El problema del mal es la más poderosa objeción formulada contra Dios, una objeción puramente metafísica. Que ésta sea la principal da una idea de cómo son las demás.
Tomemos el menor de los males que podamos concebir: un granito en la barbilla, o el desprenderse suavemente unos pocos cabellos de nuestra cabeza. ¿Cuántos cambios debería haber llevado a cabo Dios en el universo y sus leyes para que estos dos acontecimientos fueran imposibles? Con todo, después de realizar tales alteraciones, ¿quién nos garantiza que otros muchos efectos naturales que tenemos por buenos no serían también imposibles, o que en lugar de los suprimidos no surgirían multitud de peores?
Se parte del principio metafísico según el cual toda obra es infinitamente mejorable, lo que implica que Dios siempre podría haber creado algo mejor que lo que acabó creando. Tras esto se concluye que no hay un Dios máximamente bueno, por más poder que se le presuponga. Mediante esta falsa premisa -que el ateo procura silenciar, dándola por incontrovertida- se cree haber herido de muerte al teísmo, condenándolo al absurdo lógico. Pero esta premisa es falsa y fruto de una burda filosofía, pues descuida una distinción fundamental que conocen los párvulos. Así, la diferencia entre las proposiciones cuantitativas y las cualitativas es que aquéllas son reducibles a número y éstas sólo pueden reducirse a un fin. De modo que no hay fin para la pesadez o la altitud, susceptibles de remitirnos a un número infinito, mientras que sí lo hay para la justicia. Es por ello que de un juez que mande castigar al criminal y liberar al inocente, si lo hace según las reglas de su ciencia, diremos que es perfectamente justo, sin pretender que su justicia aumenta a cada nuevo criminal que condena o a cada inocente que absuelve.
Por tanto, si no es cierto que toda obra goce de infinita perfectibilidad, sino más bien que posee un fin óptimo al que naturalmente se dirige en el mejor de los mundos, ¿con qué argumentos rebatirá el ateo que esto es realmente así en nuestro mundo? ¿No tendrá que impugnar en bloque la naturaleza y reemplazarla en su imaginación por una quimera o por una interminable y arbitraria sucesión de milagros que anularían tanto la sabiduría divina como la razón y la libertad humanas? ¿Y no es esto todavía más absurdo en alguien que cree hallar en el naturalismo su más formidable aliado y en lo milagroso la más risible de las características de la religión?
2 comentarios:
¿Qué hay de la eternidad y el cielo? ¿no afirman las Escrituras que Dios enjugará toda lagrima y que la muerte será echada al lago de fuego?¿no se afirma que en esta realidad supraterrenal recreará Dios todas las cosas y acabará con el mal?¿qué necesidad tenía entonces de crear un mundo mejorable para luego prometernos uno perfecto a unos pocos escogidos?
La muerte es efecto del pecado, no de la creación. En el fin de los tiempos Dios segregará el mal moral, sin destruirlo, y conservará el mal metafísico o limitación de las cosas. Se afirma, no obstante, que éstas experimentarán una transformación, consistente en estar de acuerdo con su esencia y no perecer. Por tanto, en la medida en que es éste universo el que es transformado, y ello en consecuencia de nuestros actos libres, no hay solución de continuidad entre el mundo viejo y el renovado por Dios como para que quepa hablar de dos distintos y establecer comparaciones entre ellos.
Así, si en lugar de obrar de este modo, Dios hubiera determinado que la totalidad de las criaturas creadas serían elegidas, lo habrían sido por disposición de Dios y no por su particular esfuerzo o mérito. No, por cierto, porque Dios previese y concurriese a su desarrollo futuro (cosa que habrá que admitir en cualquier caso, no siendo óbice para el libre albedrío), sino por no haber malvados en el mundo ni ocasión para ejercitar la virtud. La propia sabiduría sería un don despreciable si no procediese del esfuerzo de cada uno, con lo que sólo podríamos elogiarla en Dios dador, y no en los hombres, que la habrían recibido pasivamente. Los mismos ángeles devendrían superfluos si no fueran custodios del bien, en tensión con las potencias opuestas.
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