domingo, 31 de mayo de 2009

Mandeville en Chueca




Desde unas coordenadas puramente hedonistas, se podría argumentar que aquel que sufre es porque no sabe divertirse. Incluso cabría plantearse la obligación que tiene la sociedad en estos supuestos de enseñarnos a explotar, y cuanto antes mejor, las potencialidades del cuerpo a fin de disminuir la infelicidad general.

Por descontado, el articulista tiene razón. Placer anal sentimos todos cuando vamos al baño, pero sólo un dos por ciento aproximadamente tiene a bien fundar su vida erótica y afectiva sobre tan sólidos mimbres. Así que si se rechaza tomar parte en determinadas prácticas no es porque no sean en sí placenteras, que lo son, sino por las objeciones morales que nos plantean en el fuero interno. Por ello, cuando admitimos en política como moralmente válidos ciertos comportamientos sólo por ser placenteros, negamos el proceder habitual de nuestra ética, desvinculándola autoritariamente del derecho; y, por querer parecer buenos y carentes de prejuicios, nos confesamos malos e hipócritas, al adoptar en el ámbito público directrices que en la vida privada no seguimos. Perdemos, pues, de esta manera gran parte del criterio para determinar lo punible, e incluso para definir lo agradable, al subordinar un acto intelectivo e individual (el de consentir según un orden teleológico) a otro sensitivo e impersonal (el de gozar según nuestra constitución física).

Ahora bien, tampoco es válido el otro extremo, a saber, que todo lo que nos provoca gusto, aun sin ser útil, resulte merecedor de censura. La utilidad general ennoblece el placer, pero no es la inutilidad la llamada a envilecerlo, sino el no guardar aquél la debida proporción con el fin natural que se le asigna. Comer más allá de la necesidad, y hasta del apetito, es reprochable; preocuparse en exceso de la propia apariencia, dedicándole tiempo en vano, resulta digno de burla; dormir quince horas diarias y ver pasar la jornada entre sábanas lo convierte a uno en un ser risible. Por idénticos motivos, hacer del placer anal o de cualquier otro semejante tomado en sí mismo un caso de autoafirmación, un modo de vida y no digamos ya una forma de ver el mundo es un comportamiento irracional para el que no caben justificaciones.

No hemos llegado a este estado de autonegación en virtud de un indefinido y tal vez extraviado progreso humanista, sino más bien por un imperativo que radica en la esencia del capitalismo: que toda satisfacción individual debe potenciarse al máximo, pues ello ha de redundar en beneficio de la comunidad. Si por fortuna estamos ante el ocaso del modelo económico, sin duda alguna la charlatanería posmoderna sufrirá las consecuencias.

4 comentarios:

Alejandro Martín dijo...

Para que no te acostumbres a que siempre te aplaudo, hoy te dejo un par de objeciones :-)

Nunca he entendido esa justificación finalista de la moral. Tal y como la expones, parece que utilizar un órgano para un fin que no es el suyo natural constituye una inmoralidad. Pero si así fuera, sería inmoral abrir una botella con la boca, dar un masaje o coger un pincel con los pies (¿o sólo vale para el caso del sexo?). Yo no veo por qué es inmoral utilizar los órganos sexuales fuera de su fin natural: de hecho, también en las relaciones heterosexuales se prescinde a menudo de dicho fin.

Tampoco me parece exacta tu aproximación al tema del placer anal. Tal y como lo planteas, parece que es un placer universal al que la mayoría renunciamos por motivos morales, y al que otros se entregan por una incapacidad para controlar sus instintos hedonistas. Pero no es así. A ningún heterosexual le daría placer esa práctica (pero no por lo que meta o deje de meter, sino porque no le gusta tener a un individuo de su mismo sexo encima, por mucho placer que encuentre en el baño). A los homosexuales, sin embargo, sí les agrada la idea. Sin embargo, heterosexuales y homosexuales nos pegamos cada dos por tres un atracón más allá del hambre y nadie nos llama inmorales.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Las críticas son bienvenidas, y la esperanza de recibirlas es el segundo motivo por el que escribo (el primero es servir a la verdad).

Este texto puede parecer gratuitamente provocativo por alguna de sus expresiones. No obstante, creo que la tesis de fondo es sólida. Ofrezco tres argumentos.

En primer lugar, dada la naturaleza racional humana, o lo que queda de ella, siempre que usamos un objeto es en vistas a un fin. Si exceptuásemos al cuerpo de esta forma de proceder en la objetualidad sería por considerar que él, en lugar de una morada, es el sujeto mismo; que, por tanto, a nada está sujeto más que a sus apetencias. Luego, siendo el cuerpo la instancia primaria de nuestras decisiones, ¿qué derechos dejamos a la moral? Esto es, frente al deseo, persistente o pasajero, ¿qué impedimentos racionales opondremos?

En segundo lugar, porque el placer no puede ser un fin, ya que de por sí acompaña a todo acto y es un fin infinito. La satisfacción es el resultado concomitante al fin, no el fin en sí mismo. Vacía de contenido es tan absurda como la exaltación orgiástica de los paganos, en realidad profundamente pesimista (o "trágica") bajo la máscara de una alegría espasmódica. El empleo de un medio atípico, por lo demás, no conduce necesariamente a un fin inmoral, en la medida en que tenga un cometido razonable y equilibrado.

En tercer lugar, no creo que el amor homosexual sea amor verdaderamente. Quien así lo piense tiene la carga de la prueba y deberá demostrármelo mediante la definición del término y su aplicación al caso. La analogía es un recurso del pensamiento débil que no debemos admitir en debates profundos.

¡Y por supuesto que los atracones son inmorales llevados a un extremo!

Un saludo.

Alejandro Martín dijo...

Pero Irichc, esos argumentos no son suficientes para justificar lo que afirmas en la entrada:

1. El primer argumento es cierto, pero yo realizo muchos actos con vistas a un fin hedonista (desde rascarme a echarme una siesta pasando por tomarme un daiquiri) y no por ello siento que he entregado mi razón a la tiranía de mi cuerpo.

2. Si me tomo un helado, realizo un acto cuyo único fin es el placer. Es más: en lo que atañe a la voluntad, cuando tengo sexo también busco como fin el placer, a no ser que me acueste con mi mujer con la intención expresa de dejarla embarazada, y no porque la desee. Pero no es lo que suele ocurrir.

3. A mí en ese punto me basta con el testimonio de los propios homosexuales, muchos de los cuales comenzaron su vida afectiva con relaciones heterosexuales, de manera que su analogía puede ser más certera. Pero vale: supongamos que tienes razón. Eso no prueba, por sí solo, que los actos homosexuales sean inmorales. Sólo probaría que no están vinculados al amor.

Un abrazo

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Disculpa la demora, Alejandro.

Hay que desafiar las apariencias. Nada es más difícil que ser moral, por lo que no debemos presuponer, y menos mediante analogía, que los hombres lo son por el mero hecho de seguir su gusto.

Tal vez alguna de tus objeciones puede encontrar respuesta aquí.

Un abrazo.