El error capital que, transmitiéndose desde Aristóteles, ha viciado la mayoría de las filosofías de la vida es ver en la vida vegetativa, la vida instintiva y la vida razonable tres grados sucesivos de una misma tendencia que se desarrolla, cuando son tres direcciones divergentes de una actividad que se ha dividido al desarrollarse. La diferencia entre ellas no es de grado, sino de naturaleza.
Como la vida animal y la vegetal, así la inteligencia y el instinto se oponen y complementan. No hay entre ellas sucesión ni diferencia de rango. Veamos por qué se considera, sin embargo, a la inteligencia como superior al instinto en el orden del desarrollo y en jerarquía.
Inteligencia e instinto conservan algo de su común origen. Varían las proporciones, pero no hay inteligencia donde no se descubran huellas del instinto, ni instinto que no esté rodeado como de una franja de inteligencia. Del hecho de que el instinto es más o menos inteligente se ha deducido que entre ambos no hay más que una diferencia de complicación o perfección. En realidad no se acompañan más que porque se completan, y no se completan más porque son diferentes y hasta opuestos. Para aprehender lo esencial de cada uno tenemos que recurrir a distinciones demasiado tajantes, pero la definición obliga al esquema, a una acentuación de contornos y límites que no puede reflejar la fluidez de la vida. Por eso, una vez trazada la separación, será preciso volver a difuminar la línea divisoria.
Cuando buscamos el momento inicial de la inteligencia sobre la superficie de la tierra, lo señalamos en el instante en que el hombre fabrica por primera vez armas o útiles. Asimismo reputamos más inteligentes a los animales que, como los monos y elefantes, emplean un instrumento artificial, fabricado groseramente por ellos, o proporcionado por el hombre. Si examinamos la historia humana, advertimos que la invención mecánica es el paso esencial de la inteligencia humana y que todavía hoy nuestra vida social gravita en torno de la fabricación y utilización de instrumentos artificiales, que las invenciones que jalonan el camino del progreso han trazado también su dirección. Aunque las costumbres de una época se prolonguen por inercia en la siguiente, cada nuevo instrumento modifica las relaciones entre los hombres, levanta nuevas ideas, suscita nuevos sentimientos. El hombre no es "homo sapiens", sino "homo faber".
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El animal posee también útiles, pero estos forman parte del cuerpo que los utiliza y a ellos corresponde un instinto que sabe emplearlos. Observemos que la mayor parte de los instintos son la prolongación, más aún, el término del mismo trabajo de organización de la materia viva. Para su metamorfosis la larva ejecuta actos apropiados que pueden considerarse tanto iniciativas del instinto como continuación del trabajo organizador de la materia. Adviértese también que cuando el trabajo se divide y el instinto se especializa en las colonias de insectos sociales -abejas, hormigas, etc.- a diferentes instintos corresponden estructuras orgánicas diferentes. Puede, pues, decirse que en su grado de máxima perfección el instinto es la facultad de utilizar e incluso de construir instrumentos organizados y la inteligencia es la facultad de fabricar y emplear instrumentos inorganizados.
Ambos modos tienen sus ventajas y sus inconvenientes. El instinto emplea instrumentos tan adaptados a su función que lo que está llamado a hacer lo hace maravillosamente, sin ninguna dificultad, en el momento apetecido. Pero, justamente por la invariabilidad de su forma, queda preso por su propia función y no puede ejercer otra. El instinto está, pues, ineludiblemente especializado por ser sólo la utilización de un instrumento determinado para un fin determinado. Por el contrario, el objeto fabricado por la inteligencia es un instrumento imperfecto; fabricarlo y manejarlo requiere esfuerzo, pero al estar constituido por materia inorganizada puede tomar cualquier forma, servir para cualquier uso, superar toda nueva dificultad, prestar al ser que lo usa un número ilimitado de poderes, proveyéndole de una organización artificial más rica, que amplía el organismo natural y lleva su actividad cada vez más lejos y la hace cada vez más libre. Pero para las necesidades inmediatas el instrumento natural y el instinto son más perfectos y certeros. Obtienen la perfección a cambio de la limitación, mientras que la inteligencia y el instrumento artificial consiguen la ilimitación a cambio de la imperfección. La vida podía elegir entre dos maneras de actuar sobre la materia bruta: inmediatamente creando un instrumento organizado, mediatamente dotando al organismo de la facultad de fabricar un instrumento con materia inorganizada. Ha elegido las dos: unidas primero, el instinto toma vuelo enseguida en los artrópodos, mientras que en la línea de los vertebrados sólo en el hombre la inteligencia se despide definitivamente del instinto. Instinto e inteligencia son, pues, dos soluciones divergentes, igualmente elegantes, para un solo y mismo problema.
Bergson
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