Un Dios bueno y de misericordia infinita, se nos dice, no es compaginable con un ser que se goce en la infinita ira contra los pecadores. Por consiguiente, un Dios así concebido o es falso o es un demonio. Hay, no obstante, un modo de satisfacer la justicia sin vulnerar el amor, se nos añade, y es emitiendo sólo penas temporales que no se extinguirían "hasta haber pagado el último ochavo". De ahí, en fin, que haya que desterrar de toda sana teología al Infierno.
No obstante, aunque todos los pecados se paguen bajo este punto de vista con alguna suerte de purificación en la otra vida, se da al solo poder de Dios o al de las llamas místicas del Purgatorio la virtud de reparar el mal cometido por el hombre. Porque es lo mismo decir que Dios no puede evitar el perdón que afirmar que el hombre no puede resistirse a su gracia, lo que anularía el albedrío. Ahora bien, si ésta es resistible y de hecho se la resiste, nada obsta para que se permanezca así por siempre.
Luego, salvo que se afirme que Dios nos atrae irresistiblemente al bien una vez muertos (lo que no guardaría lógica alguna con el resto de su plan, donde la libertad del hombre es respetada), se cree que la μετάνοια no es necesaria para obtener el perdón de los pecados. Esto puede valer en la justicia humana, donde uno salda sus deudas y recupera los derechos perdidos aportando una compensación o sufriendo una pena, acepte o no su error verdaderamente. Pero en la justicia divina no basta con satisfacer las apariencias si no se da una auténtica conversión interior. El Evangelio en su totalidad es una llamada a la reforma urgente del hombre, a su completa regeneración. ¿Es posible que Dios excusara en el cielo lo que exigió en la tierra? Todo nos induce a pensar lo contrario. La misericordia de Dios lo hace tardo en castigar, según el Antiguo Testamento, pero al cabo castiga a los rebeldes. Por ello, superado el lapso de espera de esta vida, Dios emitirá su juicio, ante el que no cabrán apelaciones ni enmiendas. Y así como las penas en tiempos de los patriarcas eran temporales, como temporales y carnales eran las recompensas, las penas en tiempos de Cristo serán eternas y espirituales.
Si llevásemos la teoría origenista al extremo, como hacen los ateos y los maniqueos, Dios precisaría evitar todo mal en el mundo para que dicha obra fuera sin mácula y propia de un ser perfecto, o habría que decir que el mundo no procede de Dios. Los males del infierno, añado, no empañan la gloria del cielo, sino que la hacen destacar con más vivacidad si cabe, como sucede con los buenos de este mundo, que uno solo de ellos vale por todos los malos juntos y aun mucho más. No puede llamarse tirano, en fin, a quien nos condena al final de nuestra vida tras emitir un mandato justo, claro y creíble que deliberada y orgullosamente desobedecemos, pese a estar en nuestra mano cumplirlo. Una misericordia sin límites con los malos es blandura excesiva y corruptora hacia los poderosos y cobarde crueldad para con los perseguidos, expuestos al desenfreno de aquéllos.
Hay al menos dos pasajes en Lucas (13:22 y ss., 12:4 y ss.) que cuestionan las conclusiones de los impugnadores de las penas eternas:
Pasaba Jesús por ciudades y aldeas, enseñando, y encaminándose a Jerusalén.
Y alguien le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo:
Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán.
Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois.
Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste.
Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad.
Los términos "puerta angosta" en correspondencia a ser pocos los salvos, y "apartaos de mí" (no para volver luego, sino por siempre) son demasiado fuertes como para que la doctrina de la restauración universal quepa en ellos. Añadir presupuestos donde no los hay, o fingir que ignoramos o no hemos leído todo aquello que estorba a nuestro propósito no es ciertamente un buen método exegético.
