La indeterminación del lugar del hombre en la naturaleza lo convierte en un ser moralmente huérfano, sujeto a perpetuas vacilaciones y extravíos. Legislador de sí mismo, no reconoce fácilmente el deber que le es propio. Ni siquiera al concebir el bien con claridad se siente obligado a realizarlo, pues lo bueno y lo verdadero no tienen todavía la fuerza vinculante de lo debido. Obligarse es atarse a algo superior y, al mismo tiempo, a algo semejante, con el que quepa un vínculo genético y no una mera ligazón imaginaria.
Así, ni el panteísmo ni el platonismo son capaces de alumbrar la idea de deuda. No se debe nada al universo, y nada se debe a lo absoluto inmutable. La vida sólo a la vida se somete; la inteligencia sólo a la inteligencia. La moral clásica es una moral para los buenos, para quienes ya conocen el bien y, por remoto o abrupto que sea, están dispuestos a seguirlo y a perseverar en él. Pero tienen tanto derecho a recriminar a los viciosos su laxitud como éstos a burlarse de su rigor, al no haber ninguna fidelidad común que pueda aunarlos en todas las circunstancias. No hay conversión ni arrepentimiento allí donde al error no han seguido la deslealtad y el fraude, pues errar es humano. Sin embargo, no se puede ser fiel a lo impersonal ni cabe defraudar a lo inerte.
Por otro lado, el amor al prójimo es demasiado débil para ser fundamento de la moral, ya que se basa en la percepción de la similitud entre aquél y nosotros, y no en la idea de autoridad. Es por ello que los malos aborrecerán a los buenos, los fuertes a los débiles y los propios a los extraños. Sólo pactarán entre sí los que deseen obtener alguna ventaja, y ello mientras cumplir el pacto sea más ventajoso que romperlo. Quien se mantenga en la virtud sucumbirá forzosamente ante la falta de escrúpulos de quienes le rodean.
Hasta tal punto es precaria la sociedad de los hombres que se requiere una espada siempre en alto para infundirles miedo al vicio y al exceso. El animal permanece en sus inclinaciones naturales y jamás abandona su equilibrada mediocridad. El hombre, aunque capaz de conocer las realidades superiores, al rechazarlas arriesga su propia conservación, incurre en el olvido de sí y cae por debajo de la bestia, avergonzándose y odiándose, sentimientos desconocidos en el irracional.
He aquí el absurdo: El hombre, siendo la cúspide de la creación, superior al bruto en infinitos grados, es la criatura más corruptible en su propia naturaleza y la menos autónoma respecto a Dios, la que muestra hacia Él una mayor dependencia frente al abismo del mal. Esperaríamos de la máquina mejor acabada y más completa el que pudiera permanecer más tiempo sin su artífice, obrando por su propio mecanismo. En el hombre, en cambio, la necesidad de un Principio Superior es tal que el carecer de él lo conduce a negarse a sí mismo, ya sea afirmándose contra todo el género humano, con lo que queda destruida su noción, ya subordinándose a éste, lo que aniquila su individualidad. Ahora bien, el hombre que se somete a Dios, si es secundado por sus semejantes, puede librarse del dilema de ser tirano o esclavo, de subyugar a la Humanidad o ser doblegado por ella.
No basta con confiar en la virtud si no somos virtuosos, ni con amar al prójimo si éste no es amable. Para acallar las pasiones que nos arrastran a la parcialidad y a la injusticia hemos de convertir a la virtud en nuestro prójimo y al prójimo en nuestra virtud. Amar a Dios como a una persona y a las personas como a Dios.