"¡Oh, qué cosa tan vil y abyecta es el hombre, si no se eleva por encima de la humanidad!"
He aquí una buena frase y un útil deseo, mas igualmente absurdos. Pues es imposible y monstruoso hacer el puñado mayor que el puño, el abrazo mayor que el brazo, o esperar dar una zancada mayor que la longitud de nuestras piernas. Y que el hombre se eleve por encima de sí mismo y de la humanidad: pues no puede ver más que con sus ojos, ni agarrar más que con sus dedos. Se elevará si Dios milagrosamente le tiende su mano; se elevará abandonando y renunciando a sus propios medios y dejándose alzar y levantar por los medios puramente celestiales.
Montaigne cita al Séneca de las Cuestiones naturales para refutarlo. Aquí "la humanidad" no significa el estado presente del conocimiento o de las costumbres, mas lo que caracteriza al hombre como especie y, al cabo, como animal: conocer por su experiencia y amar según su interés. Lo sobrehumano es precisamente lo contrario, a saber, conocer por la razón allí donde la percepción no alcanza y amar la justicia incluso cuando le es desfavorable. Esto es, pues, lo que Séneca estima ser superior a la esfera de lo meramente humano: lo que nuestro instinto ignora o rechaza, lo que la mayoría desprecia, aquello a lo que debe llegarse por la doctrina y la ascesis, haciéndonos violencia.
Montaigne sugiere que esta elevación no es posible, habida cuenta de que en el hombre todo es humano, sin que le quepa participar en realidades superiores. Lo que añade acto seguido, me temo que de forma hipócrita, es que sólo Dios es capaz de obrar tal cosa "por los medios puramente celestiales", es decir, por vía de la gracia. Ello es un remedo de la tesis agustiniana contra Pelagio, que Lutero radicalizó y Montaigne seculariza en sus Ensayos, aplicándola a todo el conocimiento y no únicamente al salvífico.
De modo que el
hombre ya no es massa peccatorum, sino massa dubiorum; un
ser desprovisto de una guía segura, renqueante, que sólo puede
deambular en los márgenes de lo probable y lo provisional. Éste es
también el talante escéptico de la ciencia moderna, inorgánica y
antiplatónica, que hace las veces de un luteranismo cognoscitivo. Los pedantes hoy
hablan de "la virtud de dudar" con el mismo énfasis postizo que Montaigne empleaba para alabar la virtud de creer en lo incomprensible y seguir las erráticas inclinaciones de nuestro espíritu. No hay virtud que valga: ambas nacen de la impotencia racional del hombre y de su desconfianza de que el universo esté dotado de algún sentido.
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