Desde el tiempo en que empezó a florecer la escuela teológica se ha venido manteniendo, tanto por teólogos como por hombres cultos de otras tendencias, una opinión según la cual “la Humanidad ha nacido naturalmente libre de toda sujeción y con derecho a elegir la forma de gobierno que prefiera, y el poder que cualquier hombre ostente sobre los demás le fue concedido en principio por la libre voluntad de la multitud”.
Fue incubado este aserto en las escuelas y fomentado después por los papistas posteriores, para gloria de la Teología; los teólogos de las Iglesias reformadas también lo hicieron suyo, y el pueblo, en fin, lo abrazó con efusión en todas partes, porque distribuye pródigamente entre la multitud una porción de libertad, ensalzada por aquél, como si sólo en ella se encontrara la más alta felicidad humana, sin recordar que el deseo de libertad fue la primera causa de la caída de Adán.
Mas, a pesar de la reputación recientemente adquirida por esta vulgar teoría, no se la encuentra en los antiguos padres y doctores de la Iglesia primitiva, y contradice no sólo la doctrina y la historia de las Sagradas Escrituras, sino la práctica constante de todas las antiguas monarquías, y hasta los mismos principios del Derecho natural. Difícil es decir si ella es más errónea en la teología que peligrosa en la política.
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No veo, pues, cómo los hijos de Adán o de cualquier otro hombre pueden estar libres de la sujeción a sus padres. Y esta sujeción de los hijos es la fuente de toda autoridad real, por ordenación de Dios mismo; de lo que se deduce que el poder civil es de institución divina, no sólo en general, sino en su asignación específica a los parientes más ancianos, lo cual excluye por completo esta nueva y corriente distinción que atribuye a Dios solo el poder universal y absoluto, dejando el poder relativo a la elección del pueblo, según la forma especial de gobierno.
Este señorío que Adán ejercía sobre todo el mundo, y del que gozaron los patriarcas como descendientes suyos, era tan extenso y amplio como el más absoluto dominio de cualquiera de los monarcas que hayan existido desde la creación. En virtud de su derecho de vida y muerte, encontramos a Judá el padre dictando sentencia de muerte contra su nuera Thamar por hacerse prostituta. “Conducidla –dice-, que va a ser quemada”. Respecto a la guerra, vemos que Abrahán mandaba un ejército de 318 soldados de su propia familia, y Esaú se unió a su hermano Jacob con 400 hombres armados. En cuanto a la paz, Abrahán hizo una liga con Abimelech y ratificó sus artículos con un juramento. Estos actos de juzgar en crímenes capitales, declarar la guerra y concluir la paz son las notas características de la soberanía que pueda encontrarse en todo monarca.
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La afirmación de que los reyes son ahora los padres de sus pueblos puede parecer absurda después que la experiencia ha mostrado lo contrario. Verdad es; todos los reyes naturales de sus súbditos, si bien son, al menos como tales son considerados, los herederos directos de aquellos primeros progenitores, que fueron en un principio los padres naturales de todo el pueblo y los han sucedido en su derecho a ejercer la suprema jurisdicción; y tales herederos no son sólo señores de sus propios hijos, sino también de sus hermanos y de todos aquellos que estuvieron sometidos a sus padres. Y así vemos que Dios dijo a Caín, refiriéndose a su hermano Abel: “A ti será su deseo y tú te enseñorearás de él”. Y así también cuando Jacob compró el derecho de primogenitura a su hermano, Isaac le bendijo así: “Sé señor de tus hermanos, e inclínense a ti los hijos de tu madre”.
Mientras vivieron los padres de las primeras familias les correspondió propiamente el nombre de patriarcas; pero después de unas cuantas generaciones, cuando el verdadero patriarcado se extinguió y el derecho del padre alcanzó sólo a su heredero directo, resultó más significativo el título de rey o príncipe para expresar el poder de aquel que tan solo heredó el derecho de ese patriarcado, del que sus antepasados gozaron también naturalmente. Por esto puede ocurrir que un niño, por heredar a un rey, tenga el derecho de un padre sobre una gran multitud y ostente el título de “Pater Patriae”.
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En todos los reinos y repúblicas del mundo, sea el príncipe el padre supremo o sólo su legítimo heredero, y haya logrado la corona por usurpación, por elección de los nobles o del pueblo, o por cualquier otro medio, y aun cuando gobiernen la república unos cuantos o una multitud, siempre la autoridad, resida en uno, en muchos o en todos, es la única autoridad justa y natural de un supremo padre. Hay, y habrá siempre hasta el fin del mundo, sobre toda multitud el derecho natural de un padre supremo, aunque, por secreto designio de Dios, sean muchos los que en un principio obtengan injustamente su ejercicio.
