Mandeville es el Maquiavelo inglés. La tesis compartida por ambos, y que sin duda revolucionó Occidente, es que la sociedad vista como mega-anthropos o agregado de hombres resulta ella misma una unidad de sentido, esto es, carente de la necesidad práctica o teórica de asentarse sobre principios morales superiores, así como de valerse de órdenes apriorísticos que la definan. De esta indefinición escéptica sobre lo que pocos dudan -la importancia de distinguir y respetar la frontera entre el bien y el mal- nace la primera y más crucial paradoja ilustrada: la esperanza en el progreso, continua acumulación del máximo conato (Spinoza) o selección de lo mejor (Darwin); dinámica, en fin, irrenunciable e insustituible que llevaría al cuerpo social a superar necesariamente cada uno de sus estadios de desarrollo y a fijar sus propias reglas según la circunstancia.
Mírese por donde se mire, vienen a decirnos estos autores, todo tiende a autoconservarse y a desdeñar lo que impide u obstaculiza este propósito. No hay, pues, que hacerse violencia ni buscar el convencimiento individualizado cuando rige la ética del consenso y de la tolerancia, en la que cada uno transige de un modo realista para optimizar su función de utilidad. El adoctrinamiento, nos dirán sus discípulos un siglo más tarde, se opone a la realización del imperativo vital por el que cada ser fija sus anhelos, resultando sospechoso de encubrir un interés espurio no explicitado (Marx, Nietzsche, Freud).
En suma, la tolerancia y el progreso no son valores morales. Por el contrario, se generaron como pautas pragmáticas frente a lo que se juzgó un exceso de lastre moral de las religiones y los sistemas filosóficos. Fueron también el caballo de batalla de una clase productiva y emergente -la burguesía- contra otra contemplativa o coactiva que contaba con el privilegio de lo excepcional y providencial. Sin embargo, toda vez que dicha ideología ha triunfado y reside en el centro de gravedad de nuestra más elemental concepción de la política, se concede de barato que lo tolerante y lo progresista es lo moralmente correcto, si bien esta conclusión no se aviene con la misma raíz por la que dichos paradigmas fueron postulados, a saber, dar cabida "a posteriori" a todas las conductas, correctas o incorrectas, en la medida en que no perturbasen la marcha general de la sociedad.
Bajo el frío prisma de cierta Ilustración, la bondad queda sujeta al ámbito de lo opinable, dada la variabilidad de su caracterización en el tiempo y el espacio (tesis del Cándido de Voltaire), cuando no hay que relegarla al escenario de lo risible, habida cuenta de su inflexibilidad y contraproducencia (tesis de Sade en Justine). Así, pese a que no siempre se encuentren motivos para adecuarse a lo que la sociedad estima equitativo y decoroso, siempre se hallarán para perseguir el propio interés mediante el cálculo y la evaluación de la oportunidad. Por la misma razón, si no quiere claudicar ante la inconstancia de las pasiones del vulgo bajo su tutela, el poder usará de la moral cuando le convenga aparentarla y la violará tan pronto como considere oportuno. Engañará sin más propósito que acontentar o atemorizar, pues no posee fines extrínsecos de justicia, ni aspira a una universalidad ideal, bastándole el orden natural y espontáneo que se sigue de la satisfacción de una necesidad inmediata.
La segunda paradoja de esta cadena de inferencias es que se acaba por concluir que la irracionalidad y la improvisación, tomadas en su conjunto, son de hecho el origen de una organización óptima. Llegada a este punto crítico la Ilustración termina; se autoaniquila una vez despierta de su monstruoso sueño, y cede su lugar al romanticismo, que en parte la contesta y en parte la confirma. La persecución egoísta de la felicidad o la caprichosa iconoclastia contra las convenciones son ensalzadas por esta nueva corriente hasta alcanzar el rango de lo heroico. Se mantiene el reducto hipócrita del altruísmo como compensación mecánica del desequilibrio derivado de radicar lo moral en lo subjetivo, pero no se cree que algo pueda ser bueno con independencia de cómo es percibido. La satisfacción de las más bajas pasiones dejará de ser un delito y pasará a ser una licencia, para convertirse acto seguido en libertad y, poco más tarde, en derecho y pilar de la armonía entre semejantes.
