sábado, 20 de abril de 2024


Spinoza sostuvo que la causa es, al menos, igual al efecto, pues lo contrario conlleva conferir potencia a la nada. Sin embargo, vaciló en afirmar que la causa es siempre superior a su efecto. Así, escribe en su comentario a los Principios de Descartes:

Cuanto hay de realidad o perfección en una cosa existe formal o eminentemente en su causa primera y adecuada.
 
Por eminentemente entiendo que la causa contiene toda la realidad del efecto más perfectamente que éste; por formalmente, en cambio, que la contiene exactamente igual que él. Este axioma depende del anterior, ya que, si supusiéramos que en la causa no hay nada del efecto o hay menos que en él, entonces lo que es nada en la causa sería causa del efecto. Ahora bien, esto es absurdo (por el axioma precedente). De ahí que no cualquier cosa puede ser causa de un cierto efecto, sino precisamente aquella en la que existe eminentemente o, al menos, formalmente toda la perfección que hay en el efecto.

Este al menos nos indica que Spinoza no daba un valor axiomático al principio de la superioridad de la causa sobre el efecto. Ésta es la diferencia fundamental entre su sistema y el del neoplatonismo y el escolasticismo.

De manera que, aunque Spinoza creía que Dios es causa próxima de todas las cosas, y que, en este sentido, es tan causa del causado como su causa inmediata, sin embargo no consideraba que fuera una causa superior a lo causado por ella. Lo declara en el Escolio a la demostración de la Proposición XXVIII de la primera parte de la Ética:

Como ciertas cosas han debido ser producidas por Dios inmediatamente, a saber: las que se siguen necesariamente de su naturaleza considerada en absoluto, y, por la mediación de estas primeras, otras, que, sin embargo, no pueden ser ni concebirse sin Dios, se sigue de aquí: primero, que Dios es causa absolutamente «próxima» de las cosas inmediatamente producidas por él; y no «en su género», como dicen. Se sigue: segundo, que Dios no puede con propiedad ser llamado causa «remota» de las cosas singulares, a no ser, quizá, con objeto de que distingamos esas cosas de las que Él produce inmediatamente, o mejor dicho, de las que se siguen de su naturaleza, considerada en absoluto. Pues por «remota» entendemos una causa tal que no está, de ninguna manera, ligada con su efecto. Pero todo lo que es, es en Dios, y depende de Dios de tal modo que sin Él no puede ser ni concebirse.

Lo anterior cuadra con la definición spinoziana de Dios, cuya infinitud indeterminada hace que sea indistinguible de sus efectos:

Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita.

Dicha igualdad entre causa y efecto, opuesta a la tesis de la superioridad, desemboca en el Deus sive Natura y en la afirmación que, en lugar de darse una causa trascendente, se dan infinitas causas inmanentes, y por tanto un regreso al infinito en el orden causal, como establece la misma Proposición XXVIII:

Ninguna cosa singular, o sea, ninguna cosa que es finita y tiene una existencia determinada, puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra causa, que es también finita y tiene una existencia determinada; y, a su vez, dicha causa no puede tampoco existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra, que también es finita y tiene una existencia determinada, y así hasta el infinito.

Así pues, me parece cabal aseverar que si se demuestra que el axioma de la superioridad de la causa sobre el efecto es verdadero, todo el edificio conceptual de Spinoza se viene abajo. Y esto lo que se ha pretendido en La Piedra en el Lago, argumentos 20 y 24.

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