Que Jesús se dirija a los fariseos o a una audiencia determinada no significa que su mensaje no sea extrapolable a toda la humanidad, como es propio de su misión salvadora, atestiguada en tantas partes. Por tanto, si el salvador de la humanidad habla de salvación, habrá que entender que se refiere a la salvación universal. Además, la pregunta "¿Son pocos los que se salvan?" no se refiere al pueblo judío como unidad, sino a los creyentes particulares, y de ahí la distinción entre "pocos" y "muchos", mientras que el pueblo sólo puede ser uno.
Si estas obviedades no bastaran, hallamos el pasaje de Mateo 25:1 y ss., donde se narra la parábola de las diez vírgenes, muy parecido en estructura a la de la puerta angosta. En este caso son las vírgenes que tienen las lámparas indispuestas al llegar el esposo (esto es, las que carecen de fe en el momento de la muerte) aquellas que son rechazadas cuando intentan satisfacer su deber a destiempo. El Señor no las abre porque no las conoce, y otro tanto sucederá a quienes no se conviertan antes de la muerte: hallarán la puerta cerrada y cerrada para siempre (la "puerta" en ambas parábolas simboliza el Reino de los Cielos).
Y también:
Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer.
Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed.
Jesús distingue aquí entre la temporalidad del cuerpo muerto, al que ya no se puede ultrajar más, y la eternidad del alma muerta, sujeta a un juicio inmarcesible. Jesús dice: "matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer". Esto es tanto como decir que el cuerpo sólo muere una vez, temporalmente, permaneciendo en cambio el alma, que vive o muere eternamente (y aquí la muerte o la vida no han de entenderse en un sentido biológico, ya que en este sentido todos vivirán, sino respecto a la ausencia o presencia de Dios en nuestro espíritu, que distingue a los réprobos de los salvos). La contraposición es clara y sólo cerrando obstinadamente los ojos podremos pasarla por alto.
Dios pide que perdonemos a nuestros enemigos para recibir a cambio el perdón divino ("perdona nuestras ofensas, como también nosotros, etc."). "A contrario sensu", si no perdonamos a nuestros enemigos y, por extensión, no ejercemos la caridad, mas atendemos a nuestras brutales pulsiones de venganza, Dios tampoco nos perdonará a nosotros. Del enemigo hemos de amar la imagen de Dios, que permanece en él en tanto que hombre, no la maldad. Pero esta imagen sólo puede restituirse mediante la gracia, ya que está desfigurada por el pecado. Ahora bien, tras la muerte cesa la gracia y, por tanto, carece de fundamento la compasión por razón de la semejanza, ya que ésta ha desaparecido en lo esencial y no hay esperanza de recobrarla. Entonces perdura sólo lo accesorio del hombre, lo que no lo distingue de las bestias y lo convierte a sí mismo en bestia, a saber, la acción que no repara ni en el mal ni en el bien o que incluso hace el mal por placer.
Termino. No nos condenamos por ignorancia, sino por maldad, que equiparo a la debilidad, pues el mal es ontológicamente débil. La ignorancia resulta excusable según Dios, que pidió en su propio patíbulo que perdonasen a quienes no sabían lo que se hacían. Por ello, Dios también disculpará a quienes lo hayan buscado con rectitud sin encontrarlo, o se hayan hecho de Él, carentes de mala fe, una idea equivocada. Con todo, ¿cómo perdonar a quien se ha burlado de Dios mismo y a sabiendas lo ha cubierto de calumnias? ¿No era imperdonable el pecado contra el Espíritu? Si tales delitos se perdonasen, nada merecería castigo. Se probaría con ello que los mansos han sido estúpidos no vengándose, ya que más les habría valido esperar misericordia de Dios que de sus verdugos. También podría espetar el blasfemo al piadoso: ¿Quién eres tú para ofenderte por Dios, si Él va a perdonarme en cualquier caso?
Dios es amor. Sin embargo, nadie ama la virtud sin odiar al vicio. Un amor indiferente es un amor falso y un augurio de traición.
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