I.
¿La pulsión sexual es intrínsecamente perversa? La jurisprudencia, como la teología, parece asumir que es perversa o sumamente turbia.
Actos que por sí no son punibles pasan a serlo si se realizan con la intención de obtener satisfacción sexual, como si esta intención desnaturalizara al acto en sí mismo.
Son tres los requisitos del tipo en el abuso sexual: ánimo libidinoso, ausencia de consentimiento y no concurrencia de violencia o intimidación.
El elemento intencional o subjetivo en un delito suele ser algo evidentemente malo: en la estafa, el ánimo de engañar para provocar un desplazamiento patrimonial no deseado; en las insolvencias punibles, el ánimo de defraudar; en las amenazas, el ánimo de perturbar la tranquilidad ajena con el anuncio de un mal que constituya delito; en el homicidio, el ánimo de matar sin justa causa. Pero en los delitos de naturaleza sexual el mal no radica sólo en que constituyen atentados contra la libertad de quien los padece, sino también -y sobre todo- en que quien los perpetra busca el goce propio.
El consentimiento hace que el sexo no sea delictivo, pero no lo redime de su perversidad. Sólo si no quisiste gozar eres inocente en términos morales.
El sexo siempre conlleva un delirio y un peligro. Por este motivo es el único placer que no se ofrece a los familiares, a los amigos o a los niños. Y si se hace, aun con consentimiento, es signo de un carácter depravado.
El matrimonio es como la hilera de piedras con la que rodeamos una pira para evitar el incendio: puesto que la pulsión es inevitable y a la postre necesaria, se la aísla para que se consuma y se sofoque, previniendo la propagación.
Constituye un lugar común que comprometerse con una sola pareja para toda la vida es contrario a nuestros instintos. Pero dado que nuestros instintos están torcidos, y de ahí la perversidad intrínseca que se señala, aceptamos como justo algo que nuestras inclinaciones rechazan a gritos.
Los irracionales son mucho menos sociables que los hombres y, por lo general, mucho más castos que ellos. Por tanto, o la castidad no tiene nada que ver con la sociabilidad (y dejar a tu mujer y a tus hijos por una ramera es éticamente aceptable), o el sexo tal y como es sentido por los hombres no tiene nada que ver con la sociabilidad.
II.
La pulsión sexual no sólo es distinta al amor, sino que es su contrario. Así, mientras que el amor se cifra en ver al amado en nosotros (συμπάθεια), el deseo carnal consiste en contemplar nuestro reflejo en la persona deseada (ϕιλαυτία).
Nietzsche escribió que ante el aspecto de la belleza anhelamos ser bellos, pues falsamente nos figuramos que hay en ello mucha felicidad. Desear sexualmente es codiciar la belleza ajena y confundirla con la propia, lo que conlleva un olvido momentáneo de los límites y los fines del individuo.
El amor, en cambio, es la asunción íntima del amado a pesar de su debilidad y fealdad; su defensa aun a riesgo de perder nuestro propio bien.
Siendo el erotismo y el amor afectos antagónicos, conviven uno a expensas del otro: donde el primero prospera el segundo mendiga.
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