La ideología liberal -síntesis ilustrado-romántica- atribuye a la libre concurrencia de bienes e ideas la clave de la emancipación humana. Ésta no excluirá a nadie por sus convicciones, sino por su improductividad. Es así que, funcionando la moral supraindividualmente, va a eximirse al sujeto de los deberes propios de su estirpe, al tiempo que se lo confina al círculo más reducido de los deberes propios de su nación.
Tercera paradoja: el cosmopolitismo que entró en la historia con el fin de los prejuicios y los aranceles, con la apertura de las mentes y las fronteras, sumirá a la humanidad en la degradación solipsista y la indolencia particularista. Cualquier fraternidad prometida se desecha al cabo, porque nada sólido ni estable hermana al hombre libre con su prójimo. Su deseo se agota en su discurso, y si alguna vez acontece en forma de acción extraordinaria, bien la reputan irrelevante por no serles acostumbrada, o bien la admiran alucinados, incapaces de comprenderla.
Por tanto, mientras la inteligibilidad de la política dependa de la equivalencia entre las unidades de producción y las de decisión, pues no otra cosa es la democracia liberal, habrá que volver a Mandeville y a la retórica de los resultados concretos frente a los desacreditados ideales, tan difusos y quijotescos. Con todo, aquel que hace el bien por egoísmo no merece alabanza. Además, no todas las acciones egoístas son socialmente aceptables. Sólo los fines directos e intencionales son susceptibles de evaluación moral. La sociedad que elogia aquello que no puede juzgar (por no ser libre) es aquí la misma que desprecia lo que no puede elogiar (por no ser racionalizable). Y, carcomidos sus cimientos por esta contradicción procedente de una paradoja triple, está destinada a sucumbir a la menor sacudida.
sábado, 27 de junio de 2009
Tres mortales paradojas
miércoles, 24 de junio de 2009
Der hässlichste Mensch
En su decadencia el hombre se pregunta qué tiene de especial su estirpe para ser digna de algún desvelo o acreedora de un cuidado superior al de cualquier criatura reptante. Nuestro origen es tan material como el de las bestias, rigiendo idénticas leyes para todos los cuerpos en cada uno de sus estados. En fin, donde Naturaleza ha hablado tan clara e imparcialmente, ¿qué más pueden añadir los vanidosos mortales?
Sin embargo, estos principios no están exentos de irracionalidad. El materialismo, para el que la inmanencia de lo empírico debería ser la única regla, asume una teleología al postular que deben preservarse aquellos animales que presenten características típicamente humanas, como la inteligencia, el sufrimiento o la habilidad social. En cierto modo se está admitiendo que la dirección humana es la correcta, aunque se haga sin reflexión.
Ahora bien, el hombre no es objetivamente bueno, sino que es sólo bueno para el hombre. Ni de su mayor raciocinio ni de su carácter emocional se sigue un beneficio directo para todo lo que escapa al círculo de sus intereses sociales. De su existencia tampoco deriva un aumento del orden del mundo o de su belleza. La defensa del hombre, pues, ha de hacerse desde el hombre mismo y no desde abstractas categorías transversales popias de idealistas.
Debemos, en primer lugar, proteger a los humanos porque son los únicos con los que podemos reproducirnos y, por ende, perpetuar nuestros fines, cometido éste de las disciplinas morales.
En segundo lugar, porque nada posibilita tanto la felicidad del individuo como la felicidad del grupo en la que se incluye, y cuya armonía es objeto de la ética.
En tercer lugar, porque todo precepto injusto contra un hombre es susceptible de ser aplicado contra la humanidad, lo que es materia del derecho en cuanto se ocupa de la justicia.
En cuarto lugar, porque el amor de sí es imperfecto y odioso si se plantea en oposición al amor al prójimo, contraviniendo la religión.
