lunes, 1 de junio de 2009

El liberalismo pantópico




La intención del pasado post era invertir la acusación de hipocresía que se da en Mandeville hacia la moral tradicional. Dicho autor, convencido de que ha de esperarse más del interés de los hombres que de su desprendimiento, denuncia que se apruebe en privado lo que se reprueba en público, pese a ser generalmente útil. Yo digo en cambio que, cuando en aras de un falso principio de apertura o indiferencia ética la suma de intereses básicos se vuelve inarmónica, se acaba aprobando en público -aun siendo dañino para la sociedad- lo que en privado se desecha.

Tal es la corrupción de la idea de tolerancia tantas veces temida. Estar dispuesto a tolerar significa reconocer que el centro de intereses vitales de una comunidad no se ve negativamente afectado por determinado conjunto de decisiones de sus súbditos. Para ello se precisa una noción común del orden y del mal que no se limite al rechazo de la violencia, puesto que ni la violencia es por sí sola despreciable ni, de serlo, ha de esperarse combatirla con palabras y consensos. Si, no obstante, cualquier actitud pacífica se tuviera per se por ordenada, podría darse una transición insensible hacia un régimen que subvirtiese completamente al anterior sin experimentar en el intervalo del cambio reacción social ni ruptura jurídica alguna.

Según suele opinarse, es mejor un régimen donde la inmoralidad sea extraordinaria y discriminada por una ley mínima que aquel en el que, por abolirse la libertad, la inmoralidad sea total y la moral, por forzada, meramente aparente. Respondo: sólo en la medida en que esa ley mínima favorezca la continuidad e identidad del régimen. En cuanto lo ponga en riesgo y no logre conservar de él sino el nombre, es preferible que al menos el vulgo crea en algo que limite su moralidad más allá de la ley, o que ésta se ocupe de desincentivar actitudes inmorales. Ello no implica tanto dejar de ser libres como renunciar a la creencia en la infalibilidad de las pasiones inculcada por los románticos.

Un sistema de valores como el liberal en el que todo sea lícito mientras no se imponga con violencia, una suerte de relativismo blando y cosmopolita, no podrá evitar ser inconsistente. O lo que es lo mismo, dejará de un modo insoslayable de ser un sistema lógico para convertirse bien en una anarquía centrífuga (lo que equivale a su destrucción por regreso al fuero privado), bien en una mansa anarquía organizada por un poder voluntarista que improvisa su legitimidad a través de la persuasión demagógica y de la fuerza eventual. Con lo que la máxima clásica que fue el orgullo de los atenienses, "ser regidos por leyes y no por hombres", caerá en descrédito en la democracia así diseñada. Abolido de facto el legislador racional, sólo quedará en pie el legislador absoluto; es decir, irresponsable, por más que sea refrendado o sustituido en comicios. Si, en fin, carece de responsabilidad quien legisla, con mayor razón prescindirá de ella quien interpreta o ejecuta.

No afiliarse a ninguna convicción es o estar al margen de ellas, como sucede en el caso de la depredación y el crimen, o estar por encima de ellas y en todas ellas, como pretenden el hedonismo y el liberalismo pantópico. La disyuntiva es menor de lo que se cree y estriba más en los procedimientos y en los tempos que en la esencia de ambas concepciones. Un criminal es un enemigo directo de la república y mediatamente de sí mismo; un hedonista es un enemigo directo de sí mismo y mediatamente de la república.

Por supuesto que este relativismo va a darse sólo en los elementos que la ideología dominante actualmente cuestiona, y que no son ni la propiedad ni ninguno de los principios formales del ordenamiento. Pero, una vez asaltado el santuario de las convicciones morales, convertido en panteón de todos los dioses y de ninguno, lo demás irá cediendo al ímpetu de la arbitrariedad, romo por la constante erosión causada por elementos extraños tras rasgarse el velo que separaba a la civilización de la barbarie.

2 comentarios:

El Perpetrador dijo...

Un criminal es un enemigo directo de la república y mediatamente de sí mismo; un hedonista es un enemigo directo de sí mismo y mediatamente de la república.

Muy acertado.

En general, una buena y austera crítica al liberalismo.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Gracias. La verdad es que no estoy muy fino últimamente (exceso de trabajo), pero se agradece el comentario.