El plan inalterable de Dios no anega nuestra libertad, entendida con justeza. No es libre el que es capaz de elegir su destino, sino el que puede obrar en él por sus propios medios, dirigiéndolos a un objetivo particular. Así, yo soy libre al actuar de determinado modo, según mi parecer, aunque de esta manera me ajuste a la voluntad de Dios, que quiso que yo quisiera. Análogamente, mis fines como individuo pueden converger con los fines de mi especie sin tenerlos por ello por menos míos o menos libres; o mis fines como propietario con mis fines como ciudadano, y así sucesivamente.
Aunque Dios lo prevea todo, no es Él quien actúa en nuestro lugar. No hay razones para decir que nos inclina más a girar a la derecha de lo que nos inclina a girar a la izquierda por el mero hecho de saber hacia dónde giraremos. En el mismo sentido, el pensamiento de un hombre no determina la caída de un grave por la sola razón de calcularla antes. Es ésta una razón superflua y ajena a aquellas que han de contemplarse para llegar a dicho cálculo. Quien sostiene que la libertad humana es una quimera no piensa así por temer a un Dios "que escruta los riñones y el corazón", sino por concebir el movimiento bajo una perspectiva mecánica y excesivamente materialista.
Dios eligió una de las múltiples formas de ejecutar su plan. Siendo otras opciones elegibles "a priori", nada nos obliga a suponer que aquella que acabó decantando el mundo era necesaria, pues de ser así ni Dios mismo habría elegido en sentido propio. Ahora bien, lo que no es necesario es contingente, y lo que es contingente sucede sólo mediante la intervención de una causa, o de tantas como requieran sus partes. ¿Diremos que Dios, por ser causa primera, anula las causas segundas? ¿O creeremos por el contrario que esas causas segundas son el mismo Dios? Dios es todas las causas y ninguna en particular. Es el origen y el fin de cada una de ellas, mientras que no se identifica con el devenir que éstas trazan en el tiempo.
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