéndose herido, quiso Bruto sosegarlos con razones y orar; mas, como el temor del pecado empiece ciego y acabe sordo, se halló sin oyentes; porque, atentas sus almas al razonamiento interior de sus conciencias, poseídas de horror, derramado frío temeroso en sus corazones, temblando y con ímpetu desordenado por salir del Senado unos antes que otros, se embarazaban en la puerta su propia fuga. Aquí se vio claramente la arquitectura engañosa de las fábricas de la maldad: tienen la entrada fácil, y la salida difícil; es muy embarazoso el bulto del pecado: éntrase con desahogo a pecar, y en pecando, se ahoga el hombre en las propias anchuras. Bien cabe el hombre por cualquiera entrada; mas el hombre en quien cabe el pecado, no cabe por ninguna salida. Grande arma ofensiva de los agraviados es la culpa de quien los agravió. Los que mataron a César, por matarle, unos a otros se hieren; por liberarse, unos a otros se estorban; porque la muerte propia del difunto empezaba a pelear con ellos mismos contra ellos.
Quevedo
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