Igualar siquiera parcialmente al hombre con otras especies animales es igualarlo por lo bajo. Impedir la instrumentalización de lo no humano u objetar reparos a la explotación de criaturas serviles es presuponer un fundamento común para hombres y bestias, que sólo puede ser un bajo fundamento y un fundamento servil (la sensibilidad, los procesos cognitivos elementales, etc.). Así, no se puede renunciar a la supremacía humana sin degradar al hombre, lo que conlleva relativizar sus fines, minar su felicidad, cuestionar su supervivencia y reducir sus méritos.
martes, 23 de junio de 2009
El prehombre
Cuando nazco soy pecador, a pesar de ser niño, porque soy Adán; lo soy, no porque peco, sino porque pequé actualmente cuando me llamaba Adán y era adulto, antes de tener el nombre que tengo y de ser niño. Cuando Adán salió de las manos de Dios, yo estaba en él, y él está en mí ahora que salgo del vientre de mi madre. No pudiendo separarme de su persona, no puedo separarme de su pecado, y, sin embargo, no soy Adán de tal manera que me confunda con él de una manera absoluta. Hay algo en mí que no es él, algo por lo que me distingo de él, algo que constituye mi unidad individual y que me distingue aun de aquello a que soy más semejante; y eso que me constituye variedad individual relativamente a la unidad común, es lo que he recibido y tengo del padre que me engendró y de la madre que me tuvo en sus entrañas. Ellos no me han dado la naturaleza humana, que me viene de Dios por Adán, pero han puesto en ella el sello de la familia y han estampado en ella su figura; no me han dado el ser, sino la manera en que soy, poniendo lo menos en lo más, es decir, aquello por lo que me distingo de los otros en aquello por lo que me asemejo a los demás, lo particular en lo común, lo individual en lo humano; y como quiera que eso que tiene del humano y que le asemeja a los otros es lo esencial en el hombre, y que lo que tiene de individual y de distinto no es más que un accidente, síguese de aquí que, teniendo de Dios por Adán lo que constituye su esencia y de Dios por su padre lo que constituye su forma, no hay hombre ninguno que, considerado en su conjunto, no se asemeje más a Adán que a su propio padre.
(...)
Por lo que dijimos antes, se ve cuán grande es el error de aquellos que, sin maravillarse de las misteriosas analogías y de las afinidades que pone Dios entre los padres y sus hijos, se maravilla de esas mismas afinidades y de esas analogías misteriosas puestas por Dios entre el rebelde Adán y sus míseros descendientes. No hay entendimiento que entienda, ni razón que alcance, ni imaginación que imagine lo fuerte del vínculo y lo estrecho de la lazada puesta por el mismo Dios entre todos los hombres y ese hombre único, a un tiempo mismo unidad y colección, singular y plural, individuo y especie, que muere y que sobrevive, que es real y simbólico, figura y esencia, cuerpo y sombra; que nos tuvo a todos en sí y que está en todos nosotros; pavorosa esfinge que desde cada nuevo punto de vista ofrece un nuevo misterio. Y así como el hombre no puede alcanzar ni con razón, ni con su imaginación, ni con su entendimiento lo que hay en su naturaleza de singularmente complejo y de misteriosamente oscuro, no puede tampoco alcanzar, aunque ponga en juego todas las potencias de su alma, la distancia inmensa que hay entre nuestros pecados y el pecado de aquel hombre, único, como él, por su profundísima malicia y por su grandeza incomparable. Después de Adán nadie ha pecado como Adán, y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos. Participando el pecado de la naturaleza del pecador, fue uno y vario a un tiempo mismo, porque fue un solo pecado en realidad y todos los pecados en potencia; con él puso Adán marcha en lo que ya no puede ponerla ningún hombre, en el puro albor de su inocencia purísima; poniendo unos pecados sobre otros, los que pecamos ahora no hacemos otra cosa sino poner manchas sobre manchas; sólo a Adán le fue dado oscurecer el ampo de la nieve; con ser nuestra naturaleza dañada un grave mal, y nuestros pecados un mal más grande, no carece ese compuesto de cierta belleza de relación, que nace de aquella