Mas pasemos desde lo que se considera meramente bondad y está al alcance y capacidad de todas las criaturas sensibles, a lo que se llama virtud o mérito y es solamente accesible al hombre.
En una criatura capaz de formarse nociones generales de las cosas, son objeto de afección no sólo los seres exteriores que se presentan a los sentidos, sino que las mismísimas acciones y las afecciones de piedad, benevolencia, gratitud y sus contrarios, trasladados por reflexión a la inteligencia, se convierten en objetos. De suerte que, con la ayuda de este sentido reflejo, brota otro tipo de afección que tiene por objeto las afecciones mismas, sentidas desde siempre, pero que ahora vienen a ser objeto de un nuevo gusto o disgusto.
Sucede aquí en los objetos mentales o morales lo mismo que en los cuerpos ordinarios u objetos comunes de los sentidos. Las figuras, movimientos, colores y formas de estos últimos, al presentarse ante nuestros ojos, dan necesariamente como resultado la belleza o deformidad según la diferente medida, colocación y disposición de sus diversas partes. Lo mismo sucede con la conducta y con las acciones: al presentarse a nuestro entendimiento, hay que encontrar por necesidad manifiestas diferencias según la regularidad o irregularidad de los asuntos.
La mente, espectadora u oyente de otras mentes, no puede estar sin que sus ojos y oídos vayan discerniendo proporciones, distinguiendo sonidos y probando todo sentimiento o pensamiento que se le ponga delante. No puede dejar que escape nada a su censura. Siente lo áspero y lo suave, lo agradable y lo desagradable en las afecciones y encuentra en estas cosas de la mente lo inconveniente y lo adecuado, lo armonioso y lo disonante, tan real y verdaderamente como en cualquier acorde musical o en las formas y representaciones exteriores de las cosas sensibles.
(...)
También esto es cierto: que la admiración y el amor del orden, de la armonía y de la proporción, en cualquiera de sus aspectos, es naturalmente beneficioso para la índole de la persona, favorable a la afección social y de gran ayuda para la virtud, la cual, en sí misma, no es más que amor al orden y a la belleza en sociedad. Ya en las cosas más humildes de este mundo, el aspecto ordenado ejerce influjo en el alma y atrae hacia sí la afección. Mas, si es el orden del mundo entero lo que se presenta justo y bello, la admiración y aprecio del orden puede llegar muy alto, y la pasión elegante o amor de la belleza, que tan ventajosa es para la virtud, resultará la más fomentada por su ejercicio en asunto tan amplio y magnífico. Pues es imposible que semejante orden divino sea contemplado sin éxtasis y rapto, dado que en las materias ordinarias que son las ciencias y las artes liberales, cuanto es acorde con la armonía y la proporción justas, produce tanto arrebato en quienes poseen un conocimiento o práctica de ese tipo.
Ahora bien, si el objeto y fundamento de esta pasión divina no estuviera efectivamente fundamentado y no fuese adecuado (caso de ser falsa la hipótesis del teísmo), la pasión en sí misma sería, no obstante, natural y buena en cuanto resulta ventajosa para la virtud y la bondad, según lo demostrado más arriba. Pero si, por la otra parte, el objeto de dicha pasión es verdaderamente adecuado y está fundamentado (siendo como es real, y no imaginaria, la hipótesis del teísmo), entonces la pasión estará también fundamentada y resultará absolutamente conveniente e indispensable en toda criatura racional.
En consecuencia, podemos determinar con precisión la relación que tiene la virtud con la piedad, es a saber: la primera no se completa sino en la segunda; puesto que, si falta ésta, no puede darse la misma buena voluntad, firmeza o constancia, la misma tranquilidad de las afecciones, o uniformidad de mente.
Y así, la perfección y eminencia de la virtud tiene que darse a causa de la fe en un Dios.
Shaftesbury
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