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La ignorancia de la creación dio lugar a varios errores entre los filósofos paganos. Polibio, gran filósofo y juicioso historiador en lo demás, tropezó en esto, e indagando el origen de las sociedades civiles concibió la idea de que los hombres, después de un diluvio, un hambre o una peste, se reunieron como un rebaño de ganado, sin dependencia recíproca alguna, hasta que los más fuertes físicamente y los más audaces consiguieron dominar sobre los demás; “lo mismo –dice- que ocurre entre toros, osos y gallos”.
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Accedamos, empero, a la opinión de Bellarmino y Suárez y a la de todos aquellos que ponen el supremo poder en todo el pueblo, y preguntémosles si su pensamiento es que en todos los pueblos del mundo hay un solo y único poder, de tal modo que no puede éste ser transmitido si no lo es por todos los hombres de la tierra reunidos y puestos de acuerdo para elegir un gobernante.
Una respuesta da a esto Suárez, y es la de que apenas es posible, y mucho menos fácil, que todos los hombres del mundo se reúnan en una comunidad. Es más probable que nunca, o por muy poco tiempo, estuviera ese poder en tal forma, en todos los hombres reunidos, sino que, por el contrario, poco después de la creación los hombres empezaron a dividirse en varias repúblicas, en cada una de las cuales existía ese poder.
Esto puede responder de lo que casi no es posible, y menos todavía fácil; pero lo que, según él, es más probable suscita una nueva duda, y es la de cómo este poder viene a cada comunidad particular siendo así que Dios le dio sólo a toda la Humanidad y no a ninguna asamblea particular de hombres. ¿Pueden probar o demostrar que alguna vez se reunió toda la Humanidad y dividió este poder que Dios le dio en conjunto, distribuyéndolo en parcelas y asignando un poder distinto a cada una de las varias repúblicas? Sin un tal convenio no puedo comprender –con arreglo a sus principios- cómo puede tener lugar la elección de un magistrado por ninguna república sin cometer una usurpación del privilegio concedido al mundo entero. Si alguien piensa que las multitudes particulares tienen poder para dividirse a su discreción en varias repúblicas, lo pensará sin razón ni prueba para hacerlo, y dejará así una brecha abierta para que todo pequeño grupo faccioso se constituya en una nueva república y llegue a haber en el mundo más repúblicas que familias.
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Sostengo que comparativamente resultan menos generales los atropellos al Estado bajo un rey tiránico; porque la crueldad de tales tiranos se extiende de ordinario no más que a algunos particulares que le han ofendido y no a todo el reino. Con verdad dijo Su Majestad el rey Jacobo: “Un rey nunca puede ser tan notoriamente vicioso que no favorezca, en general, la justicia, y mantenga un cierto orden, excepto en aquellos particulares en los que le arrastre su concupiscencia”. Hasta el cruel Domiciano, el tirano Dionisio, y muchos otros son elogiados por los historiadores como severos observantes de la justicia. Y hay una razón natural para que lo sean, porque la única fuerza y gloria de todo príncipe está en la multitud de su pueblo y en la abundancia de los ricos en él, y, por consiguiente, aunque no sea por afección al pueblo, todo tirano, por amor a sí mismo, desea preservar la vida y proteger los bienes de sus súbditos, lo que no puede hacerse más que por la justicia, y si no lo hace, él es el que más pierde; en un Estado popular, por el contrario, todo el mundo sabe que el bien público no depende en su totalidad de su cuidado, sino que la república puede ser gobernada por otros, aunque él atienda sólo a su beneficio privado, y así nunca se toman como propios los negocios públicos.
Robert Filmer
5 comentarios:
Esta teoría me recuerda a la de Hoppe
Absurdo. No me convence. Aquí una crítica.
Por cierto, no sólo pongas la referencia del autor sino de dónde sacas el texto :-P
No conocía a Hoppe. Aborrezco a los anarquistas de todo género, pero a éste le concedería el beneficio de la duda por alguna cita afortunada que le he leído.
Confieso que no logro entender la crítica de Berta. It's Greek to me, y seguro que es mi culpa.
Robert Filmer sólo tiene una obra ampliamente divulgada, Patriarcha, sobre el poder natural de los reyes. Es un tratadillo cuyos principios me parecen sólidos, aunque no tanto su desarrollo, como ya vio Locke. Yo mismo esbocé un argumento filmeriano, siendo por aquel entonces ignorante de las teorías de este autor.
Personalmente no puedo más que simpatizar con todos aquellos que desconfían de la libertad humana. Sin embargo, Montesquieu opinaba que todo gobierno que no se aviniese a los gustos e inclinaciones del pueblo se parecía demasiado al serrallo de Isfahán que retrató en sus cartas persas, cuyo artificioso orden unilateral, donde la virtud es impuesta por la fuerza, acaba conduciéndolo al colapso al poco que el poder coactivo del príncipe Usbek se debilita.