armonía secreta que hay entre la fealdad propia del pecado y la fealdad propia de la naturaleza del hombre. Las cosas feas pueden armonizase entre sí como se armonizan las hermosas; y cuando esto sucede, no cabe duda sino que lo que hay en las cosas de esencialmente feo se templa en algún modo por la belleza que reside en lo que ellas hay de armónico y concertado. Ésta, sin duda, debe ser la razón de por qué la fealdad física parece que disminuye siempre con los años; la vejez no es cosa que sienta mal a la fealdad, como la fealdad pierde lo que tiene de repugnante cuando se armoniza con las arrugas. Nada, por el contrario, es más triste de ver y nada más horrible de imaginar que la vejez puesta en la cara de un ángel o la fealdad junta con la primavera de la vida. Las mujeres que, habiendo sido hermosas, conservan, siendo viejas, rastro de lo que fueron, me han parecido siempre horribles; hay algo en mí que me da voces y me dice: "¿Quién ha sido el gran culpable que juntó por primera vez las cosas que hizo Dios para que estuvieran separadas?". No; Dios no ha hecho la hermosura para la vejez ni la vejez para la hermosura. Luzbel es el único entre los ángeles, y Adán entre los hombres, que juntaron todo lo que hay de decrépito y de feo con todo lo que había de resplandeciente y hermoso.
Donoso Cortés
sábado, 20 de junio de 2009
En mi caso la fe en Dios es también una adhesión a la teoría platónica de la verdad. La adaequatio tomista y positivista exige a la verdad la efectividad además de la consistencia. Supone una identificación extrínseca de lo verdadero, y por ende incompleta, en tanto que no da razón de las proposiciones futuras y ciertas (por ejemplo, "Si no mueres, vivirás").
Si lo verdadero, como lo falso, se agotase en sí mismo, no habría ningún modo de relacionar una verdad con otra, ni de oponerlas todas a sus contrarias, al no contar con ningún denominador común suficientemente amplio que nos permitiera denominar "verdades" a la pluralidad de las mismas. Es por ello que se debe definir la verdad como el mundo de las ideas, esto es, como la no contradicción recíproca de lo inteligible.
Ahora bien, si las ideas fueran meras posibilidades de inteligencia, su ser real dependería de seres inteligentes que las idearan, es decir, que las articulasen proposicionalmente en un determinado momento. Como esto es absurdo, en la medida en que la verdad es eterna, debemos concluir o bien que no depende de seres inteligentes (lo que va contra la definición), o bien que depende de un Ser inteligente y eterno.
Por consiguiente, ninguna verdad puede afirmar que no hay Verdad. Pues, para que algo pudiera ser verdad, tendría que ser falsa aquella afirmación. Luego, si hay verdad, también hay Verdad.
De ahí se infiere que la Verdad no es empírica, porque no contamos con un denominador común para este tipo de evidencias; ni lógica, ya que no se dan reglas formales superiores que puedan determinar su validez. Es, entonces, una entidad supraempírica y supralógica, distinta a todo existente y a todo lo expresable.
Preliminares
La moral no es la ciencia de lo útil y lo conveniente, sino la de lo digno, lícito u honesto. La conveniencia es variable según a quien la apliquemos: al león o al antílope; al hombre de hoy o al de mañana; a cierto ecosistema, tomado como sujeto de derechos, o a la comunidad capaz de emigrar.
Antes de hablar de moral, pues, hay que saber qué se está defendiendo: ¿La ausencia de dolor? ¿El progreso científico? ¿La democracia liberal? ¿La primavera de los pueblos? ¿La salvación de las almas?
Divinidad
La idea de Dios es la misma que la de la verdad: una idea de ideas, el "to agathon" de Platón. Es aquella verdad por la cual las otras son, y son siempre, sin sujetarse a nuevas proposiciones ni principios. Lo que no depende ni de la razón ni de la experiencia es o bien irracional o bien divino. Si se contradice con alguna verdad, será irracional; si no, divino.
lunes, 15 de junio de 2009
Fe y virtud
Mas pasemos desde lo que se considera meramente bondad y está al alcance y capacidad de todas las criaturas sensibles, a lo que se llama virtud o mérito y es solamente accesible al hombre.
