domingo, 26 de septiembre de 2010

Sic et non




La magnitud de un pecado es evaluada según la importancia y estatura del pecador. También se examina el pecado en atención a la estatura de la parte ofendida, de modo que su gravedad y magnitud sean acordes a su estatura. Es, pues, conveniente que un pecado sea evaluado como mayor y más asombroso cuando es cometido por un hombre perfecto, no predispuesto a pecar, no inclinado hacia las transgresiones, especialmente si tal hombre recibió el favor y la gracia de la parte ofendida. El pecado y la rebelión de Adán se hicieron contra Dios, bendito sea, que es infinito en su estatura. El pecado se perpetró por un hombre predispuesto a la perfección, el menos inclinado naturalmente a pecar que pudiera hallarse. Éste fue el caso, puesto que Adán fue obra de las manos de Dios y recibió de Él, bendito sea, la gracia y el favor más perfectos que la humana naturaleza puede recibir, ya que fue creado perfecto en su especie. Por todas estas razones, el cristiano afirma que su pecado fue enorme e infinito, toda vez que contenía potencialmente a la humanidad entera, que vino después y emergió de él. Por consiguiente, creen que es adecuado y correcto que el castigo sea infinito e incluya a toda la humanidad, y que dicha especie justamente merece un castigo infinito. Es adecuado en mayor medida que la gracia, la misericordia y el favor, esto es, la vida eterna y el placer, sean extirpados de la humanidad, ya que, en verdad, la justicia requiere que los goces de la vida eterna no puedan lograrse mediante mandamientos o latría sin el añadido de la gracia y misericordia divinas, como sostienen los teólogos. Siendo así las cosas, está claro que la especie humana no sufriría un extravío en la justicia salvo que careciese de tal gracia y favor. Así se concibe este asunto según la intención cristiana y sus primeros principios.

Ahora procede explicar claramente las refutaciones y dudas que se siguen de esta creencia tanto con respecto a la especulación como con respecto a las Escrituras, empezando por la especulación.

Decimos: Hay cuatro argumentos contra la propiedad de esta opinión.

I. Primero, negamos la premisa que establece que la justicia exige que el paraíso y la vida eterna no puedan conseguirse mediante la latría, sin gracia divina. En su lugar, mantenemos que aquel que adora a Dios puede obtener esta recompensa naturalmente a través de su vida especulativa, que infunde gozo a la santidad de su alma, de modo que hereda la vida eterna. Es correcto mantener esta postura. Dado que los hechos son tal y como han sido postulados, negar este gozo a las almas no es sólo una mera negación del favor y la gracia, sino que más bien es un castigo infinito. Ahora bien, infligir un castigo infinito en el alma de Noé, que no guarda vínculo con la de Adán ni depende de ella, sería una gran injusticia divina, Dios no lo quiera.

II. Incluso si postulásemos la premisa mencionada, por mor de la discusión, aunque no sea verdad, digo que la eliminación de la gracia y el favor a quien no merece que le sean retirados no es equidad divina. Las almas de los justos, como Noé y los patriarcas, la paz sea con ellos, no tienen vínculo con el alma pecadora de Adán, en especial si, según la creencia cristiana, cada alma individual es creada por Dios, bendito sea, en cada cuerpo particular. Luego, aquéllos no pecaron, y no es conveniente que la gracia y misericordia infinitas les sean privadas.

III. Todavía más: Si Adán, antes de pecar, ameritaba la gracia y la misericordia y habría heredado el eterno gozo, ciertamente Abraham y el resto de justos ameritaron en mayor grado la recepción de esta gracia. Esto se sigue de lo que digo: Si Adán, que nació perfecto, no predispuesto al pecado, habría adquirido esta gracia, entonces Abraham, que nació en el pecado y fue concebido en la iniquidad, pese a lo cual no pecó y vivió una vida ejemplar y santa, ameritaría en mayor grado el gozo, puesto que su excelencia es más obvia y digna de encomio. Por consiguiente, sería una injusticia divina que Adán, de no haber pecado, hubiera heredado el gozo, pese a su menor excelencia, al tiempo que Abraham, que no pecó, aun estando concebido en la iniquidad, perdiera su eternidad pese a su excelencia mayor, como hombre cuyos pensamientos no lo tentaron y cuyas ideas no lo apartaron de adorar a Dios de todo corazón.

