domingo, 19 de abril de 2009

Pirrón no progresa




Shaw resume las enseñanzas de Ibsen en la frase: “La regla de oro es que no hay regla de oro”. A sus ojos, esa ausencia de un ideal duradero y positivo, esa ausencia de clave permanente de la virtud, es el gran mérito de Ibsen. No voy a extenderme aquí examinando si esto es cierto o no. Todo lo que me atrevo a señalar, con firmeza aumentada, es que esa omisión, buena o mala, nos deja frente a frente con el problema de una conciencia humana llena de imágenes muy definidas del mal, y sin ninguna imagen definida del bien. Para nosotros la luz debe ser de aquí en adelante lo oscuro, aquello de lo que no podemos hablar. Para nosotros, como para los demonios de Milton en el Pandemonium, lo visible es la oscuridad. La raza humana, según la religión, cayó una vez, y al caer adquirió el conocimiento del bien y del mal. Ahora hemos caído por segunda vez, y sólo nos queda el conocimiento del mal.

(…)

Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “progreso”: es una evasión para evitar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “educación”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. El hombre moderno dice: “Dejemos todas esas pautas arbitrarias y abracemos la libertad”. Dicho de forma lógica, esto significa: “No decidamos qué es lo bueno, pero consideremos bueno no decidirlo”. Dice: “Fuera las viejas fórmulas morales: yo estoy por el progreso”. Esto, dicho de forma lógica, significa: “No resolvamos qué es lo bueno, pero resolvamos si queremos más de ello”. Dice: “La esperanza de la raza no reside en la religión ni en la moralidad, sino en la educación”. Dicho claramente esto significa: “No podemos decidir qué es lo bueno, pero démoselo a nuestros hijos”.

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El caso de la charla general sobre el “progreso” es, sin duda, un caso extremo. Como se ha enunciado antes, “progreso” es simplemente un comparativo cuyo superlativo no hemos determinado. Respondemos a cualquier ideal de religión, patriotismo, belleza o placer bruto con el ideal alternativo del “progreso”; es decir, respondemos a cualquier propuesta de obtener algo que conocemos con una propuesta alternativa de obtener mucho más de nadie sabe qué. El progreso, entendido correctamente, tiene sin duda un significado muy digno y legítimo. Pero utilizado en oposición a ideales morales precisos es ridículo. Que el ideal de progreso debe contraponerse al de finalidad ética o religiosa está tan lejos de ser verdad, que la verdad es lo opuesto. Nadie tiene por qué utilizar la palabra progreso a menos que tenga un credo definido y un código moral férreo. Nadie puede ser progresista sin ser doctrinario; casi podría decir que nadie puede ser progresista sin ser infalible, o al menos sin creer en alguna infalibilidad. Porque por su mismo nombre “progreso” indica dirección; y en el momento en que tenemos la más mínima duda sobre la dirección, pasamos a dudar en el mismo grado sobre el progreso. Tal vez nunca desde el comienzo del mundo ha habido una época que tuviera menos derecho a emplear la palabra progreso que la nuestra. En el católico siglo XII, en el filosófico siglo XVIII, la dirección pudo ser buena o mala, pudo haber más o menos desacuerdo entre los hombres sobre hasta dónde ir, y en qué dirección, pero en conjunto estaban bastante de acuerdo en la dirección, y en consecuencia tenían la genuina sensación de progresar. Pero nosotros estamos en desacuerdo precisamente sobre la dirección. Si la excelencia futura consiste en más ley o menos ley, en más libertad o menos libertad; si la propiedad debe ser finalmente concentrada o finalmente desmenuzada; si la pasión sexual alcanzará su mayor salud en un intelectualismo casi virgen o en una total libertad animal; si debemos amar a todo el mundo con Tolstói o no perdonar a nadie con Nietzsche: tales son las cuestiones en torno a las cuales más combatimos en la actualidad. No sólo es cierto que la época que menos ha determinado qué es el progreso es esta época “progresista”. Además, es verdad que las personas que menos han determinado qué es el progreso son las personas más “progresistas” de ella. Quizás sea posible confiar en que progrese la masa común, los hombres que nunca se han preocupado por el progreso. Los individuos que hablan del progreso seguro volarían hacia los cuatro rumbos del cielo al sonar el disparo que da inicio a la carrera. Con esto no quiero decir que la palabra progreso no tenga sentido: lo que digo es que no tiene sentido sin la definición previa de una doctrina moral, y que sólo se puede aplicar a grupos de personas que sostienen esa doctrina en común. “Progreso” no es una palabra ilegítima, pero es lógicamente evidente que es ilegítima para nosotros. Es una palabra sagrada, una palabra que sólo podría ser usada correctamente por creyentes rígidos y en las épocas de fe.


Chesterton

2 comentarios:

El Perpetrador dijo...

Esos párrafos están sacados de uno de los libros más lúcidos sobre la esencia de la mentalidad de nuestro tiempo (porque el tiempo de Chesterton es sin duda nuestro tiempo). Imposible definir mejor la vacuidad del progresismo imperante en todos los sectores de la sociedad.

Ahora bien: creo que es un defecto de genealogía judeocristiana. La religión prometía un Paraíso e instaba a la sociedad a ganárselo mediante obras en este mundo. El ideal murió para muchos ciudadanos, pero la inercia de la actividad no pudo detenerse tan fácilmente como no son fáciles de detener los hábitos, buenos o malos. De ahí que se los rellenara de infinitas finalidades vacuas y mutantes y en muchos casos perversas, únicamente con tal de no enfrentarse con un doloroso periodo de reflexión y quietud.

saludos

Jesús Cotta Lobato dijo...

"El mundo moderno está lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas", decía Chesterton. Quizá sea el progreso, entendido como hoy se entiende, una de ellas. Un abrazo.