martes, 25 de agosto de 2009

El que quiera salvar su vida


Marx, influenciado por Hegel, teorizó sobre la lucha de clases como el auténtico motor de la Historia. Ello se compadece bien con la doctrina del pecado original, rechazando de plano lo utópico de una sociedad sin conflicto en el estado actual de nuestra especie.

La sociedad nace como agregado de familias y se subdivide naturalmente en clases. Es el hombre quien, a diferencia de otros animales, posibilita que existan jerarquías más allá de los roles biológicos de apareamiento y supervivencia. Así como el fin de la familia es la perpetuación de la raza, el fin de la sociedad -suerte de superorganismo- es su propia conservación en tanto que sistema.

Desde el marxismo fundacional nunca se ha sostenido que la división del mundo en clases, en la medida en que el comercio otorga cierta transversalidad a las sociedades, sea fruto de decisiones puntuales y arbitrarias en lugar de fenómenos antropológicamente bien fundados, esto es, universales en la práctica. Sólo el marxismo vulgarizado y brechtiano tiende a contemplar la lucha de clases como conspiración grupuscular antes que como necesidad interna.

Ahora bien, la noción socialista de Humanidad es la de gran familia. Sin embargo, se ha dicho ya, sociedad y familia poseen fines dispares. La cultura es un fin en sí, el único capaz de dar una salida a la animalidad y refinarla desde fuera. Una sociedad que se rija al modo de una familia, excluyendo o minimizando la competición, rehuirá todo sacrificio no destinado a obtener el jornal, asociará el compromiso a la opresión, escarnecerá lo inmaterial y, al cabo, despreciará como algo ajeno y superfluo el progreso de las artes y las ciencias, por lo que sólo podrá mantenerse en los parámetros de la civilización bajo la forma de una tiranía.

La teoría marxista ha comprendido la dinámica social, pero ha errado al localizar su origen en causas materiales y de organización de la propiedad, las cuales proporcionan sólo una explicación del mecanismo de selección artificial de las colmenas humanas, no de su función o razón de ser. Ha otorgado tal importancia a la visión familiar de la sociedad que ha tenido por clase más poderosa a la proletaria, dado el volumen de su descendencia, al tiempo que minusvaloraba a moralistas y ascetas -líderes de facto de cualquier movimiento de masas- como falaces sublimadores de una realidad excremental.

A propósito de todo esto, no resulta difícil elaborar un friso verosímil con los estadios de la Humanidad en atención al odio o antagonismo entre las clases. Así, del odio de la clase alta a la baja surgiría el esclavismo, odio que extendido a la clase media revertiría en el absolutismo. La primera inversión histórica, llamada revolución, la propició un cambio en el vector de dicho odio, es decir, de la clase media o burguesía a la clase alta o nobleza; el cual, a su vez, daría pie a las revoluciones de tipo comunista ampliando la base del mismo a la clase baja. Por último, desaparecida la clase sacerdotal y privilegiada, la contienda hubo de mantenerse entre las clases media y baja, de cuyo odio recíproco surgen el fascismo y el estalinismo.

El riesgo al que se enfrenta el sistema de las democracias liberales, hasta hace poco visto como el modelo triunfante, consiste en aceptar implícitamente la posibilidad de una civilización reconciliada, sin ideales pero ideal en sí misma, sin mal teórico pero mala en la práctica, haciendo buena la escatología marxista en cualquiera de sus variantes culturales, del darwinismo al ateísmo hedonista, y entregándose, ante su imposibilidad efectiva, a la decadencia que encuentra en el fascismo y el odio ideológico su expresión más acabada. Sólo una nueva aristocracia espiritual puede salvarnos de semejante horizonte autodestructivo.

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