El historicismo ateo habla en todo momento, al modo relativista, de verdades in illo tempore, no válidas hoy, y prefiere presuponer sin prueba que el progreso del conocimiento se despliega en sucesivas afirmaciones y cancelaciones de la totalidad. Para él no hay verdades eternas, ni nociones comunes, ni principios irrenunciables, sino que todo es medio para alcanzar el Espíritu Absoluto en su particular fenomenología, la cual no es más que una justificación mística de los errores y oscuridades del presente. Supongo, pues, que causará pasmo a quienes lo profesan saber que Gödel aceptaba la teoría de las ideas, o que Whitehead se consideraba platónico. O que Leibniz, en la era de Galileo y transcurridos dos mil cien años desde la fundación de la Academia, escribiera que su pensamiento era una sistematización de la metafísica del gran filósofo de Atenas. Según los iconoclastas, en cambio, no se progresa yendo a hombros de gigantes, sino sobre sus ruinas y despojos. Su desdén del pasado, que fingen consecuencia de un implacable racionalismo, se debe en realidad a todo lo contrario, a saber, a una ausencia de fundamentos sólidos y a la vacilación general del edificio de sus certezas, siempre a la expectativa de novedades.
Se tiende también a la falsa analogía fruto de un juicio superficial y homogeneizador, insensible a las especificidades. No hay un teísmo islámico equiparable al cristiano porque nunca ha habido en el islam una Iglesia que, como la católica, fijase el canon racional y custodiase la ciudadela de los dogmas. La teología musulmana es simple y apegada a su texto sagrado desde su mismo origen. No se impuso tras polémicas y concilios, sino por la fuerza de las armas. De ahí que sus filósofos sean, sin excepción, herejes, no tanto por apartarse de una tradición unitaria inexistente como por confiar demasiado en su razón, vicio que Al-Ghazali supo remediar con éxito. Las salvedades que podrían señalarse, acaecidas en los siglos anteriores, o bien se deben al influjo nestoriano en el islam (Al-Warraq, Al-Farabi), o bien son episódicas y atribuibles a la general indiferencia de las autoridades por la filosofía, así como a la creciente fragmentación política del mundo árabe (Ibn Hazm, Avicena, Averroes). El "teísmo islámico" moderno me parece demasiado anecdótico como para ser tenido en cuenta.
Aunque sea menos refractario que el islam a la razón, otro tanto podría decirse del pretendido teísmo judío. Por ello, personajes como Filón, Gabirol o Gersónides se representan a sí mismos y no a una Sinagoga a la que, dada la singularidad de sus planteamientos, son incapaces de defender de forma armónica. No son teólogos incardinados en una escuela ni miembros de una jerarquía, sino filósofos puros o grandes pioneros que sólo eventualmente ejercieron de abogados de su religión y que con frecuencia tuvieron mayor impacto en el ámbito no judío. Ni siquiera el gran patriarca de la filosofía hebrea, Maimónides, pudo sustraerse a la dura crítica de Crescas y Spinoza de haber sometido el judaísmo a los postulados de la metafísica griega. Sin embargo, en el cristianismo lo doctrinal y lo filosófico son en gran medida indisociables desde que Pablo predicara a los gentiles.
Leibniz llama a San Agustín "fundador de la Escolástica" en la Teodicea en base a las razones que ya he dado. El propio San Anselmo es inimaginable sin la figura de ese Padre. Si no hablamos en términos históricos de Escolástica en el siglo V se debe al colapso del Imperio y a la imposibilidad de mantener un tejido académico multidisciplinar como el que propició el nacimiento de las universidades. El germen, sin embargo, estaba ahí. Acusar al cristianismo del estancamiento de la ciencia es, por lo demás, una calumnia dieciochesca. Cesare Baronio acuñó el término "Edad Oscura" para referirse a la Alta Edad Media (550-750), habida cuenta de la dificultad del historiador para recabar testimonios y monumentos de una época sumamente confusa, inmersa en el desorden de las invasiones bárbaras y sus secuelas. Fueron los philosophes quienes maliciosamente y por mor de su ideología hicieron extensiva la denominación, con un claro matiz peyorativo, a los más de quinientos años siguientes, que vieron no obstante florecer el comercio y las ciudades y dieron muestras de la especulación filosófica más refinada que Europa había visto hasta la fecha. ¿Se obviará acaso que el Renacimiento fue impulsado por hombres educados en la Escuela e implantado en sociedades medievales? ¿O se creerá tal vez, por el hechizo de las palabras, que Occidente renació en el siglo XV como Lázaro resucitado, es decir, de milagro y por la intercesión de poderes sobrehumanos? Los próceres paganos observaron siempre con desdén y desconfianza a los filósofos, que se desperdigaron en sectas y corrientes esotéricas. Sólo en la República cristiana se aunaron la ciencia y la cosmovisión del momento en un proyecto político de civilización supranacional. Sólo entonces la fe se sometió al escrutinio de la razón y los avances de cada disciplina fueron los de la sociedad en su conjunto.