Es decir, puesto que no se puede gobernar con eficacia las pasiones de todos, han de ser éstas las que nos gobiernen. Ahora bien, el propio Montesquieu opuso severas reservas a esta tesis en su obra principal (la anterior es de juventud). De modo que incluso la virtud necesita límites, que están, por así decirlo, por encima del bien y del mal.
Cito el célebre pasaje de Montesquieu (El espíritu de las leyes):
Los Estados democráticos y aristocráticos no son libres por su propia naturaleza. La libertad política se encuentra sólo en los gobiernos moderados; e incluso en éstos no se encuentra siempre. Existe sólo cuando no hay abuso de poder. Pero continuamente la experiencia nos muestra que todo hombre investido de un poder es capaz de abusar de él, y de llevar su autoridad tan lejos como se pueda. ¿No es extraño, aunque cierto, decir que la virtud misma tiene necesidad de límites?
Lo que Montesquieu llama moderación es la soberanía, esto es, aquello que no es ni razón ni pasión, ni pecado ni virtud. No emana del pueblo, sino que lo guarda de sus excesos y lo hace maleable. Tampoco se debe a la fuerza de los gobernantes, puesto que es su cometido aproximarlos a las necesidades del pueblo. Se divide el poder para mejor conservarlo, si bien se trata sólo de una estrategia funcional. Así, se reconoce que originariamente no procede del hombre, aunque se ejerza por el hombre y sobre el hombre.
Irichc voy a hacerte una confesión vergonzante que espero que no salga de este foro: No he leído a Montesquiu. :-(
Sé que es una lectura política ineludible pero ya sabes qué pasa con esto de las lecturas, uno siempre tiene deberes incumplidos.
No obstante puedo imaginarme a lo que quiere apuntar el francés y es algo inherente a todo liberalismo: ¿dónde está el límite de la coacción?
No suelo estar de acuerdo con las apocalípticas afirmaciones que creen que a día de hoy tenemos menos libertad que en la edad media pero sí es cierto que actualemente el poder del pueblo es a priori tan absoluto como el de los reyes medievales y eso a veces tiene sus consecuencias nefastas.
En ese sentido es cierto que de algún modo, tal y como apuntas en el post que me has enlazado, la soberanía no debe ser del pueblo, ni de nadie sino que ciertos items debieran quedarse fuera de la gestion de cualquiera siendo en ese sentido la dilucidación de quién debe ostentar el poder si el pueblo o el rey una equivocado enfoque del problema.
Aborrezco a los anarquistas de todo género
Pues fíjate que he llegado a pensar que el católico debiera ser anarquista.
A ver si desarrollo más el tema pero la idea es que si el mal existe porque Dios no puede coartar nuestro libre albedrío otro tanto, sino más, debiéramos exigir a las personas de modo que la coacción estatal debiera reducirse al mínimo para no enturbiar el ejercicio del libre albedrío de las personas pues sin el concuros de este no tiene sentido el enjuiciamiento moral.
No hay nada vergonzoso en no haber leído a un autor importante. Muchos lo son, y la vida es larga. La filosofía llama a la amplitud de consciencia y a no casarse con casi ningún autor, a perseguir nuevas presas mientras todavía se lleva una en la boca.
Mi conocimiento de Montesquieu también es superfluo. Pero no voy a engañarte: no es un amigo de mi causa. Fue lo más próximo a lo que hoy llamaríamos un relativista, aunque con una gran clase que se echa de menos en nuestros días. Así, la sutileza de un autor puede apreciarse en las objeciones que se plantea a sí mismo. Por eso creo que el pasaje citado, lejos de ser un renuncio, admite mi interpretación hasta cierto punto.
Para Montesquieu el gobierno más perfecto es el que logra con más prontitud y regularidad sus fines; aquel en el que están honestamente implicados el mayor número de hombres, no sólo una casta dirigente; aquel, en fin, que persigue la felicidad de todos, no los dictados de un ideal opuesto a las tendencias irrefrenables de la naturaleza humana. Por tanto, el gobierno de ese Estado deberá estar abierto a la continua revisión judicial de sus preceptos, y de ahí la importancia de que sus magistrados conserven la independencia, poder contra poder.
En breve, afirma que el fundamento de la felicidad es la naturaleza, aunque sea una naturaleza débil y necesitada del sustento de la autoridad (como en la fábula de los trogloditas) si no ha de extraviarse al poco tiempo, ya sea por exceso de crímenes y el maleamiento general, ya por el cansancio y defección de los virtuosos, ya por su fanático exceso de celo. De más está decir que la autoridad en la que se funda una tan precaria naturaleza, que afecta por igual al súbdito y al estadista, no puede ser natural. Y, sin embargo, eso es lo que Montesquieu se olvida de señalar, cediendo sus principios de ilustrado a su realismo de liberal.
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