En una criatura capaz de formarse nociones generales de las cosas, son objeto de afección no sólo los seres exteriores que se presentan a los sentidos, sino que las mismísimas acciones y las afecciones de piedad, benevolencia, gratitud y sus contrarios, trasladados por reflexión a la inteligencia, se convierten en objetos. De suerte que, con la ayuda de este sentido reflejo, brota otro tipo de afección que tiene por objeto las afecciones mismas, sentidas desde siempre, pero que ahora vienen a ser objeto de un nuevo gusto o disgusto.
Sucede aquí en los objetos mentales o morales lo mismo que en los cuerpos ordinarios u objetos comunes de los sentidos. Las figuras, movimientos, colores y formas de estos últimos, al presentarse ante nuestros ojos, dan necesariamente como resultado la belleza o deformidad según la diferente medida, colocación y disposición de sus diversas partes. Lo mismo sucede con la conducta y con las acciones: al presentarse a nuestro entendimiento, hay que encontrar por necesidad manifiestas diferencias según la regularidad o irregularidad de los asuntos.
La mente, espectadora u oyente de otras mentes, no puede estar sin que sus ojos y oídos vayan discerniendo proporciones, distinguiendo sonidos y probando todo sentimiento o pensamiento que se le ponga delante. No puede dejar que escape nada a su censura. Siente lo áspero y lo suave, lo agradable y lo desagradable en las afecciones y encuentra en estas cosas de la mente lo inconveniente y lo adecuado, lo armonioso y lo disonante, tan real y verdaderamente como en cualquier acorde musical o en las formas y representaciones exteriores de las cosas sensibles.
(...)
También esto es cierto: que la admiración y el amor del orden, de la armonía y de la proporción, en cualquiera de sus aspectos, es naturalmente beneficioso para la índole de la persona, favorable a la afección social y de gran ayuda para la virtud, la cual, en sí misma, no es más que amor al orden y a la belleza en sociedad. Ya en las cosas más humildes de este mundo, el aspecto ordenado ejerce influjo en el alma y atrae hacia sí la afección. Mas, si es el orden del mundo entero lo que se presenta justo y bello, la admiración y aprecio del orden puede llegar muy alto, y la pasión elegante o amor de la belleza, que tan ventajosa es para la virtud, resultará la más fomentada por su ejercicio en asunto tan amplio y magnífico. Pues es imposible que semejante orden divino sea contemplado sin éxtasis y rapto, dado que en las materias ordinarias que son las ciencias y las artes liberales, cuanto es acorde con la armonía y la proporción justas, produce tanto arrebato en quienes poseen un conocimiento o práctica de ese tipo.
Ahora bien, si el objeto y fundamento de esta pasión divina no estuviera efectivamente fundamentado y no fuese adecuado (caso de ser falsa la hipótesis del teísmo), la pasión en sí misma sería, no obstante, natural y buena en cuanto resulta ventajosa para la virtud y la bondad, según lo demostrado más arriba. Pero si, por la otra parte, el objeto de dicha pasión es verdaderamente adecuado y está fundamentado (siendo como es real, y no imaginaria, la hipótesis del teísmo), entonces la pasión estará también fundamentada y resultará absolutamente conveniente e indispensable en toda criatura racional.
En consecuencia, podemos determinar con precisión la relación que tiene la virtud con la piedad, es a saber: la primera no se completa sino en la segunda; puesto que, si falta ésta, no puede darse la misma buena voluntad, firmeza o constancia, la misma tranquilidad de las afecciones, o uniformidad de mente.
Y así, la perfección y eminencia de la virtud tiene que darse a causa de la fe en un Dios.
