Concibo el que podamos comprender algo parcialmente, pero no el que algo sea parcialmente comprensible. Puedo yuxtaponer una proposición absurda a otra con sentido y seguir hablando de dos proposiciones distintas con características opuestas, a saber, la ininteligibilidad y la inteligibilidad. No hay, pues, ningún término de la proposición compleja que sea parcialmente inteligible o parcialmente absurdo, porque estas cualidades no admiten grados. Luego, salvo que imaginemos una yuxtaposición semejante en el ámbito de lo real, por la que un universo empiece donde el otro acaba (y esto es multiplicar los entes más de lo necesario y demostrable), ha de haber algún tipo de solidaridad o correspondencia entre todas las partes del cosmos por la que, dada una relación racional entre fenómenos, debamos postular que todas lo son, despreciando como aparentes los casos en que se nos muestre lo contrario.
La coexistencia de las partes de un todo, a la que podríamos llamar unidad de estructura, es puramente nominal si no se traduce en una unidad en el tiempo, esto es, en causalidad. Leibniz formuló a Arnauld el ejemplo de dos diamantes separados por muchas millas, el diamante del Gran Mogol y el del Gran Duque. Pues bien, no por el hecho de acercarlos hasta que se toquen, o de engastarlos incluso en una sola joya, se convertirán en substancia única. La proximidad, que es una consecuencia de la extensión, no hace que lo múltiple devenga uno, salvo para nuestras convenciones lingüísticas, que el filósofo no ha de considerar. Por el mismo motivo, el universo sería poco más que una fantasmagoría si, al carecer de un común origen al que retrotraerse, tuviera que ser definido sólo en términos espaciales o geométricos. Así, no hay más substancia que aquella a la que pueden atribuirse congruentemente todos sus predicados pasados, presentes y futuros.
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