La muerte termina con las enfermedades, pero no es en sí misma un término. Una enfermedad mortal, en sentido estricto, quiere decir un mal que termina en la muerte, sin nada más después de ella. Y esto es la desesperación.
Pero en otro sentido, más categóricamente aún, ella es la enfermedad mortal. Pues lejos de morir de ella, hablando con propiedad, o de que ese mal termine con la muerte física, su tortura, por el contrario, consiste en no poder morir, así como en la agonía el moribundo se debate con la muerte sin poder morir.
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En esta última acepción, pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado, pero morir la muerte significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante es vivirla eternamente. Para que se muera de desesperación, como de una enfermedad, lo que hay de eterno en nosotros, el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo, de enfermedad. ¡Quimera! En la desesperación el morir se transforma continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; "como un puñal no sirve de nada para matar pensamientos", nunca la desesperación, gusano inmortal, inextinguible fuego, no devora la eternidad del yo, que es su propio soporte. Pero esta destrucción de sí misma que es la desesperación es impotente y no llega a sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo; por el contrario, es una acumulación de ser o la ley misma de esa acumulación. Es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una autodestrucción impotente. Lejos de consolar al desesperado, el fracaso de su desesperación para destruirse es, por el contrario, una tortura que reaviva su rencor, su ojeriza; pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse de ser yo, ni de aniquilarse. Tal es la fórmula de la acumulación de la desesperación, el crecimiento de fiebre en esa enfermedad del yo.
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Quien desespera quiere, en su desesperación, ser él mismo. Pero entonces, ¿no quiere desprenderse de su yo? En apariencia, no; pero observando de más cerca, siempre se encuentra la misma contradicción.
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Sócrates probaba la inmortalidad del alma por la impotencia de la enfermedad del alma (el pecado) para destruirla, como hace la enfermedad con el cuerpo. Igualmente se puede demostrar la eternidad del hombre por la impotencia; de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz contradicción de la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos no podríamos desesperar; pero si se pudiera destruir al yo, entonces tampoco habría desesperación.
Kierkegaard