Shaftesbury
lunes, 8 de junio de 2009
No sé nada
Cualquier criterio que se elija para definir a un ser vivo a efectos jurídicos errará si no toma la misma vida individual como base. El de no avanzar o hundirse en el fango es un falso dilema, existiendo la posibilidad de desecar el pantano. En caso contrario, no es pequeño peligro el de establecer falsas fronteras. Situando la humanidad en la facultad intelectiva se defiende la inteligencia (y su opuesto es digno de muerte); ubicándola en la sensitiva, se protege socialmente la sensibilidad (y su opuesto es digno de muerte); vinculándola a la apariencia antropomorfa, es una cierta estructura ósea la que queda al amparo de la ley (y su opuesto es digno de muerte). En todas estas variantes de una misma actitud arbitraria la categoría de lo humano queda difuminada en consideraciones adyacentes y superfluas.
Tal opinión no es nueva, y ni siquiera debe considerarse una "superestructura" de los cambios acaecidos respecto a los roles sexuales en Occidente. Es pura ideología. Descansa sobre el nihilismo, que tiene al hombre por una mera superposición de capas sin núcleo, un constructo del tiempo y del entorno o un artilugio hermenéutico; un ser amorfo y fáustico, que nunca llega a ser porque nunca es, que trueca el alma por la avidez de experiencias y conquistas; un espiral, pues, que gira sobre su propio vacío y se expande indefinidamente, sin cerrarse nunca sobre sí. La burguesía romántica no va a abandonar esta idea, dado que integra su mito fundacional de la autodeterminación y la infinita potencia. No es, entonces, una cuestión de derechos sujetos al consenso, sino de la visión del mundo por la cual el derecho debe ser consensuado -esto es, imaginado- y no natural -impuesto o asumido. En este sentido, la alternativa teocrática, que toma al cuerpo por lo que es y no por lo que puede ser, coincide, como se verá, con la materialista.
Un cuerpo es un agregado de partes lo bastante homogéneas como para formar unión duradera. El cuerpo según el teólogo es el ser-hecho en virtud del acto irrepetible de la Creación, mientras que para el ateo es bien el no-ser-haciéndose (nihilismo), bien el ser-haciéndose (panteísmo). El conocido "no sabemos lo que puede un cuerpo" (Spinoza) puede leerse también como "no sabemos lo que es un cuerpo". No lo sabemos desde el momento en que renunciamos a la ruptura que implica el individuo para sumergirnos en el abismo del continuo, donde todo remite a todo y la ciencia es virtualmente imposible.
La sabiduría no nace con el conocimiento, sino con la prudente abstención de exceder la propia medida. Ahora bien, la medida del hombre es la vergüenza, y nada hay más allá de ella que pueda llamarse humano. La vergüenza, a su vez, es la contención del ser frente a su falsa conciencia, al tiempo que conlleva el despliegue del reverso sociable y reactivo de la vida inocente. Resulta hasta cierto punto lógico -y con ello sólo quiero decir que no es casual- el que los enemigos de la vergüenza lo sean de la inocencia, y viceversa. Creer que la vergüenza misma es vergonzosa es la pirueta sofística de los libertinos, que encierra una autocontradicción obvia y, en términos hegelianos, una negación de la negación. Tal es la mentira, paralela a aquélla, que sostiene que la inocencia es culpable, habida cuenta que no sabe y no juzga. Con todo, saber no fue nunca una liberación, mas el inicio del largo trabajo que toma el desengaño. Es por ello, según Sócrates, que el alma comprende el mundo sin comprenderlo y el mundo no comprende al alma comprendiéndola.
martes, 2 de junio de 2009
Más que precursores
Sócrates pudo ser negro, pero no naturalista. Fue antinaturalista por oposición a los presocráticos, como sabe todo aquel que se haya molestado en estudiar la evolución del concepto de arkhé.
