jueves, 28 de mayo de 2020

El mal no es sustancia


Es dogma de nuestra teología que, no pudiendo el mal originarse en un Dios uno y sumamente bueno, todos los entes fueron creados buenos por Él, tanto tomados en su conjunto como tomados uno a uno; y dado que se trataba de entes finitos, no pudiéndose igualar al poder, sabiduría y bondad divinas (de lo contrario, todo sería una divinidad y coexistirían muchos infinitos), las criaturas pudieron separarse de Dios, lo que en la esfera moral significa poder pecar. Pero este poder, que nominalmente es potencia, aunque en realidad sea impotencia, no se origina en Dios, sino en la nada, a partir de la cual las cosas son hechas. 
El ser, en efecto, no está determinado más que por el no ser, y por tanto el ente por el no ente. El hombre es determinado por la racionalidad, la cual, tomada en sí misma, es la esencia del hombre, y no del perro o de la piedra o del cielo o de otra cosa. Por consiguiente, la esencia del hombre se compone de ser hombre y de no ser las otras cosas. Dado que, por tanto, el no ente es esencialmente impotencia, estulticia y desamor, ya más o ya menos en las diversas especies y según grados específicos en los diversos géneros, no fue hecho el primer genio (como dicen los filósofos, y nosotros primer ángel) malvado por naturaleza en cuanto al ser recibido de Dios, que es el primer ente, sino que este primer genio se hizo malvado por su voluntad. Esta voluntad, en cuanto es ente, viene de Dios y no es propia de él, pero en cuanto es del no ente, es propia de él, y así peca mientras se separa del ente en la esfera física, y del orden en la esfera moral, orden establecido por el primer ente. 
De este modo, nosotros [los cristianos] no empleamos ni naturalezas malvadas, ni pluralidad de dioses, ni derivamos el mal del bien. Y cierto es que el herrero no produce el óxido del hierro, sino que éste se contrae por la participación del no-ser; y es cierta asimismo la teoría de las dos potestades contrarias, Dios y el diablo. He aquí la razón: el diablo, en efecto, no es un dios, sino un genio, como decían Pitágoras, Zoroastro y los filósofos más sabios; y aclaramos de qué modo es esto. Si investigamos por qué Dios, siendo omnipotente, no pudo detener aquella impotencia por la que las cosas son deficientes, aparece de inmediato la respuesta: la razón es que las cosas están esenciadas, o más bien constituidas, de ente y de no ente. Y si Dios retirara la impotencia, retiraría la participación en el no ente y, en consecuencia, haría infinitas las cosas finitas, como explicábamos en la Metafísica. Pero esto es imposible y entraña contradicción. Ya que Dios utiliza la transmutación de las cosas para representar sus ideas, no conviene que la acción y la contrariedad cesen. Sin embargo, ha dado a las criaturas racionales fuerza frente a aquella debilidad contraída del no ente, de modo que puedan, deseándolo, no pecar, pero no de modo que no puedan pecar, pues de ser así la libertad quedaría destruida o no llegaría a manifestarse. 
Por tanto, el hombre erró y desertó libremente, al preferir el menor bien al mayor y la propia sabiduría a la sabiduría divina: éste, en efecto, es el pecado en la esfera moral. Por tanto, el príncipe de los ángeles se corrompió intentando soberbiamente asemejarse a Dios mediante su propia virtud, y no por don de Dios. Y de esta teoría nuestra no se desprende ninguna impiedad o absurdo, como sucede con las opiniones de herejes y paganos. Este ángel, junto a los secuaces que se allegó, no por generación como dijeron los filósofos gentiles y los magos, sino con la enseñanza y la doctrina, es sumamente razonable creer que haya sido expulsado por los ángeles buenos con una lucha victoriosa y confinado en el mundo corpóreo, en el que operan una multiplicidad de fuerzas contrarias. Ahora bien, los que se adhirieron a Dios, gracias al influjo de su omnipotencia, se hicieron poderosos de otra manera, como sucede al hierro cuando se adhiere al imán. Y ésta, según Plutarco, es la lucha de Tifón y de Osiris, que en la Sagrada Escritura se narra como la lucha de Satanás y el ángel Miguel.

Campanella

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