(...)


Hasdai Crescas

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He aquí cómo se transmite el pecado original. Aunque el alma no se transmite de unos a otros, con todo, el pecado original pasa del alma de Adán a las almas de sus descendientes por medio de la carne engendrada por concupiscencia. Así como el alma por su pecado inficionó la carne de Adán y la hizo inclinada al desorden sensual, así también la carne engendrada por la pasión desordenada y que trae consigo la infección viciosa contamina y vicia al alma. Esta infección en el alma no sólo es pena, sino también culpa. Y así sucede que la persona corrompe a la naturaleza y la naturaleza corrompida corrompe a su vez a la persona, quedando siempre a salvo la divina justicia, a la que de ningún modo se le puede imputar la infección del alma, aunque creándola la infunda e infundiéndola la una con la carne inficionada.

La razón que explica lo que acabamos de decir es que el primer Principio, habiendo creado al hombre a su imagen para ser la expresión suya de parte del cuerpo, lo formó de tal modo que todos los hombres se propagasen del primer hombre como de un único principio; de parte del alma, por la expresa semejanza tanto en el ser, como en el entender y en el amar, de tal modo lo creó que inmediatamente procediesen todos los espíritus racionales del mismo Dios como de primero e inmediato principio. Y porque el espíritu, como más excelente, se acerca más al primer Principio, de tal modo creó Dios al hombre que el espíritu presidiese al cuerpo y el cuerpo estuviese sometido al espíritu creado mientras éste obedeciese al Espíritu increado, y al contrario: si el espíritu no obedecía a Dios, por justo juicio divino, su cuerpo comenzase a rebelársele; y esto es lo que sucedió cuando pecó Adán.

Si Adán se hubiera mantenido en pie, su cuerpo hubiese sido sumiso al espíritu y sumiso lo hubiera transmitido a sus descendientes, y Dios le hubiera infundido el alma de tal modo que unida a un cuerpo inmortal y obediente gozase del orden de la justicia y de la inmunidad de toda pena. Pero desde que pecó Adán y su carne se rebeló contra el espíritu, es natural que la transmita rebelde a sus descendientes y que Dios infunda el alma, según tenía establecido desde un principio. Mas el alma, cuando se une a un cuerpo rebelde, se ve privada del orden natural de la justicia, por el que debía imperar a todos sus inferiores. Y porque está unida a la carne es necesario que atraiga a la carne o sea atraída por ella; y porque no puede atraer a sí a la carne porque la encuentra rebelde, es necesario que sea atraída por ella e incurra en la enfermedad de la concupiscencia. Y así incurre a la vez en la privaciónd e la debida justicia y en el desorden de la concupiscencia. Estos dos elementos, que corresponden al apartamiento de Dios y conversión a las criaturas, son los que integran el pecado original, según San Agustín y San Anselmo.

Y como fue ordenadísimo que la naturaleza humana fuese creada y propagada y, una vez que pecó, también castigada en la forma predicha, de tal modo que en la creación se observe el orden de la sabiduría, en la propagación el de la naturaleza y en el castigo el de la justicia, está claro que no es contra la divina justicia el que se transmita la culpa a los descendientes.

Además, porque la culpa original no podría transmitirse al alma si no hubiera precedido la pena de la rebeldía en la carne, y la pena no existiría si no hubiera precedido la culpa, y la culpa no procedió de la voluntad ordenada, sino de la desordenada, y, por tanto, no de la voluntad divina, sino de la humana, aparece claro que la transmisión del pecado original viene del pecado del primer hombre, no de Dios; no de la naturaleza creada, sino del pecado cometido. Y así es verdad lo que dice San Agustín: "que no es la propagación, sino el desorden sensual, el que transmite a los descendientes el pecado original".


San Buenaventura

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