“Hay que reconocer que los clásicos entendieron muchas cosas al revés”, escribió Robredo no hace demasiado. Viniendo de quien viene, no comprendo este oportunismo apologético ahora con quienes resultaron ser, además de los fundadores de la ciencia, los iniciadores de la teología. Precisamente es por la unión consumada de ambos extremos del conocimiento –físico y metafísico- que ellos son el modelo y nosotros sólo su pálido reflejo.
lunes, 1 de junio de 2009
El liberalismo pantópico
La intención del pasado post era invertir la acusación de hipocresía que se da en Mandeville hacia la moral tradicional. Dicho autor, convencido de que ha de esperarse más del interés de los hombres que de su desprendimiento, denuncia que se apruebe en privado lo que se reprueba en público, pese a ser generalmente útil. Yo digo en cambio que, cuando en aras de un falso principio de apertura o indiferencia ética la suma de intereses básicos se vuelve inarmónica, se acaba aprobando en público -aun siendo dañino para la sociedad- lo que en privado se desecha.
Tal es la corrupción de la idea de tolerancia tantas veces temida. Estar dispuesto a tolerar significa reconocer que el centro de intereses vitales de una comunidad no se ve negativamente afectado por determinado conjunto de decisiones de sus súbditos. Para ello se precisa una noción común del orden y del mal que no se limite al rechazo de la violencia, puesto que ni la violencia es por sí sola despreciable ni, de serlo, ha de esperarse combatirla con palabras y consensos. Si, no obstante, cualquier actitud pacífica se tuviera per se por ordenada, podría darse una transición insensible hacia un régimen que subvirtiese completamente al anterior sin experimentar en el intervalo del cambio reacción social ni ruptura jurídica alguna.
Según suele opinarse, es mejor un régimen donde la inmoralidad sea extraordinaria y discriminada por una ley mínima que aquel en el que, por abolirse la libertad, la inmoralidad sea total y la moral, por forzada, meramente aparente. Respondo: sólo en la medida en que esa ley mínima favorezca la continuidad e identidad del régimen. En cuanto lo ponga en riesgo y no logre conservar de él sino el nombre, es preferible que al menos el vulgo crea en algo que limite su moralidad más allá de la ley, o que ésta se ocupe de desincentivar actitudes inmorales. Ello no implica tanto dejar de ser libres como renunciar a la creencia en la infalibilidad de las pasiones inculcada por los románticos.
Un sistema de valores como el liberal en el que todo sea lícito mientras no se imponga con violencia, una suerte de relativismo blando y cosmopolita, no podrá evitar ser inconsistente. O lo que es lo mismo, dejará de un modo insoslayable de ser un sistema lógico para convertirse bien en una anarquía centrífuga (lo que equivale a su destrucción por regreso al fuero privado), bien en una mansa anarquía organizada por un poder voluntarista que improvisa su legitimidad a través de la persuasión demagógica y de la fuerza eventual. Con lo que la máxima clásica que fue el orgullo de los atenienses, "ser regidos por leyes y no por hombres", caerá en descrédito en la democracia así diseñada. Abolido de facto el legislador racional, sólo quedará en pie el legislador absoluto; es decir, irresponsable, por más que sea refrendado o sustituido en comicios. Si, en fin, carece de responsabilidad quien legisla, con mayor razón prescindirá de ella quien interpreta o ejecuta.
No afiliarse a ninguna convicción es o estar al margen de ellas, como sucede en el caso de la depredación y el crimen, o estar por encima de ellas y en todas ellas, como pretenden el hedonismo y el liberalismo pantópico. La disyuntiva es menor de lo que se cree y estriba más en los procedimientos y en los tempos que en la esencia de ambas concepciones. Un criminal es un enemigo directo de la república y mediatamente de sí mismo; un hedonista es un enemigo directo de sí mismo y mediatamente de la república.
Por supuesto que este relativismo va a darse sólo en los elementos que la ideología dominante actualmente cuestiona, y que no son ni la propiedad ni ninguno de los principios formales del ordenamiento. Pero, una vez asaltado el santuario de las convicciones morales, convertido en panteón de todos los dioses y de ninguno, lo demás irá cediendo al ímpetu de la arbitrariedad, romo por la constante erosión causada por elementos extraños tras rasgarse el velo que separaba a la civilización de la barbarie.